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Máscaras

Máscaras
"¿Crees que no lo entiendo? El sueño imposible de ser. No de parecer, sino de ser. Consciente en cada momento. Vigilante. Al mismo tiempo, el abismo entre lo que eres para otros y para ti misma, el sentimiento de vértigo y el deseo constante de, al menos, estar expuesta, de ser analizada, diseccionada, quizás incluso aniquilada. Cada palabra una mentira, cada gesto una falsedad, cada sonrisa una mueca.”
Ingmar Bergman. Persona. 1966

Como todos los días, ahí estaba Héctor, un poco aturdido después de tomar el desayuno, sentado, medio encogido y cegado por los reflejos del albo cuarto comedor. Buscó el reloj en alguna de las paredes y apenas pudo vislumbrar una sombra blancuzca que no le revelaba la hora. Sin embargo, él sabía que era tarde. Su acostumbrado cuerpo se lo decía.
Impulsado por la inconsciencia, salió del cuarto comedor cabizbajo, intentando proteger sus ojos de las punzadas lumínicas. Subió por las escaleras y se dirigió al baño. Tal vez un baño tibio me despierte, pensó Héctor. El sonido del agua cayendo como llovizna se confundía con el ajetreo matutino de la ciudad. Pitidos de autos, motores, pasos, gritos, todos al unísono, formando un leve ronroneo que se filtraba por las paredes y ventanas de la casa.
Héctor salió del baño con movimientos más ágiles, pero con una sensación extraña. Como si sus movimientos hubiesen sido programados en algún tiempo desconocido para él. Con la misma sensación, entró en su dormitorio, escrutando todo con los ojos. Reconoció algunas sombras que hacían volar su imaginación. Reconoció también su gran espejo donde todas las mañanas, frente a él, se vestía cuidando no dejar arrugas sobre sus ropas. Cuidadoso de sus movimientos, se acercó a la ventana, para recorrer las gruesas cortinas. Al instante la luz fluyó y cubrió todo el cuarto. Héctor reconoció su amplia cama, en ella había un monte de cobijas coronado por una larga cabellera en forma de cascada.
Héctor, se vistió rápidamente. El mismo traje de siempre, pensó, o al menos eso le parecía ya que en realidad, tenía un amplio guardarropa. Con la misma rapidez caminó las escaleras, salió de su casa y condujo su automóvil sin cambiar de ruta, hasta llegar al edificio aquel que tiene la forma de un gran cartón de leche cubierto de espejos. Odiaba ese edificio, porque todos los días, al llegar, veía su reflejo sobre lo que Héctor consideraba un lugar horrible donde debía permanecer diez horas, a veces más.
Bajó de su auto, caminó y antes de entrar, su reflejo le detuvo. Sí, soy yo, pensó, y apresurando el paso, cómo asustado, entró. Al pasar la entrada, escuchó el saludo del guardia de seguridad. Lo mismo en el ascensor: Buenos días licenciado. Al entrar en su oficina, sintió una atmósfera enrarecida. Se sentó y aflojó un poco su corbata. Miró el calendario. ¿Y si los días se repiten una y otra vez? ¿Otra vez martes? ¿Otra vez noviembre? ¡Qué casualidad, otra vez 2014!
Una hora, dos, contó. Caminar con papeles, firmar, responder llamadas, un ordenador. Tres horas, cuatro: tomar un café, el restaurante chino. Cinco horas, pensó. Todo exactamente igual, la misma casa, el mismo monte de cobijas coronado con la larga cabellera. Seis horas… doce.
Y ahí estaba Héctor, bajando de su auto, abriendo la puerta de su casa, bajo la luz amarillenta del alumbrado público. Subió las escaleras, entró en su cuarto. Se desvestía mientras miraba al monte de cobijas. ¿En qué momento me jodí? Pensaba Héctor al momento que se acostaba. Quedó tumbado, bocarriba con los brazos cruzados sobre el pecho. Reflexionó un buen momento sobre su vida, pensó que realmente vivía cómodo, tranquilo, sin preocupaciones de ninguna índole. Tenía un trabajo demandante, pero bien remunerado; un automóvil que causaba envidias, una casa en un buen lugar, y de buen tamaño. Tenía esposa, pero no sabía mucho sobre ella. Solamente sabía que con ella desquitaba sus frustraciones. No con violencia, sino como se desquitan las frustraciones en ésta época y en la clase social a la que pertenecía Héctor: viajes, sexo, drogas, fiestas. Un culo, pensó, tengo un culo por esposa. Sus reflexiones fueron tornándose más oscuras. No podía conciliar el sueño. Por fin, se decidió a levantarse y tomar una de sus acostumbradas pastillas. Se sentó a la orilla de la cama, pero sus reflexiones lo detuvieron nuevamente en un monólogo interno.
