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Amboise


AMBOISE

Uno de los encantos turísticos de la región francesa del Loira, además de sus vinos, su historia y su gastronomía, son los castillos. Uno de los más visitados y más impresionantes es el castillo de Amboise, donde nació y murió Carlos VIII de Francia y donde paso toda su juventud el que más tarde, el 25 de enero de 1515, sería Francisco I, rey de Francia. Éste, gran admirador de Leonardo da Vinci le hizo venir de Italia y, desde 1516 hasta 1519, fecha de la muerte de Leonardo, le hospedó en la mansión de Le Clos-Lucé, una residencia muy cercana al castillo, en cuya capilla está enterrado.
El castillo de Amboise es una construcción inmensa, con sus aposentos reales, sus innumerables salas y salones, sus pasillos, sótanos, corredores, torreones, almenas, caballerizas... sin contar los pasajes subterráneos secretos y, entre ellos, el pasaje que comunicaba con la mansión donde residía Leonardo da Vinci.

El objeto de todos estos prolegómenos es presentar el decorado visitado por tantos y tantos turistas que vienen para sumergirse en la historia, admirar el lugar y recorrer el parque, a pie o a caballo, ya que el castillo dispone de un servicio de alquiler de caballos, con diez magníficos animales. El lugar es muy agradable, espacioso, con un hermoso jardín, muy bien cuidado, muy apreciado por los numerosos visitantes. De los caballos siempre se ha ocupado mi familia, palafreneros de padres a hijos, desde 1701, año en el que Philippe Lejeune, mi lejano antepasado, fue nombrado Gran Palafrenero “doctor en medicina equina y herrador real”. Tras varias generaciones ejerciendo el mismo oficio, llegamos a mi bisabuelo, al que sucedió mi abuelo y al que, a su vez, sustituyó mi padre.
Siendo mi padre el responsable de los caballos, yo, a mis 17 años, era su ayudante, aprendiendo el oficio de palafrenero que mis antepasados habían ejercido en una época en la que, entre los caballos del Rey, los de caza, los de tiro, los de paseo... el castillo llegó a contar con 80 caballos.
Pues bien, hace ya mucho tiempo, en la mañana de un tormentoso día de verano, me dirigí a las caballerizas con intención de cepillar y acicalar a los caballos. Al acercarme a uno de ellos, se oyó un enorme trueno que asustó al caballo. Éste, nervioso, lanzó una coz, con tan mala fortuna que, encontrándome detrás de él, me alcanzó de lleno en plena frente. Dada la hora temprana, quedé sin sentido en el establo durante más de una hora, hasta que me encontró el jardinero que venía a por estiércol para sus flores. Yo yacía en el suelo, en un charco de sangre y con la frente destrozada. Este grave accidente me mantuvo en coma durante mucho tiempo y, aunque creo que salí de él sin demasiados estragos, a raíz de este suceso yo ya no fui el mismo; ni yo ni los demás para conmigo, ya que a veces siento como si me evitaran, como si no se percataran de mi presencia... Quizá les asusto con mi cara algo desfigurada y mi frente hundida...
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Para ocuparse de los visitantes, el castillo cuenta con un personal importante, una parte del cual reside en el castillo, como yo, mientras que otros viven en la ciudad de Amboise, muy cercana. Yo soy probablemente el más antiguo residente en estos muros, ya que nací aquí, me crié aquí y aquí sigo. Por cierto, mi nombre es Bruno Lejeune

A mí me encanta pasear por el parque al atardecer, incluso llegada la noche, ya que es la hora propicia para, quizá, avistar a la joven de la que estoy... ¿enamorado? no sé, puede que no llegue a tanto, pero a la que encuentro refinada y distinguida, a pesar de no haber visto casi nunca su rostro, ya que cuando la veo llegar me escondo detrás de una cortina para que no me vea, aunque creo que ella siempre nota mi presencia.
No sé nada de ella, pero me parece una mujer fría (es la palabra más adecuada) y distante, lo que me hace pensar que no va a ser fácil hablarle y demostrarle que no me es indiferente. Pero por el momento, prefiero observarla sin que me vea. Puede que algún día me decida a provocar el encuentro con ella en uno de los salones o corredores por donde la veo transitar a menudo y que yo conozco perfectamente. Donde más frecuentemente se la puede ver es en el ala del castillo donde se encuentran los aposentos reales y en la torre del homenaje, aunque no es demasiado raro verla pasear por el parque al atardecer o asomada a una ventana o una almena. Incluso un día vi que se dirigía hacia las antiguas cocinas...

