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Pinceladas de Noche Pte.3

Ya eran las nueve de la noche y mi hermano me esperaba abajo. La fiesta debía de estar comenzado apenas.
Condujo él hasta el lugar y me dejó en el evento, la fiesta que era la despedida de una amiga que se mudaba de estado. Él se retiró pues recogería a su novia y regresarían juntos a la fiesta. Al bajar me topé de inmediato con conocidos y los saludé, eran los típicos amigos de siempre, Alejandro, Carolina, Roberto. Incluso estaba Alfonso, que comúnmente no asiste a nuestras reuniones.
El ambiente era el adecuado, el que se esperaba de tal celebración. La música alta administrada por un dj sería acompañante toda la noche, al igual que las bebidas frías y las combinaciones de éstas, a las que les temo.
La fiesta era en la cochera de la casa de Roberto, que era donde estaba ubicado el dj y su equipo de sonido. Justo afuera, se encontraba una barra que habían contratado, era una especie de mini-bar, donde le decías al que estaba del otro lado qué querías beber y él lo hacía; yo no podía llegar y pedir una cerveza allí, eran bebidas mezcladas con no sé qué cosas, así que ni me acerqué.
Cuando llegué no había más de veinte personas, las nueve quince eran muy temprano aun, pero sabía que mis amigos ya estarían afuera esperando a la gente.
Alfonso y yo nos llevamos muy bien, nos conocimos hace ya varios años jugando futbol en el deportivo, tiene buena plática y no me aburre; por si a alguien le interesa, Diego no apareció en toda la noche.
Así que conforme pasaba el tiempo la gente llegaba, y cuando se formó un grupo de al menos cincuenta personas, se empezó a notar cómo se dispersaban en pequeños grupos. A un tiro de piedra de la casa de Roberto se encuentra un parque, al que me puedo referir como grande. En una de sus esquinas hay un transformador de color verde, bien llamado “la cosa verde”. La esquina es la más cercana a la casa, y por comodidad es el lugar donde generalmente nos reunimos a sentarnos y platicar. Para esa hora (9:50) el lugar ya estaba ocupado por invitados que sólo la festejada conocía, o así lo dimos por hecho, ya que aun no estaba ella allí.
Mi hermano llegó y andaba por ahí con mi cuñada y amigos.
Mi grupo estaba compuesto por mí y Alfonso, platicábamos y observábamos nuestro alrededor. Ya había muchos carros estacionados alrededor del gran parque, tenías que andar despacio manejando por las calles para no provocar accidentes. Cabe recalcar que Alfonso no bebe y yo aun no había tomado nada. Eran tal vez las diez diez.
–Mira –le insté para que volteara al frente.
A pocos metros pasaba un grupo de desconocidos, pero entre el grupo iba una chica a la cual conocíamos.
–Astrid –dijo él.
Astrid es una chica de entre dieciséis y dieciocho años, hermana de un amigo en común. Es, en opinión de cualquier hombre del club, un ángel. En lo personal no la conozco, nunca la he tratado e ignoro su forma de ser, pero mentiría si dijera que no es bella. No es en sí una joven que irradie belleza física y deslumbre a todos los hombres, pero tiene algo, ese algo que tienen las mujeres que suelen ser extrañas, y consecuentemente, interesantes.
–Está hermosa, viene hermosa –comentó Alfonso.
–Llégale, creo que no tiene novio.
–No creo que se acuerde de mí… A veces me la encontraba de regreso en el camión del centro, y platicábamos mucho.
–Algo que agradecer a esa ruta inútil –dije con sarcasmo y él asintió–, pues tal vez sí se acuerde.
Para las diez y media la fiesta había duplicado sus asistentes, que invadían una calle y otros grupos estaban a las orillas del parque. La festejada ni sus luces.
La fiesta cumplía con todas las características, o con el estereotipo, de una fiesta universitaria del municipio. Había desde mujeres vestidas de forma provocativa, a las que les quedaba muy bien, hasta hombres de barba crecida y bien cuidada, que simulaban ser lo que se supone ellos quieren ser, con sus carros vistosos y sus botellas caras.
No los critico ni me burlo, al contrario, creo que sin esos dos catálogos de mujeres sexys y hombres mafiosos, la fiesta no podría ser llamada fiesta, pero es curioso, muy curioso.
En medio de esos dos catálogos se encuentran otras especies que interactúan y suelen pasar desapercibidas.
Por ahí me encuentro yo, no sé bien donde, tendría que preguntarle a mi novia sobre dónde me posicionaría. Pero sin duda Alfonso estaría por allí también.
Perdimos de vista a Astrid y seguimos platicando de otras cosas. Veíamos a los demás platicar, a nuestros amigos, que socializaban con gente nueva, o trataban de. La noche no cambió mucho de temperatura, se mantuvo siempre en un estado de frescura normal.