“Hace años que estás así, jodido. Incómodo en tu propia comodidad. No me siento viejo, pero siento que la vida se me va sin que haya hecho algo realmente importante. ¿Qué he hecho con mi vida? Era el orgullo de mi difunto padre, he viajado por el mundo y aún así me siento vacío. ¿qué estoy haciendo? ¿Qué no estoy haciendo? ¿Estoy angustiado por la muerte? Pensar en la muerte a los treinta y tres años es un poco prematuro. Un día me siento angustiado, otro día triste, otro avergonzado de mí mismo. ¿Será que me falta coraje para mandar todo a la mierda?”
Coraje. Repetía Héctor una y otra vez la misma palabra y le buscaba el significado aplicado a su vida.
“No ha faltado coraje. ¿qué es toda esta mierda? Desde que nací, me han hecho, me han vivido. Todo es una mierda, yo no soy, me hicieron, me limaron las partes. Un cubo, cuadro o lo que sea. ¡Tantas dudas que tengo! Pero lo que bien sé, es que a todos nos hacen, como en una gran fábrica, nos programan. A aaaaaa, B, bebé, C de casa. Sí, nos programan, como a la niña esa que vi en el noticiero, tuvo suerte de que la criaran unos perros. Estaría menos avergonzado si pudiera ladrar y caminar sobre cuatro patas. Este mundo es una mierda, ya lo dije, y ni siquiera sé si es un mierda de verdad, podría ser un mal sueño, uno bastante maloliente…
Es un mundo de máscaras. Aún no nacía y mi mamá ya me tejía una linda mascarita de estambre. Con el tiempo me enseñaron a pulir mi máscara, a hacerla más flexible para mostrar otros rostros. Ponerle adornitos. Así son las instituciones humanas, como la mugrosa universidad a la que fui. Ahí aprendí a hacer mi máscara totalmente flexible, transformable…
Tal vez dudar de todos esos rostros falsos sea lo mejor. Dudar hasta de mamá. A fin de cuentas ella fue la que me mandó a ese lugar... Creo que mi máscara sufre el tiempo, o no la hice tan bien como creía. Está ya bastante floja de tanto movimiento debajo de ella. Creo que tengo miedo de ver mi real rostro. El único rostro real que he visto, fue cuando murió papá. Todas sus máscaras se fundieron en una sola, una que no mentía, el rostro de la muerte.”
Sin esfuerzo, pero con lentitud se Héctor se dirigió hacia la ventana, la abrió para respirar el aire nocturno. Miró a través de ella. La noche era apacible, la calle elegante y sobria con sus luces amarillas, sin autos, con su olán de arbustos; le parecía un paisaje atractivo. Volvió con la misma lentitud, con movimientos que él sentía auténticos. Regresó a sentarse a la orilla de la cama, acarició la cascada de cabellos, miró la sombra de su lamparita posada sobre el buró, y sin prenderla, abrió un cajón de donde sustrajo un objeto. Nuevamente se dirigió hacia la ventana, pero esta vez, le dio la espalda, con la ventana aún abierta. Las luces amarillentas que se filtraban fueron descubriendo poco a poco, cómo Héctor subía su mano a la altura de su cara. El cañón de un revólver apenas brilló y desapareció al entrar en su boca. Segundos después, un tronido fatal estremeció el dormitorio, y el monte de cobijas se derrumbó. El cuerpo de Héctor cayó hacia la calle, su máscara voló.
Al día siguiente apareció su rostro en los vulgares periódicos, un rostro que no miente, desfigurado, adolorido: muerto. “Del gozo, al pozo”, “Selfie de pólvora” Y demás encabezados jocosos,y burlezcos que hicieron de su muerte, un ridículo. Su última máscar
Ivanflores18 de febrero de 2015

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