Las caballerizas de las que yo me ocupaba con mi padre antes de mi accidente, están adyacentes a la torre sur, desde lo alto de la cual se accede a las almenas caminando por el adarve, camino situado en lo alto de las murallas.
Hubo un tiempo en el que me gustaba subir por la noche a la almena oeste, desde donde se podía ver todo el patio, las caballerizas y, lo que más me importaba, la torre del homenaje, ya que muchas noches, desde la almena, podía verla transitar por algún aposento a través de las ventanas de la torre. Pero hace ya algún tiempo que no la veo, aunque estoy convencido de que sigue aquí. Tal vez frecuente otra parte del castillo, pero no quiero preguntar por ella para no descubrir mis pretensiones.

Un día tuve que bajar a las cocinas y, al pasar por uno de los sótanos que daban acceso a ellas, cuál no sería mi sorpresa al descubrir, en un sombrío rincón, una puerta disimulada que no había visto nunca, herméticamente cerrada. Imposible abrir esa pesada puerta sin la llave, pero ¿dónde estaba esa llave? ¿quién la guardaba? Examinando más detenidamente la puerta, me di cuenta de que no iba a necesitar la llave, ya que la puerta ¡no tenía cerradura! Eso excitó aún más mi curiosidad. ¡Tenía que abrir esa puerta y ver qué había detrás de ella! Ya había oído hablar de los pasadizos secretos del castillo, pero no había tenido la curiosidad de indagar y descubrirlos. Ahora estaba seguro de que aquella puerta cerraba el paso a alguno de ellos.
Continué hasta las cocinas y me hice con un cabo de vela. Volviendo al sótano con la vela encendida, me dispuse a observar la puerta de cerca, intentando descubrir el modo de abrirla. Decididamente era hermética y estaba perfectamente ajustada a la pared. Comencé a mover la vela de un lado a otro de la puerta, intentando descubrir algún resquicio o ranura que me permitiera introducir algo para forzar su apertura. A cada lado de la puerta, delante de cada uno de los pilares que soportaban el dintel, había un pequeño poyete de piedra. Me subí al de la izquierda con el fin alcanzar con la luz de la vela el dintel de la puerta, pero no descubrí nada que pudiera ayudarme en mis indagaciones. Desanimado por no poder descubrir la forma de abrir esta endiablada puerta y dispuesto a renunciar a mis pesquisas, me bajé del poyete y me subí al de la derecha, intentando descubrir algo. Nada. Decidido a abandonar, me bajé y, al hacer esto, se oyó un pequeño crujido mecánico, seguido del ruido característico de un mecanismo, de unos engranajes...
Comprendí que el poyete de la derecha ponía en marcha un mecanismo, no al presionarlo, sino al liberar la presión. Astuto y...¡maquiavélico!
Al cabo de un par de segundos, la puerta comenzó a deslizarse hacia un lado, introduciéndose en la pared y descubriendo un oscuro pasillo del que solamente se podían distinguir los primeros metros.
Di tres o cuatro pasos hacia el interior del pasadizo pero, conteniendo mi curiosidad, decidí no adentrarme más allá en el oscuro pasaje sin antes inspeccionar más detenidamente, por precaución, el mecanismo de la puerta y conseguir una vela más grande, ya que la que me alumbraba ahora se estaba terminando.
Dando media vuelta salí y presioné de nuevo el poyete derecho, pero no ocurrió nada. Esto me desconcertó un poco, ya que era así como se había abierto la puerta. Pero quizás el poyete izquierdo... Efectivamente, al subirme a él se oyó nuevamente un pequeño crujido y el ruido del mecanismo interno. La puerta comenzó a deslizarse lentamente y se cerró con un ruido seco. Estaba claro: el poyete derecho abría la puerta al liberar la presión y el izquierdo la cerraba al presionarlo.

Transcurrieron varios días de relativa monotonía en el castillo, con el vaivén de turistas, las visitas guiadas por las estancias del castillo, las antiguas cocinas, los fosos, las torres y por todos los lugares en los que estaba prevista la visita pero, por supuesto, nadie hablaba de los sótanos ni de los pasajes secretos, los cuales ni siquiera eran mencionados en los folletos publicitarios relativos a la visita. Si alguien mencionaba la historia de Leonardo da Vinci y de su estancia en el castillo bajo la protección de su gran admirador Francisco I, los guías confirmaban esta historia, pero pasaban por alto los detalles relativos al pasadizo secreto que comunicaba el castillo con la mansión donde había residido Leonardo.

