Al ritmo de un coloquial vals danzan las primeras brisas estivales. El césped se inclina ante ella brillante y jubiloso. Los álamos bailan tomados de la mano al son de las mariposas y el sol de esta tarde soñada se obstina en enceguecer a las gaviotas. Sentada a la orilla del lago Camila alza su brazo derecho con convicción, señalando inquisidoramente el infinito. Traza algunos bocetos apurados y desprolijos, hasta lograr afilar la mirada y el pulso. La primer imagen que rodó en su mente le robó una sonrisa. Comenzó a mover agitadamente el dedo índice y como en una quimera brotó en el cielo incólume y celeste el primer dibujo, un bello y espumoso conejo blanco. Continúo trazando líneas en el aire, y dibujos sucedieronse, entre ellos se divisaron elefantes de suave espuma, orugas de alquitrán y tenues aves de vapor. La eternidad desfilaba en sus ojos. Plasmaba en el aire la eternidad. Sin siquiera intuirlo se encontraba inmersa en un instante insondable para la impaciente y acechante pubertad. Absorbida por la cristalina burbuja virginal, el ensueño y la inagotable creatividad; Camila extraviaba sus ojos en el vacío. La irrupción abrupta produjo el espanto. Imprevistamente la mano mezquina e incomprensible de su padre derribo de un empellón una tras otra cual fichas de domino ordenadas verticalmente todas las imágenes creadas por la niña, arrebatándole con ello el verdadero sentido de la vida y la eternidad.
