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Quince Sexuagésimas Partes de un Minuto

Bueno, les contaré cómo me resultó este rayo en la frente al estilo Harry Potter.
Resulta que contando yo la media docena de años, alumno de primer grado, estaba junto con mis compañeros de curso en el salón comedor de la escuela.
Realizábamos alguna tarea en conjunto que no recuerdo. Promediaba el gobierno de Alfonsín, el Plan Austral se había lanzado el año anterior con resultados impensados al día de la fecha. El equipo maradoniano era el campeón del mundo. En mi psiquis todavía inexperta (lo sería por muchos años más), se entremezclaban aún la perfección del mundo y los poemas de aficionado. Eso quería plasmar en mi obra de ese día. Pero no pudo ser.
En eso acontece un suceso inesperado para mí, pero no para sus ejecutores.
Dos jóvenes mozalbetes, duplicando mi edad según mis irrisorios cálculos posteriores al desastre, rodeaban mi rollizo cuerpo con sus brazos, devenidos en garras que ejecutaban un siniestro plan.
¿Qué buscaban estos desdichados? ¿Quizás pasarme a mí su desdicha, sus deseos incumplidos, como un chivo expiatorio y con maquiavélicas formas? Eso no lo supe en su momento y aún no lo sé, y el transcurso de los años hizo olvidar la búsqueda.
Sacáronme de mi lugar, establecido desde el comienzo del relato, quitándome junto con él la inocencia. Como dije, en esta acción violenta zamarreáronme, burláronse y jodiéronme. Ninguna autoridad cercana evitó el hecho aberrante. Entonces, en un dejo de audacia, y no sé si decir valentía o cobardía, zaféme, logrando liberarme de los brazos que con cruel desprecio y mayor fuerza me sujetaban.
Entonces ideé un plan. Si el peligro, que representaban esos dos niños, era cierto y latente, pasaría próximamente a una realidad, si decidían seguir concretando el plan de acción de fastidiarme incrementando su rudeza. Supuse, en mérito a la experiencia vivida en ocasiones anteriores, que de la simple amenaza al daño en mi cuerpo que suponía verme sujetado de las extremidades superiores se pasaría a impactos con golpes de puño, cuando no de patadas y otras opciones de la imaginación maligna del ser humano.
Decidí alejarme de esta posibilidad, que aunque no era total y fatal, sí lo era posible y probable. La vía más sencilla era razonar en sentido de la física: siendo la cercanía entre mis captores y yo de cero, debía ampliar este horizonte, en vías de alejar la dañosidad inminente, aunque repito, no segura.
Siguiendo la regla de medición de longitud europea, pensé que mientras esté más alejado del factor de peligro el hecho dañoso sería menos posible, por lo que opté por la ampliación métrica de la distancia entre los muchachones y yo.
¿Cuál sería esa distancia apropiada? Este pensamiento no dejaba de obsesionarme, pero deduje que la mayor que pudiera conseguir, siempre y cuando quedara dentro de los límites del país, evitando así problemas migratorios, estaría dentro de lo aceptable.
Pero también pensé que si bien esto era parcialmente cierto, no podía responsabilizar a una institución que hace de la educación un templo, por el alejamiento de uno de los miembros de ella. No debería alejarme entonces, de los límites de la escuela, para evitar una reprimenda sancionatoria que podría ser mayor al daño que pudiera evitar de los atacantes, aunque de otra especie.
La cuestión en ciernes era el método a aplicar para obtener esta distancia prudencial. Haciendo un recuento de mis medios, observé para mi indignación que sólo contaba con la tracción humana. Las opciones entonces se reducían al valioso aunque mal ponderado uso del cuerpo como elemento para el escape.
De todos mis órganos y tejidos, las que me eran más idóneas eran las extremidades inferiores, que sin haber sido atacadas por los bravucones, salían en defensa de las superiores, que sí habían sido atacadas pero sin merma de su rendimiento. Aún así, éstas últimas no eran más útiles que las primeras, dada la historia evolutiva de la especie homo sapiens y características anatómicas desfavorables. La vía pedestre era la que debería utilizar.
Viendo que mi propósito de esta manera podría verse concretado, mi alma sintió regocijo. Poniendo el plan en acción, comencé a mover los pies. Éstos, empezaron primero a separarse de la superficie terrestre, en forma alternada. Por cada elevación seguía un descenso, pero con la característica de que del punto en que comenzaban a elevarse a la atmósfera y el que descendían a la superficie terrestre había una distancia de más o menos un metro. A su vez, si es posible unir imaginariamente esos puntos, se podría haber trazado una línea más bien recta en relación a los sujetos agresores.
El plan estaba dando resultados. Ningún obstáculo se imponía entre mi persona y los puntos de la recta que estoy describiendo, a la vez que en consideración a la velocidad inicial de mi partida, la masa de mi cuerpo iba adquiriendo cada vez más aceleración, lo que llevaría necesariamente y en razón de lógica física, a terminar en menor tiempo el fin propuesto.
Pero un pensamiento funesto vino a mi mente: ¿A pesar de todos los cálculos, la distancia entre los factores agresivos y mi persona, se estaba ampliando? ¿O, en mi ilusión infantil, era sólo una invención, una mentira de los sentidos? ¿Acaso la maldad, vestida de niño ese día, me seguía los pasos y la distancia no era tan amplia como imaginaba?
Si bien todo iba acorde a lo propuesto, debía efectuar una medición para evaluar el cumplimiento o no de mis metas. No sea que en balde estuviera especulando con la salida del terror y me viera envuelto en una sátira que podría ser vista por los concurrentes en el comedor escolar.