Una tarde me encontraba en el parque, cuando vi acercarse a la enigmática mujer por la que sentía esas mariposas en el estómago. Rápidamente me escondí detrás de unos setos, donde estaba seguro de que no podía verme, pero entonces sucedió algo extraño: al llegar a mi altura, se detuvo durante un breve lapso de tiempo, giró la cabeza y clavó su mirada en el seto detrás del que yo me escondía, como si se percatase de mi presencia, como diciendo “Sé que estas ahí...” Era imposible que me viera, ya que el seto era muy tupido y yo apenas conseguía verla a ella. Tuve la impresión de que su ausente mirada estaba llena de complicidad, como si me conociera de siempre, como si no fuéramos muy diferentes el uno del otro...
En ese momento, en el parque tres jardineros se afanaban en sus quehaceres. Ella pasó casi rozándoles y ellos ni se inmutaron, no parecían haberse percatado de su presencia, lo cual me llamó la atención. Pero al fin puede entrever su rostro, su enigmático rostro, debo decir. No la había visto nunca, pero puedo decir que ya la conocía, conocía esa expresión, estaba seguro, aunque no sabría decir de qué... Era una sensación extraña y especial. Tan especial como ese tenue perfume que ella dejaba tras de sí, casi imperceptible, que no se podía identificar con ningún otro perfume conocido, y que evocaba muy ligeramente a la rosa o... ¿al jazmín quizás? No lo sé, pero lo que es cierto es que ese perfume no hacía sino aumentar el misterio que, para mí, rodeaba a esa persona.

Días más tarde, decidido a investigar el misterio de la puerta, hice acopio de velas y me dirigí hacia las cocinas, a fin de acceder al sótano donde antiguamente se almacenaban los víveres, el vino y demás vituallas, listas para ser servidas en la mesa real, y donde se encontraba la famosa puerta que tanto me intrigaba.
A fin de poder descubrir el funcionamiento y el mecanismo de ésta, me proveí de una pequeña barra de hierro que, pensaba yo, me serviría para bloquear la puerta e intentar acceder a su mecanismo. Así pues, me acerqué, presioné el poyete derecho y, de nuevo, la puerta comenzó a deslizarse hacia un lado. Antes de que ésta desapareciera en el hueco de la pared, introduje la barra de hierro entre la puerta y el pilar, a modo de cuña, con lo que la puerta se detuvo a medio camino, sin abrirse completamente. Esto me permitiría acceder al pasaje y, al mismo tiempo, ver qué clase de ingenioso mecanismo se ocultaba detrás de la puerta. Además, con la puerta bloqueada, siempre podría salir en caso de problema.
Una vez que el hueco me permitió introducirme en el pasaje, cuál no sería mi sorpresa al ver que un tenue resplandor parpadeante salía de detrás de un ligero recodo que había a unos metros de la entrada, zona que estaba completamente a oscuras durante mi primera visita. Alguien había iluminado el pasadizo, es decir, alguien había pasado por allí.
Pasada la primea sorpresa, me puse a observar el mecanismo que había detrás de la puerta, y que hacía que ésta se deslizara hacia un lado. Dicho mecanismo ocupaba prácticamente la mitad superior de la puerta, encajonado en su espesor, que era de unos 12 o 14 centímetros. A un lado, en la pared, se encontraba un contrapeso hecho con varios discos de hierro, el cual, al accionar el mecanismo de apertura, descendía y tiraba de la puerta por medio de una polea, haciendo subir al mismo tiempo otro contrapeso, instalado en la pared de enfrente, que permitía cerrar la puerta en un movimiento contrario.
La puerta era de madera, posiblemente roble, y el mecanismo, que incluía engranajes, bielas y ruedas dentadas, era igualmente de madera e hierro. En todo caso era muy antiguo, quizá de hacía varios siglos, pero era de lo más ingenioso y, seguramente, ideado por una mente excepcionalmente privilegiada, alguien que dominaba la mecánica hasta convertirla en erudición.
En uno de los lados del hueco donde estaba encajonado el mecanismo, se encontraba una pequeña palanca que, como más adelante pude constatar, servía para abrir y cerrar la puerta desde el interior.
Por hoy ya era suficiente. Salí del pasaje, retiré la barra de hierro que me servía de cuña para bloquear la puerta y presioné el poyete de la izquierda. Se oyó el pequeño crujido y la puerta comenzó a deslizarse lentamente hasta quedar herméticamente cerrada.

Han transcurrido varios días desde que la vi en el parque y no la he vuelto a ver desde entonces. He procurado encontrarme en los lugares por donde sé que suele transitar, pero sin resultado. Lástima, porque esta vez estaba decidido a hablarle. Quiero terminar con esta situación, hablar con ella, conocerla, saber quién es, averiguar por qué su rostro me es tan familiar...
Esta noche subiré a la almena para intentar verla pasar detrás de las ventanas de algún corredor o de la sala y después bajaré al sótano para inspeccionar el pasadizo que he descubierto.