En un momento de la noche le dije a Alfonso que tenía ganas de ir al baño y me dirigí a la casa de Roberto para pasar a su baño. Hice una pequeña cola que constaba de puras mujeres. Dentro de la casa el sonido de la música era más fuerte, incluso molesto. Mientras esperaba mi turno vi que Roberto estaba al fondo, sentado en el sillón con unas chicas. Me saludó con la mano y le apunté a su baño, asintiendo.
Una vez satisfice mis necesidades me dirigí a con él, me presentó a sus amigas e intercambiamos saludos. Me senté en el sillón y comenzamos a hablar. Las chicas eran de esa clase de chicas que no sueltan el teléfono; yo podría estar hablando con Roberto sobre un plan de violarlas y ellas no se darían cuenta. Me zafé de él diciendo que me esperaban afuera, y cuando me despedí e iba a salir por la puerta, me gritó.
– ¿No quieres una cerveza? –Y me apuntó a una hielera que era tapada por la sombra de los sillones. Tomé dos, una para mí y otra para Alfonso.
Llegué y se la ofrecí, dos veces pues la primera la rechazó. Hoy sé que soy una mala influencia.
Las tomábamos lento y seguíamos platicando, de la escuela, el futbol, anécdotas, etc.
Fue providencial que en algún punto de nuestra conversación, vimos que Astrid estaba sola, a escasos diez metros, volteando muchas veces hacia un lugar, regresaba su mirada hacia sus manos o a ninguna parte y volvía a voltear hacia el lugar donde parecía esperar algo.
–O a alguien –dije.
Era natural que Alfonso, al no beber, una sola cerveza bastaría para encender los motores de la valentía.
–Vamos o qué –me dijo, muy seguro de si mismo.
Yo al no querer perderme el asunto acepté y caminamos hacia ella.
–Hola –dijimos él y yo casi al mismo tiempo. Me parece interesante que últimamente la palabra hola ha estado desapareciendo del vocabulario juvenil, y me parece que eso es malo, un hola es tan sencillo y poderoso como un te quiero o un me caes mal.
–Hola –respondió ella sonriente.
Pensé que ahí iba a acabar la conversación y debíamos volver.
– ¿Te acuerdas de mí? –le preguntó Alfonso.
Quedé sorprendido.
–Sí claro, Alfonso. Hablábamos antes de regreso de la escuela –contestó ella amable.
Aun más sorprendido.
–Si, ya no te he visto.
–Es que me cambié de casa y por eso.
Noté que era amable y educada, hablaba con Alfonso y se reía a veces, pensé que tal vez ahora el par sería una tercia. Pero no duró mucho tiempo mi pensamiento. Aunque estábamos allí, frente a ella, seguía volteando al mismo lugar en clara espera de alguien, llegué a sentirme incómodo.
– ¿Y tu hermano? –pregunté para participar en la conversación.
–No vino.
Asentí y bebí el último trago de cerveza que deposité en un bote que me quedaba a tan solo estirar el brazo.
Entendí que ella no hablaba si no le hablaban, no por ser apática, sino por su timidez. No tardó el asunto en ponerse incómodo, incluso para Alfonso que minutos antes estaba animado. Y como salvación providencial, por fin el grupo con el que la habíamos visto volvió. Nos despedimos y volvimos a nuestro antiguo lugar, cercano al grupo que envolvía la “cosa verde”.
Eran las diez cuarenta y el número de invitados había ido incrementándose de manera imprevisible. Ya poblaban la mitad del gran parque, junto con la calle que llevaba a la casa de Roberto.
–Parece ser todo un éxito la fiesta –dije.
–Y eso que aun no aparece Carmen.
Decidimos ir con nuestro grupo de amigos, que no estaban nada lejos de nosotros.
–Y a todo esto, ¿dónde está Carmen? –pregunté a Luis.
–Se está cambiando, según.
–Claro.
–Tal vez ya se fue a San Luis y nosotros aquí –bromeó Alfonso.
A las once diez, cuando Carmen por fin apareció, la música seguía sonando sin parar, muchos bailaban en la calle, otros formaban grupos en el parque, la “cosa verde” pasaba de huésped en huésped. Yo aun solo tenía una cerveza en mi organismo. Los de a mi alrededor bebían whiskey y tequila, y prefiero estar sobrio a eso.
Mucha gente abrazó a Carmen, como si de su cumpleaños se tratase, pero no lo era, era una despedida por su cambio de domicilio a otro estado.
