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Sombras Chinas

Y me miré las manos, Óscar Castro. Y no vi nada. Una línea de la vida demasiado larga cuando más, y esa especie de brotes en que la piel de la palma parece resquebrajarse indefinidamente. Y una piel reseca, y unos dedos largos, grumosos, demasiado nervudos y atacados por breves explosiones de padastros. Mis manos.
Y es que aparte de los signos atávicos de una cultura pretenciosamente formalizada por la educación e idiotizada por la tecnología: el callo en el borde superior del dedo medio (huella hereditaria del lápiz presionado en horas interminables de círculos y líneas aprendiendo a escribir para seguir escribiendo toda la vida, en el sentido más lato de la palabra) y el de la esquina inferior de la palma izquierda o derecha, según sea su cariño (de tanto buscar apoyo para arrastrar el mouse en vistas al control), ¿qué más? Ningún vestigio de nada que hable de la vida pasando, con su movimiento perpetuo, con su perpetuo padecimiento de alegrías y penas, a través de ellas. Alguna vez las yemas de mi derecha brillaron con otro tipo de callosidad, la de las cuerdas de la guitarra, antes, cuando aún dedicaba tiempo y esfuerzo, alguna que otra tarde, a ese pasatiempo; aún puedo sentir la diferencia de textura entre esas yemas y las de la otra mano, si las acaricio un poco, pero eso es todo: los vestigios de esa tardía afición no parecen haber persistido mucho más que mi entusiasmo inicial. De tarde en tarde, cuando la nostalgia me empuja y me vienen ganas (quién sabe de dónde), vuelvo a sentarme y tocar, pero la presión de las cuerdas duele un poco, como en los tiempos de aprendizaje.
Vean. Ahora son más grandes, más extrañas. Abiertas hacia mí, parecen mirarme, aquí están las señales, dicen, aquí están. ¿Las señales de qué? Yo no veo nada. Y me miré las manos. Claro que te las miraste, Óscar, ¿cómo no te las ibas a mirar si te sobraba tiempo? Si estaban vacías del mundo que contemplabas y que pasaba ante tus ojos. Por eso te las mirabas. Porque eran extrañas, incluso para ti. Escriben. Es lo único que hacen medianamente bien. Escribir. Y me miran. Distantes.
¿De quién serán en realidad? Ni siquiera el rastro de la pasión, o de otra piel, ni de las caricias, han logrado grabarse en ningún rincón de ellas. Casi en la línea de los cuarenta deberían ser la ruina de algo o el recuerdo de una que otra noche perdida en el tiempo. Pero no. Aunque si se las mira bien, así tal cual, casi inmaculadas de rastros vitales (esos que duelen o laceran), tal vez sean el corolario de toda una ruina, la ruina de un vacío mudo, eso, y sea esa extraña mudez la que dé cuenta de lo otro, de lo que no fue, de lo que ya no es. ¿Qué peor ruina que aquello que nunca logró siquiera ser algo? La ruina absoluta. Sí. Si se las mira con atención, si se detiene uno en su vacuidad de manos que no dicen nada. Aquí están las señales, aquí están.
Aquí. ¿En esta breve mancha, como una línea en forma de hoja otoñal? Una leve quemadura de hace unas semanas, nada más, que desaparecerá sin dejar rastro. ¿En su palidez, su fina rugosidad y resequedad? Pero ¿dónde están las señales de las agobiantes quinientas horas semanales, Nicanor? ¿Dónde están las manos que tengo que observar? ¿Son estas? ¿Estas? Los rastros de tiza no las encanecieron, demasiado breve fue su affair con ellas. Para qué hablar de las pizarras acrílicas y las manchas de plumones, demasiado endebles, fugaces, no dejan marcas de ningún tipo. Ni una zíngara podría leer nada en ellas, Nicanor, date con una piedra en el pecho bufón pretencioso, estas no califican ni para un autorretrato. Observad estas manos. Claro. Observad.
Si olieran a algo, al menos. A algo menos mustio que su propia palidez. Decoloradas de toda sustancia olfativa, parecieran ser un residuo permanente de sí mismas y de este cuerpo, que se niega a reconocer su propio aroma. Siempre es así, en realidad. ¿Quién reconoce su propio olor al fin y al cabo? ¿El olor de un jabón, de una colonia? No. Ni siquiera ese lujo han sido capaz de darse a sí mismas. ¿Para qué? Cuando la vida pasa sin dejar rastro, la huella del propio olor es intrascendente, así, literalmente intrascendente, una vacuidad impensable. Un solo aroma se ha definido en el transcurso de los años en ellas, poderoso, inconfundible, íntimo: el olor del propio sexo. En las noches, en la soledad de las mañanas o en las calurosas tardes de verano, cuando el viento hace sonar el follaje de los árboles en el patio y la casa está casi en completo silencio, ellas han buscado ese aroma. Es el único aroma que parecen distinguir de este cuerpo. Enervante, tibio e insidioso, se abre paso hacia ellas que lo toman y se hunden en él, exprimiendo su dolorosa vitalidad con dulce cautela o furiosa desesperación para poder decir que estuvieron allí alguna vez. Y escribir que el aroma de la vida pasó por ellas, que quedó en ellas para siempre.

Lobosluna28 de enero de 2009

2 Comentarios

  • Mejorana

    Yo creo que mis manos son m?as y solo m?as.
    Nunca lo he dudado.

    Me das una gran alegr?a cuando apareces Lobosluna.

    Espero que no desaparezcas.
    Un abrazo.

    28/01/09 07:01

  • Lobosluna

    Gracias Mejorana, mi fiel amiga. A m? me da alegr?a saber que sigues creyendo en m? a pesar de mis desaparecidas tan largas. Este texto es extra?o extra?o. No s? qu? sentir por ?l ni c?mo calificarlo. Todav?a lo miro, como a mis manos, un poco extra?ado. ?T? qu? opinas? Sin miedo lanza la piedra, amiga. Un abrazo.

    29/01/09 05:01

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