He esperado en la almena hasta bien entrada la noche, sin resultado. Además, al estar apagadas todas las luces de la torre, era imposible ver a través de las ventanas, por lo que decidí abandonar mi observatorio y bajar al patio de armas desde donde, pasando a través de las cocinas, accedí al sótano.
Una vez en el sótano, me acerqué a la puerta y seguí el ritual que ya conocía para abrirla. Al hacerlo, como de costumbre, la puerta comenzó a deslizarse hacia un lado. Rápidamente introduje la cuña que había preparado con la barra de hierro, bloqueando la puerta, pues, a pesar de que ésta estaba provista de una pequeña palanca para abrirla desde el interior, no me fiaba mucho de un mecanismo de varios siglos. ¿Qué pasaría si no se abría? ¿El pasaje tenía salida? Mejor asegurar la puerta con la cuña, por si acaso.
Me adentré en el pasaje y me di cuenta, con sorpresa, de que no se percibía ninguna luz como la última vez. Alguien había vuelto a pasar por allí y se había llevado la tea que iluminaba el camino. Decididamente, ese pasadizo secreto no lo era para todo el mundo... Y ese perfume... ese perfume que tanto me había turbado en el parque...
Caminé aún unos metros pero, al no disponer nada más que de una vela, di media vuelta y me dirigí hacia la salida, frustrado por no haber podido penetrar más allá y ver dónde conducía el pasaje. Pero volveré y lo intentaré de nuevo.

Ahora tenía dos inquietudes que rondaban en mi cabeza: averiguar quién era esa enigmática persona de la que me gustaría saber algo, a la que mi limitada capacidad de comunicación me impedía acercarme, y lo que había detrás de esa misteriosa puerta que me obsesionaba.

Dispuesto a descubrir el secreto de la puerta, me dirigí hacia el sótano, no sin antes hacer provisión de un par de velas y una tea. Me acerqué a la puerta y, cuál no sería mi sorpresa al ver que no estaba completamente cerrada, sino que estaba solo arrimada, faltándole 2 o 3 centímetros para cerrarse completa y herméticamente.
Me invadieron dudas sobre si debía dar media vuelta y salir de allí o seguir adelante. Optando por esto último, introduje la palanca que me servía para bloquear la puerta y, haciendo fuerza conseguí deslizar la pesada puerta lo justo para introducir mi mano, mi brazo y todo mi cuerpo. Una vez dentro, empuje de nuevo la puerta hasta dejarla como estaba.
¿Y ahora? Era demasiado tarde para volverme atrás y, además, estaba decidido a seguir adelante.
Iba a encender la vela para ver más claro, cuando me di cuenta de que el pasadizo irradiaba una tenue luz, la cual procedía de detrás del recodo existente unos metros más allá. El suelo era de tierra apisonada y las paredes, así como el techo abovedado, de unos dos metros de alto, eran de piedra caliza. Dejando las velas y la tea en el suelo, empecé a caminar hacia el recodo y al llegar a él vi que la luz procedía de una antorcha sustentada por un aplique de hierro fijado a media altura de la pared. El pasaje seguía en línea recta, por lo que pude ver que más allá, a unos 100 metros, había otra antorcha que iluminaba otro tramo del pasaje. Al llegar a ese punto vi que hasta la próxima antorcha había otros 100 metros aproximadamente y, de nuevo, un recodo. Calculé que el pasadizo, que ascendía ligeramente desde la entrada, debía tener unos 300 metros. Llegué al recodo y al girar pude descubrir otra puerta, pero ésta era muy diferente de la primera, ya que, para empezar, me parecía una puerta normal y corriente, con sus goznes, su pomo y su cerradura normal, pero es que, además, ¡estaba entreabierta!
La abertura dejaba pasar algo de luz procedente del otro lado. Empujé un poco la puerta, la cual hizo chirriar ligeramente sus goznes, e introduje la cabeza por el hueco, intentando descubrir dónde me encontraba. Esperé unos instantes, expectante, para ver si el ligero chirrido de la puerta había alertado a alguien. Nada. Todo estaba en silencio. Decidí franquear la puerta e, introduciéndome en la estancia, pude ver que era una especie de pequeña sala, sin muebles, con una lámpara de aceite en una de las paredes, las cuales, así como el techo abovedado, eran de piedra.