Entonces, siguiendo con la vía recta de escape trazada de antemano, torcí la mitad superior del cuerpo, rompiendo de esta manera la observancia del frente, de mis metas y mi futuro. Todo esto, sin interrumpir la marcha hacia el éxito, y mientras la mitad inferior seguía con su tarea. Para mi tranquilidad, noté que la visión corría su espectro a la par de la mitad superior de mi cuerpo, razón por la que pude divisar en la lejanía a mis captores. O al menos eso pensé, pues la violencia con la que iba adquiriendo velocidad supuso una distorsión de mi centro de equilibrio, por lo que el sentido de la vista se me hacía difuso y extremadamente móvil en la distancia superior a los dos metros. A su vez, ellos habían mantenido el estado de reposo, por lo que el punto A que representa la partícula de mi cuerpo y el punto B del de ellos estaba cada vez más alejado.
Esto me llevó a dos conclusiones:
Primero, el plan marchaba con éxito, lo que en mi mente infantil predispuso a motivarse para tareas de mayor envergadura, siempre a futuro. La planificación iba llevando la concreción de mis metas, mi vida estaba siendo salvada, a la vez que mi integridad física y moral. Esta última era más bien relativa, puesto que en lugar de enfrentar a mis rivales estaba escapando, pero igualmente me creí salvado ante mis pares, puesto que ellos entenderían la crueldad y saña con la que era amenazado por los vándalos.
Ahora bien, la otra conclusión a la que arribé es que la distancia que ya había adquirido para esos momentos era considerable para nuestra finitud de menores de edad, y suficiente en mi búsqueda de exilio. Nada podía evitar que yo estuviera salvado, y a estas alturas debía terminar la tarea emprendida, pues ya no necesitaba mayor distancia.
Ahora bien, así como dispuse este plan de acción, había que planificar la salida de él. Sería el camino inverso, pensando la desaceleración del cuerpo al estado de reposo y finalizado éste, ver las opciones a seguir para preservar mi integridad física, ya sea mediante la denuncia a la autoridad de turno de la fechoría cometida por mis ejecutores, o presentarme a los mismos para aclarar cuentas, con la esperanza que los salvajes entendieran la fuerza de la diplomacia.
Pero antes que nada, debía frenar la marcha. Luego vería, ya con más tiempo, las citadas opciones.
Entonces decidí girar el torso hacia el lado inverso del movimiento anterior, de manera que mi parte superior estuviera alineada con la inferior, como al comienzo de mi rauda partida. Procedí a llevar a cabo este primer paso, cuando noté que el radio de visión acompañó a mi parte superior, por lo que los objetos de frente a la recta que estaba formando mi recorrido se me hicieron visibles.
Allí fui cuando vi el pliegue del suelo que, elevándose a los cielos pero limitándose al techo, forma lo que el vulgo llama “pared”. Ésta, a su vez, tenía una particularidad: si la recta que estaba formando con la unión de los puntos de mi recorrido continuaba su curso, cortaba en forma perpendicular a dicho pliegue, por lo que de continuarse, mi cuerpo llegaría fatalmente al encuentro con el mismo. Además, la pared en ese punto de intersección contaba con un refuerzo para el sostén del techo, o columna.
En ese momento, todos los pensamientos se agolpaban como queriendo dar a entender la proximidad de un peligro. Según una de las normas básicas de la física, asequible a cualquier mortal, sea humano o animal, dos cosas no pueden estar ubicadas en el mismo espacio. De ser este axioma cierto (y lo es, si no, no sería un axioma), y de continuar el rumbo trazado por la trayectoria, el encuentro sería fatal con la dicha columna, aconteciendo sucesos no deseados por nadie que cuente con sentido del dolor.
Para evitar esto, debía proceder inmediatamente a abortar el escape, aunque debo decir en realidad que la inercia acumulada en mi masa por la aceleración consecuencia del aumento de velocidad sumada al corto trayecto que distaba de la columna daba escasos visos de esperanza.
Entonces sucedió. Ya no había plan alternativo para pensar. El impacto no se hizo esperar. El punto del cuerpo que tocó la columna fue la parte más próxima a ésta de mi cabeza, dada la posición sobresaliente con respecto al resto de mi humanidad. Debido al golpe, la masa inercial se detuvo, pero a su vez provocó el desplome hacia el suelo.
No recuerdo haber sentido dolor en el lapso de uno o dos segundos. Sí sentí la fuerza del brusco cese de la marcha, junto con el ruido del impacto. Luego sí aprecié un ardor en la frente, la sensación de la cabeza partida, los sueños rotos y la partida rauda al hospital.
Allí me hicieron cinco puntos de sutura, que sentí uno por uno.
Así es cómo recuerdo, con lujo de detalles, los hechos que marcaron por siempre mi frente, como una recordación indeleble de que en la vida no se debe ser tan boludo.
Khas09 de julio de 2008

5 Comentarios

  • Mejorana

    Seguro que no lo olvidar?s nunca Khas.
    Qu? susto.

    Eso me pas? a mi una vez con un cami?n, menos mal que el golpe fu? de costado.
    Saludos.

    09/07/08 08:07

  • Khas

    Lo peor de esto es que es verdad...

    16/07/08 04:07

  • Khas

    Ma' que susto ni susto!
    QUE DOLOOOOOR!!!

    30/07/08 09:07

  • Emo

    Eso te pasó por nabo

    19/07/09 07:07

  • Ichi

    Uuhhhh, que gil, que va ser... el tiempo ayuda a olvidar.

    19/07/09 07:07

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