Aunque eso debería de expresar tristeza para todos los del lugar, apenas que el dj hubiese puesto Las golondrinas o alguna canción sentimental se hubiera puesto triste el asunto. Pero al contrario de eso, la música y la vibra de todos los que estaban reunidos hacia que la fiesta fuese como si se tratara de un cumpleaños y por lo tanto de un asunto de felicidad y festejo.
Fue hasta las once cuarenta cuando ocurrió el desastre.
Para entender un poco, el lugar donde está el parque y la casa de Roberto está rodeada de casas, es un circuito, donde el parque viene siendo el centro de la manzana y la casa de Roberto una esquina.
A las once cuarenta entró un operativo de patrullas con las sirenas encendidas, iluminando a ciclos el lugar con colores rojos y azules.
De inmediato, todos los invitados, que podría contabilizar como unos doscientos, corrimos tratando de huir.
No es raro pensar que muchos de los que estaban presentes eran invitados de invitados, y que por consecuente no sabían cuál era la celebración, sino que solo se trataba de una fiesta. O que otros que sí sabían cuál era el propósito de la fiesta, no supieran qué hacer. Los que sí sabíamos por completo cómo corría el agua en esos momentos, corrimos despavoridos hacia la casa de Roberto, a su cochera para ser exactos. La música cesó por primera vez en dos horas. La escena anterior fue como una estampida estilo dinosaurios en jurassic park o de universitarios en proyecto x, aunque me suene más la primera, al fin y al cabo estábamos en un parque.
La cochera la cerraron, pero aun podía entrar gente por una puerta que se mantuvo abierta, no se puede decir que esa noche dejamos morir a alguien.
Los que no sabían qué hacer se las averiguaron para salir del circuito y evitar el operativo, no tengo aun idea de si muchos pudieron escapar.
En la cochera éramos al menos cincuenta o sesenta personas. Busqué a mi hermano y lo encontré a salvo acompañado de su novia dentro de la cochera.
Al poco rato, viendo en cualquier pared dentro de la cochera las luces parpadeantes de las patrullas que entraban por la puerta, como una acción normal de nosotros, los jóvenes, los todopoderosos jóvenes: se encendió la música de nuevo.
Se bailó mejor que antes, con más entusiasmo y vitalidad, burlando la ley, demostrándole que las cosas no iban a ser fáciles.
Alfonso y yo contabilizamos seis camionetas, los policías estaban en el parque hablando entre sí, era un grupo de al menos veinte efectivos.
Caí en la cuenta de que si no hubiera estado sobrio, tal vez no hubiera llegado a tiempo a la cochera, o me hubiese dado cuenta de la entrada de los policías ya que no pudiera hacer nada.
En eso, escuché gritos, gritos por encima del alto volumen de la música. Aun pensando en que era aquello se apagó por segunda vez la música.
Quizás a un metro del portón que nos “protegía” se escuchaban gritos de mujer, e incluso forcejeo, no podía ver pues no había ángulo, y aun así no hubiese querido ver. Los gritos se extendieron como una ola. Los policías habían entrado por la puerta.
Los infelices de poca suerte que estaban cerca de la entrada fueron esposados y subidos a camionetas, el resto corrió por un pasillo exterior de la casa de Roberto, que conducía a su patio trasero.
–Eso no lo pueden hacer los policías –le dije a Alfonso, que estaba aterrado y no me respondió, estábamos ya en el patio trasero, mi hermano y cuñada también lo lograron–. No pueden entrar a propiedad privada.
Cabe recalcar con mucho énfasis que el pasillo era de tan solo un metro de ancho y unos 4 o 5 de largo. 50 o 60 personas querían pasar por él al mismo tiempo. Yo estuve a punto de caer, eso hubiese sido fatal. Grité una vez del otro lado que si alguien se caía lo levantaran, como en los conciertos de metal al hacer el slam.
El hermano de Roberto, Alejandro, abrió la puerta trasera de su casa y nos hizo pasar, pues los policías seguían subiendo gente sacada a la fuerza de la cochera.
El saldo fue de sólo una joven que cayó y fue pisada, pero no fue tan grave, pudo recuperarse poco tiempo después.
Dentro de la casa estábamos muy apretados. Se hablaba del abuso de autoridad ejercido por la autoridad, pues la ley era clara: sin orden judicial no pueden penetrar una propiedad ajena. Se hablaba de los posibles vecinos que se habían quejado para que el operativo se llevara a cabo. Se hablaba del calor que empezaba a producirse.
Yo pude sentarme en un sillón, en el que me había sentado tiempo antes con Roberto, y observé. Muchos estaban asustados, otros fingían no estarlo, yo estaba en ese grupo, pero también había los que ya habían estado en esas situaciones y se las tomaban con humor.
–No pasa de unos billetitos que nos pidan –decían los que se veían mayores.