En la pared de la derecha había una puerta, la cual estaba cerrada. Me acerqué, hice girar el pomo y la puerta se abrió en silencio. Un corto corredor me condujo a una especie de vestíbulo, amueblado con un pequeño escritorio y una silla. Sobre el escritorio se encontraba una lámpara de aceite y diversos útiles de escritura, así como algunas hojas en blanco. Pegadas a una de las paredes había otras tres sillas y, en otra de las paredes, una puerta abierta.
Me acerqué y pude ver otro pequeño pasillo con una puerta a cada lado y, al fondo, una escalera de piedra con media docena de peldaños, al final de los cuales se encontraba otra puerta, cerrada, pero que, sorprendentemente, dejaba pasar por debajo ¡la luz del día!
Con esto deduje que esta puerta daba acceso al exterior, seguramente a un parque o un patio. Tenía que encontrar esa puerta desde el exterior, pero no tenía ni idea donde podía estar situada, ya que sabía que había varias puertas muy parecidas que daban al parque. Lo ideal sería hacer una marca, una señal, que me permitiera localizarla en el exterior, pero ¿cómo hacer una marca en el exterior de la puerta estando en el interior? Se me ocurrió entonces que no tenía por qué ser una marca en la puerta misma; podía ser una marca ‘al lado’ de la puerta...
Metiendo los dedos por el pequeño espacio que quedaba entre la puerta y el suelo, conseguí atrapar algunas briznas de la hierba que crecía en el exterior, sin arrancarlas. Con la vela encendida, dejé caer unas gotas de cera sobre las briznas de hierba, empujándolas hacia el exterior seguidamente. Esa imperceptible marca me serviría para localizar la puerta desde el exterior. Volví sobre mis pasos con el fin de averiguar qué había tras las dos puertas del pequeño pasillo, esperando que no estuvieran cerradas con llave.
Acercándome a una de ellas pude darme cuenta de que, efectivamente, estaba cerrada, pero tenía acristalada su parte superior.
Volviendo al pequeño vestíbulo precedente, cogí una de las sillas y me la llevé hasta la puerta en cuestión. Subiéndome a la silla pude alcanzar el cristal de la parte superior de la puerta y ver el interior de la estancia. Se trataba de una habitación cuyo único mobiliario era una cama, una silla, un escritorio y un pequeño mueble-lavabo con una jofaina y un jarro para el agua, así como un espejo. A pesar de que la penumbra envolvía la habitación, mis ojos se acostumbraron a ella, en parte ayudados por la tenue luz de una pequeña ventana enrejada, más bien un respiradero, que una de las paredes tenía en la parte más alta, tocando al techo. La abertura daba al exterior, pero desde mi posición no me era posible ver hacia dónde; solo podía ver que se trataba de un tragaluz que, en el exterior, debía quedar a la altura del suelo.
Me bajé de la silla y me acerqué a la otra puerta. Giré el pomo y empujé la puerta, la cual se abrió sin dificultad, dando paso a una estancia mucho más amplia que la precedente y donde se podía notar que había, o había habido, cierta actividad artística, pictórica diría yo, de la que daban prueba dos caballetes, uno de ellos con un lienzo a medio terminar, y varios cuadros apoyados contra la pared, más o menos terminados.
Pero lo más sorprendente era, de nuevo, ese perfume. Estaba claro que la persona que lo usaba había estado allí recientemente
En una de las paredes, una ventana similar a la de la otra, pero mucho más grande, llegaba hasta el techo, permitiendo que la luz del día iluminara el cuarto. Sobre una gran mesa, varios recipientes con pintura, un gran vaso con pinceles de diversos tamaños y formas, tubos de óleo y un par de paletas, una de ellas... ¡con pintura fresca!
¿Qué significaba aquello? Para alguien (¿para ella?) aquella sala era su taller de pintura. Acercándome a los lienzos apoyados contra la pared pude ver que la pintura no estaba completamente seca. Además, varios de los cuadros mostraban personajes, paisajes y escenas que no me eran desconocidas. Incluso había un esbozo de un rostro de mujer que, a pesar de los escasos detalles del boceto, me recordaba a alguien, pero ¿a quién?
Salí de la estancia, volví al pasadizo, atravesé el sótano y, saliendo por las cocinas, regresé al parque. Me senté en el suelo, apoyado contra un gran roble y me puse a reflexionar sobre todos esos enigmas, sobre esa mujer, sobre mí mismo...

