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Perdon

¡PERDON!
Un homenaje a mi padre, escrito por él en 1944.
¡Qué soledad la de un cementerio! Alineados en filas interminables, vemos los sepulcros que nos hablan de pasados tristes y gloriosos. Aquí una cruz raída, e inclinada por el tiempo, junto a unas flores, con más espinas que flores, cubre sin duda lo que fue un ser desgraciado. Junto a ella un mausoleo gigante, grabado con letras de bronce, con una enorme loza de mármol blanco y limpio, que nos habla de un aristocrático personaje. Pero sin duda fue devorado por los mimos gusanos que el desgraciado.
Allá vemos los cipreses balancearse tristemente, como al son de una música macabra y apenas perceptible. Un denso follaje cubre el suelo por donde se arrastra una serpiente. Los pájaros atraviesan aquel lugar sombrío sin pararse, sin posarse en los cipreses, como esquivando aquel triste rincón, precavidos ante tan sombrío lugar.
Se oyen los golpes secos del azadón del enterrador; a un ritmo acompasado, provocando un lúgubre eco en aquel lugar desolado. Es un hombre de rostro largo, tostado por el sol; sus manos, gigantes y fuertes, de largos dedos y su cuerpo, alto y desgarbado, de caminar simiesco, le dan un aire de fantástico ser mitológico.
Junto a una modesta lápida, cuyas letras el tiempo ha borrado, hay un hombre arrodillado, que musita una oración, fijos los ojos en ella, como escudriñando su interior. Tal vez reposen allí los restos de una mujer que durante muchos años fue su compañera.
Al fondo, una pequeña capilla. En su interior y en su único altar, un cristo crucificado. Cuatro velas alumbran eternamente el sagrado recinto. A la izquierda, una imagen de la virgen, eleva su mirada a su hijo crucificado.
Salgo del pequeño recinto, y las sombras del atardecer comienzan a extenderse; parece que allí, en aquella triste mansión de los muertos, se hace de noche más pronto. El cielo se cubre de nubes plomizas y cae una lluvia casi imperceptible.
Ya no suena el triste eco que provocaba la azada de aquel sepulturero; junto al nicho ya no está la figura arrodillada del que musitaba la oración. Ahora, un viento huracanado sopla con fuerza y los cipreses ya no se mueven levemente, sino con desesperados balanceos. Los pájaros están en sus nidos, ya no vuelan entre los árboles.
La noche, ha caído y ha envuelto en tinieblas aquel lugar. El viento y la lluvia han arreciado y hasta las cuatro velas de la capilla han dejado de alumbrar al crucificado. Pero un relámpago ilumina de repente el rostro del hijo de Dios. Que ahora parece haber abierto los ojos y como elevados al cielo, entre el huracanado viento, parecen oírse sus palabras: ¡padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen!
(Escrito por Laureano Ramírez Rodríguez, mi padre, y fecha do en Madrid a 26 de mayo de 1944. Estaba acuartelado en plena II Guerra Mundial y tenía 23 años. Imagino cómo debía ser su estado anímico en aquellos tiempos de muerte y devastación. He encontrado un librito con reflexiones y relatos de este tipo y todos ellos están impregnados de tristeza y pesimismo. Era la Guerra).

Laureanoramirez05 de mayo de 2017

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