Al poco rato Roberto y Alejandro pedían que todos se callaran, parecían desesperados por dar el comunicado. Fue difícil crear un espacio de silencio, callar a sesentas personas en un espacio reducido es realmente difícil.
Por fin, habló Alejandro.
–Cuando pasaron por el pasillo de afuera, alguien tropezó con una tubería de gas y la rompió. Se está tirando gas afuera, por favor abran las ventanas para que no se encierre el gas aquí. No prendan cerillos ni nada.
Lo último, lo de los cerillos me pareció absurdo, teníamos todas las luces prendidas, si el gas penetraba íbamos a explotar todos por esos malditos focos y su calor. Se abrieron las ventanas y entraba un aire que nos venía bien a todos. El bullicio anterior al comunicado comenzó de nuevo. Mi hermano me informó que debía dejar a su novia temprano, más tardar a la una, y ya eran las doce diez.
Los más experimentados decidieron encargarse del asunto y tratar de negociar con los policías, así que salieron por enfrente y hablaron con ellos.
Al volver, volvió a ser difícil acallar todas esas voces adictas a hablar.
–Luego que les hacen el favor de estar aquí y no se callan la puta boca –escuché decir a mi hermano.
Por fin los más grandes hablaron.
–Nos dijeron que sólo nos quedemos los hombres, las mujeres pueden irse.
No era algo totalmente justo, pero al menos era algo. Muchas mujeres salieron, pero otras se quedaron pues dormirían allí o en la casa de la festejada que vivía a tan solo tres casas, cuando la vi me pregunté por qué no se había ido a su casa.
La casa respiró mucho mejor, las voces no eran ahora tan rápidas y sería más fácil acallarlas. Pude desplazarme por la sala para llegar a la cocina y tomar agua. Por la ventana podía ver las sirenas aun encendidas, me sentí acechado y acorralado. Eran las doce cuarenta, mi hermano había hablado por telefono con sus suegros y les explicó el suceso, les dijo que cuando se solucionara el asunto llevaría a su hija, ellos entendieron.
–…que las agarraron –escuché decir a una chica que se había quedado y me acerqué, su tono me pareció raro.
–En cuanto salieron las agarraron y las subieron, ahorita están encerradas en barandillas –dijo la chica a un grupo que la rodeaba.
Todos nos quedamos pasmados. A parte de ser corruptos, eran mentirosos, esa jugarreta no había sido honesta, ahí de verdad me molesté.
Minutos después esos corruptos solicitaron que alguien saliera a hablar. Y así lo hicieron los que se habían encargado de la primera negociación, fallida.
Al regresar, estaba la sala en silencio.
Nos explicaron esto:
Cuando las patrullas llegaron, según ellos, solo venían a pedirnos con amabilidad que le bajáramos a la música, cosa increíble pues para eso solo hubiese venido una sola camioneta. Dijeron que el problema empezó cuando, estando todos dentro de la cochera bailando, un muchacho salió y orinó frente a las patrullas, en señal de provocación. De ahí se produjo que entraran ellos a la fuerza y sin permiso judicial. Ahora, lo que ellos pedían era que ese muchacho se entregara, y así quedaría todo saldado, si no, entrarían por todos nosotros.
Todos nos miramos, yo pensé: ¿Quién fue ese imbécil?
No pasó mucho tiempo para descubrir quién había sido. Su vergüenza era tal que no daba la cara. Le dijimos que no había problema, que le pagaríamos la multa pero que se entregara, y él aceptó. Y así, como un acto caritativo, con el que a la vez comprábamos nuestra maldita libertad, reunimos alrededor de cuatrocientos pesos para que, una vez estuviese él encerrado, saliera pagando la multa tranquilamente.
Era la una veinte, los papás de la novia de mi hermano estaban afuera de la casa esperándola para llevársela, salimos ya todos los que quedábamos. Sentí la libertad, estar encerrado una hora en contra de mi voluntad no es placentero, ojalá nunca pise una cárcel.
Afuera la mayoría de las patrullas se había ido, pero quedaban grúas que se estaban llevando carros que estaban mal estacionados y obstruían el paso, algunos de los que salieron con nosotros corrieron a tratar de convencer al chofer para que dejara el auto de nuevo en el suelo.
–De pura suerte dejé el carro frente a la casa de Miguel, así piensan que es de ahí –me dijo mi hermano.
Alfonso salió junto con nosotros y lo llevamos a su casa.
–Qué noche, cuídate –nos despedimos.
De camino a nuestra casa no pasó nada extraño, parecía que esperábamos que se nos atravesara una patrulla y nos reconociera como participantes de aquel asedio y nos llevarían a barandillas esposados y golpeados.
Por fin llegamos a casa. Era la una y media.
– ¿Cómo les fue? –preguntó mi madre.
Jaquez23 de marzo de 2015

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