Estaba convencido de que esa puerta del final del pasillo daba al parque, por lo que decidí ir a buscarla y averiguar a donde conducía la salida del pasadizo. Partiendo de un punto determinado, comencé a rodear los muros exteriores del castillo que daban al parque. Llevaba caminado varios metros, cuando, al volver una esquina de la muralla vi una puerta muy parecida, quizás algo más grande que la que buscaba, pero no podía ser ésta, ya que no había hierba en el suelo, sino la tierra de un camino que corría pegado al muro. Esta puerta servía seguramente a los jardineros para guardar sus herramientas de jardinería o para otros menesteres, pero no era la que yo buscaba.
Seguí caminando hasta llegar, una centena de metros más adelante, a otra puerta que podía ser la que buscaba. Además en el suelo había hierba al pie de la puerta. Me arrodillé y busque las marcas de cera que esperaba encontrar, pero nada, no había ningún rastro de cera...

Reanudé la marcha a lo largo del muro. Iba a renunciar, de momento, a mi búsqueda, con intención de reanudarla al día siguiente, cuando en el hueco que formaban dos contrafuertes de la muralla, medio oculta en la sombra, percibí otra puerta de las mismas características que la que estaba buscando. Me acerqué y, mirando de cerca, pude ver algunas gotas de cera en cuatro o cinco briznas de hierba. ¡Por fin, allí estaba la puerta!
Partiendo de ahí, un camino apenas visible entre los arbustos se adentraba en una parte más tupida del parque, conduciendo a una especie de palacete medio oculto entre los árboles y al que era difícil acceder si no se conocía el pasaje secreto, ya desde el parque el edificio no se veía. Éste debía ser Le Clos Lucé, donde se sabía que había residido Leonardo da Vinci hasta su muerte en 1519.
Una parte del misterio estaba resuelta: el subterráneo era el pasaje secreto que comunicaba el Castillo con la residencia Le Clos Lucé. Dicho subterráneo había sido construido por orden del Rey para verse con su admirado Leonardo. Esto aclaraba igualmente el misterio de la sala que había descubierto con los cuadros y los lienzos a medio terminar. Era de suponer que el pintor utilizaba el taller de pintura para trabajar tranquilamente con sus modelos, durmiendo ciertas noches en la habitación que había descubierto en mi precedente visita.

Avanzando por el camino me acerqué hasta poder observar la mansión donde había residido Leonardo da Vinci hasta su muerte. El edificio era señorial y lujoso, de grandes dimensiones, donde Francisco I y su hermana mayor, Margarita de Navarra, pasaron gran parte de su juventud, antes de que sirviera de residencia a Leonardo da Vinci.
La residencia estaba rodeada por un muro de piedra, con una gran puerta cancela que permitía acceder a un pequeño jardín, en el que un camino flanqueado por un parterre a cada lado, conducía a la entrada. Subí la escalinata, me acerqué a la puerta y giré el pomo. Por supuesto, estaba cerrada.
Di media vuelta y, sin salir del jardín, me puse a rodear la casa, curioseando.
Al llegar a la parte de atrás, vi con sorpresa que una de las ventanas estaba entreabierta. Acerqué una carretilla que algún jardinero había dejado apoyada contra la pared y, encaramándome a ella, conseguí ver el interior de lo que parecía un pasillo. Pensé que no sería muy difícil entrar por la ventana, por lo que decidí aventurarme en el interior.
Me subí a la ventana y, sin hacer ruido, salté al interior.
Efectivamente, me encontraba en un pasillo con varias puertas, algunas de las cuales estaban entreabiertas, dejando ver el interior y, al fondo, una escalera que conducía al segundo piso. No vi nada que llamara mi atención: un pequeño salón, alguna habitación, una gran cocina... todo lo normal que se pudiera encontrar en una lujosa vivienda. Asomándome a la última puerta del pasillo, pude ver que se trataba de una especie de sala donde se almacenaba gran cantidad de lienzos en blanco, tubos de óleo, caballetes, pinceles... Todo lo que podía necesitar un pintor.
Sobre una gran mesa, en un rincón de la habitación, había varias maquetas, la mayor parte de elles de madera, representando máquinas y extraños artilugios...
Un gran cartapacio, con las iniciales LdV, contenía esbozos, bocetos y croquis de diversas maquinarias y mecanismos, entre los que creí reconocer el ingenioso mecanismo de la puerta de acceso al subterráneo. Las letras LdV indicaban quién podía ser el autor de todo aquello...
De repente, oí el ruido de una puerta en la primera planta y alguien que bajaba por la escalera. Sus pasos sonaban como los de alguien que camina ayudado por un bastón. Si esperaba allí podían descubrirme, por lo que salí precipitadamente al pasillo, salté al jardín a través de la ventana y, atravesando la cancela, me oculté esperando ver a alguien salir del edificio. Esperé un buen momento pero no ocurrió nada.
Al cabo de un rato, tomando de nuevo la senda que llevaba al castillo, me encaminé hacia la puerta de la muralla que permitía salir y entrar del subterráneo. Me senté en un saliente de la muralla, observando distraídamente la puerta, la cual, aparte de una enorme cerradura, no tenía nada de particular.
Estaba decidido a desentrañar este misterio. Para ello tenía que visitar de nuevo el pasaje subterráneo y sus dependencias. Estaba seguro de que la clave del misterio se encontraba allí.

Llevaba sentado un buen rato, cuando veo que, saliendo de un recodo de la alameda, se acerca la mujer... No sé si me vio o no, pero, me levanté rápidamente y me escondí detrás de un arbusto cercano. Ella, como la vez anterior, al llegar a mi altura giró brevemente la cabeza en mi dirección y siguió caminando. Pero esta vez pude ver claramente su rostro. Ahora creía saber por qué me era tan familiar...
Esa mujer estaba representada en un cuadro que había visto en una sala de los aposentos reales.

