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El Velorio de Arturo Casas

Nadie quiere morirse a las cuatro de la mañana en un pueblo donde los rumores no corren si no por las mañanas, donde los gallos no cantan si no hasta las seis y las almas en pena todavía duermen de su borrachera de anteanoche.
Pero Arturo Casas siempre fue un porfiado y cascarrabias, o almenos así lo definió su mujer frente a la demanda que el municipio del poblado presentó cuando Arturo robo y escondió todos los gallos para darle rienda suelta a su siesta de las dos de la tarde.
Aquella madrugada fue calurosa, las moscas se estampaban sobre el húmedo del mortero de barro y paja que erguían la casa de adobe. Sobre el polvo y la piedra gris las luciérnagas de verano caían fusiladas una a una haciendo de la noche poco mas que una boca de lobos, - si no fuera por la luna- repetía Amanda Casas mirando por la estrecha ventana hacia el cielo de verano. –Ya! Mujer déjame morir en paz- -No seas porfiado Arturo, nadie quiere morirse a las cuatro de la mañana- y Arturo volvía a refunfuñar en voz baja frente a una esposa que no le dejaba morir aun.
Tejiendo al croché en la habitación, sentada junto a la cama Amanda divagaba en pensamientos de velorio y Arturo asimilaba el calor de enero junto a la fiebre y la tos de la tuberculosis que le afectaba.
-Aguántate un poco mas que a las cinco se levanta pedro, sin el violín de el no podemos empezar el velorio- Arturo volvió a maldecir su desdicha, Amanda se levanto y puso la pava de latón a hervir sobre la anticuada salamandra que hacia mas insoportable el calor.
El tren de las cuatro y veinte arribo dejándose oír desde la habitación del moribundo, Amanda salio a la puerta y se paro en el umbral, sabia que aquel además de carbón a veces traía gente extraña de otros poblados y eso era algo que le apasionaba, conocer gente. De echo frente a la descascarada casa de adobe había un cartel estaqueado que decía “Posada”.
En breves minutos cuatro soldados rasos que estaban de paso se acercaron buscando donde resistir la noche.
Amanda los acomodo en los sillones de la habitación donde no dejaba morir aun a su esposo y con alegría como si la posada ofreciera cena y show les dijo – A las cinco tenemos velorio, pueden rasurarse en el baño y en el placard hay ropa limpia- los soldados asintieron agradecidos.
La pava de latón hirvió y el te de eucaliptos fue servido para seis, Arturo la miro a los ojos, le entrego la taza y ya exhausto le dijo –Mujer loca como tu, pero ni en la otra vida- y esas fueron sus ultimas palabras, los cuatro soldados entre sorbos de te le dieron el pésame a Amanda y ella le dio un beso en la frente a su difunto esposo.
A las cinco y diez llego pedro con el violín, al ritmo de la melodía comenzaron a concurrir los vecinos, algunos traían pan casero, otros dulce de arandanos, otros las ganas de comer y otros, como los difuntos de antaño fe de baile y diversión. El cura dio su ya conocido show, donde sacaba por debajo de la manga de la sotana un pato que le picoteaba el dedo a algún ebrio incauto. Se desato entonces el velorio mas ruidoso que el pueblo tuvo.
Cascarrabias y porfiado pero un muerto educado pensó Amanda con una sonrisa recordando a su esposo de toda la vida.
Juanmjuanm08 de diciembre de 2010

1 Comentarios

  • Meysahras

    Buenas! gracias por comentar mi texto. Tu cuento me recordó a las novelas de García Marquez. No sé si los has leído, pero te recomiendo leer "Cien años de soledad" y "crónicas de una muerte anunciada". Saludos ;)

    24/01/13 07:01

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