Al día siguiente, vagando por el parque, mis pasos me llevaron de nuevo hasta la puerta de la muralla. Al llegar al lugar donde se encontraban los dos contrafuertes vi, con gran sorpresa, que ¡la puerta estaba entornada! Sin dudarlo un instante, penetré en el subterráneo y tiré de la puerta hasta cerrarla casi por completo. Descendí la media docena de peldaños y me encontré en el pequeño pasillo que daba acceso a las habitaciones.
Me acerqué a la habitación que parecía servir de taller de pintura y me puse a examinar de nuevo los cuadros a medio terminar. Al observar el cuadro de la mujer que había llamado mi atención por recordarme un rostro conocido, pude ver que lo que era un boceto en mi primera visita, era ahora un cuadro muy retocado, casi terminado, como si su autor hubiera estado trabajando en él durante todo ese tiempo.
De repente oí el ruido de una puerta. Salí rápidamente de la estancia, llegué hasta la protectora penumbra del vestíbulo y me oculté detrás del pequeño escritorio, desde donde podía ver una parte del pasillo y la puerta que permitía acceder al parque.
Alguien descendía los peldaños viniendo del exterior. El ruido de sus pasos era el mismo que el de la persona que oí bajando la escalera en la residencia, con el característico sonido que produce un bastón al golpear el suelo. Su aspecto era el de un hombre de bastante edad, con una abundante cabellera blanca y una larga y espesa barba, blanca igualmente.
¡No podía dar crédito a mis ojos! Yo conocía perfectamente a ese hombre, ya que había visto varias veces en uno de los salones del castillo, un cuadro que le representaba y que indicaba su nombre: Leonardo di ser Piero da Vinci, ¡Leonardo da Vinci!
No podía ser. ¡Estamos en pleno siglo XXI y Da Vinci murió en 1519!
El hombre siguió por el pasillo y, en lugar de entrar en la habitación donde se encontraban las pinturas, continuó hasta llegar al vestíbulo donde yo estaba escondido. Pensé que me iba a ver, pero no fue así. En todo caso, si me vio, no se sintió perturbado por mi presencia.
Se acercó al pequeño escritorio, tomó la lámpara de aceite y, dando media vuelta, se fue por el corto pasillo, dejando tras de sí un leve soplo de aire frío que permaneció unos instantes en la estancia después de que él desapareciera. Al llegar a la habitación, abrió la puerta y desapareció tras ella. El misterio, en vez de aclararse, se complicaba cada vez más.

Tras unos instantes de espera, salí del vestíbulo y, atravesando la pequeña sala, llegué a la puerta que daba acceso al pasaje subterráneo. Después de recorrerlo, llegué ante la puerta con el famoso mecanismo, del que ya había descubierto la forma de abrirlo desde el interior. Accioné la pequeña palanca y la puerta, como esperaba, se deslizó hacia un lado con un pequeño ruido. Una vez en el exterior del pasaje, presioné el poyete de la izquierda y la puerta se deslizó hacia el otro lado hasta quedar completamente cerrada.
Empezaba a ver algo más claro. Era evidente que Leonardo da Vinci, aunque residiendo en Le Clos Lucé, había utilizado para pintar las habitaciones que yo había descubierto, pero de eso hacía varios siglos. Entonces ¿por qué la pintura estaba fresca?

Salí al exterior y me senté en un banco del parque, intentando descifrar todos estos enigmas que no conseguía esclarecer. Estaba absorto en mis elucubraciones cuando vi que, a lo lejos, se acercaba la enigmática mujer.
Me levanté rápidamente y, antes de que pudiera verme, me oculté detrás de unos matorrales hasta que vi que ella, tomando el camino que se dirigía al castillo, penetraba en él por una de las puertas que daban al parque.
Decidí seguirla de lejos y, una vez en el patio, vi que se dirigía hacia las cocinas. Esperé unos minutos y, a mi vez, me encaminé igualmente hacia las cocinas con el fin de acceder al sótano y a la famosa puerta secreta. Me acerqué, presioné el poyete y, una vez más, la puerta cedió deslizándose a un lado. Me adentré en el pasadizo y lo primero que advertí fue ese tenue perfume indefinible que ya había notado en el parque tras el paso de esa mujer. Me pareció notar igualmente un ligero aire más frío que las veces anteriores...
Seguí avanzando por el pasaje, ahora tenuemente iluminado por una de las teas de la pared, hasta llegar ante la puerta del pequeño vestíbulo y a las habitaciones inmediatas a él. Atravesé el vestíbulo y empujé la puerta del pequeño pasillo que daba acceso a las dos habitaciones y a la puerta del fondo, la de salida al parque. Pasando por delante de la puerta de la habitación, pude constatar que seguía cerrada. Seguí hasta la puerta de la sala de pintura y ahí...

¡Mis ojos no podían dar crédito a lo que estaban viendo!
Sentada en una silla estaba una mujer, que no era otra que la yo había visto varias veces en el parque, en los salones, a través de las ventanas, desde la almena por la noche... así como en uno de los cuadros de los aposentos reales.
Frente a ella, dándome la espalda, se encontraba, de pié, un hombre con una abundante cabellera blanca, delante del cual había un caballete y, sobre éste, un cuadro representando a la mujer, que le servía de modelo.
Ella clavó en mí su mirada y me sonrió leve y enigmáticamente, con una sonrisa que tampoco me era desconocida. El hombre, al darse cuenta, giro la cabeza, me miró y, sin dar muestras de sorpresa, como si yo fuera transparente, tomó su paleta y siguió retocando el cuadro tranquilamente con sus pinceles.
A cualquiera que hubiera observado la escena le habría llamado la atención la falta de reacción de los personajes. Mi sentimiento era otro: a mí me dio la impresión de que mi irrupción en la sala no les había extrañado en absoluto, como si me esperaran, como si nos conociéramos de toda la vida, como si la situación fuera normal...

Por un lado, yo intuía quién era esta mujer, pero la cordura y la lógica me decían que no podía ser. Al verla, un nombre me vino rápidamente a la mente: Gherardini, Lisa Gherardini, la mujer que, al igual que Leonardo da Vinci, estaba representada en un cuadro en uno de los salones de los aposentos reales. Pero Lisa Gherardini no era otra que ¡La Gioconda!
Leonardo, la Gioconda...

Tras permanecer unos segundos inmóvil observando la escena y ante la pasividad de los personajes, retrocedí, salí al pasillo y me quedé allí, apoyado contra la pared cavilando e imaginando miles de cosas.
¿Esto quería decir que la mujer que he visto todo este tiempo deambular por el castillo, por el parque, en los salones... era La Gioconda? Dicho de otra manera, ¿acaso acabo de contemplar a Leonardo da Vinci pintando su cuadro más famoso, La Gioconda? Algo no cuadra en todo esto. ¿Cómo puede ser que estos dos personajes se encuentren entre nosotros? ¿O es que yo...? Tiene que haber una explicación.

Di media vuelta y, tomando de nuevo el pasaje, llegué al patio del castillo.

Rápidamente me dirigí hacia el ala del castillo donde se encontraban los aposentos reales y, efectivamente, en una de las salas estaba el cuadro en el que estaba representada una mujer que no era otra que la mujer que tanto me intrigaba, aunque cada vez menos.
Bajo el cuadro figuraba un nombre: Lisa Gherardini, es decir, la Mona Lisa, o sea, La Gioconda. ¡Ese era el rostro y esa era la sonrisa que me eran tan conocidos!
Me dio la impresión de que el cuadro no estaba completamente terminado, como si se tratara de una primera versión, antes de la definitiva. Se sabe que Leonardo da Vinci se trajo el cuadro de Italia en 1517 y siguió retocándolo hasta su muerte en 1519, quizás haciendo varias versiones de él hasta quedar satisfecho con el resultado. Sí, pero de esto hacía varios siglos...

Al día siguiente, dispuesto a averiguar algo más, decidí visitar la biblioteca del castillo donde, además de la historia de todos los reyes que habían residido en él, podría ver todo lo acontecido desde su creación, siglos atrás.
En un viejo, pesado y polvoriento volumen estaban consignados todos los hechos importantes acontecidos en el castillo. Avanzando a través de sus páginas, llego hasta el año 1500. Francisco I sería rey de Francia 15 años después. En el libro se menciona su interés por la difusión de las ideas del Renacimiento, y se dice que encarga numerosos trabajos a varios artistas, a los que hace viajar a Francia, entre ellos Leonardo da Vinci, por el que Francisco I manifiesta un verdadero afecto, nombrándole “Primer pintor, ingeniero y arquitecto del Rey”. Le instala en la mansión “Le Clos Lucé”, donde reside los 3 últimos años de su vida, rodeado de sus alumnos, y le atribuye una pensión de 2.000 escudos. Leonardo aporta de Italia varias de sus obras, entre las que figura “La Gioconda”, cuadro que se supone retocó varias veces en esa residencia hasta su muerte.
Se hace mención de un subterráneo que comunica la Residencia Le Clos Lucé con el castillo real de Amboise, subterráneo que permite a los dos hombres verse diariamente. El libro relata en detalle las conversaciones del Rey con Leonardo, así como las cacerías y diversos eventos, más o menos importantes, ocurridos en el castillo. Algunas páginas más adelante, vuelve a Leonardo para describir su muerte el 2 de mayo de 1519 en su habitación de la Residencia Le Clos Lucé.

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Si Bruno hubiera seguido leyendo, habría visto que, unas páginas más adelante, el libro mencionaba un desgraciado accidente ocurrido en 1793, en el que “un aprendiz palafrenero muere como consecuencias de las heridas sufridas al recibir una coz en la cabeza...”

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Jlposadilla28 de septiembre de 2020

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