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Verdad

La supuesta fortaleza que, se suele decir, debemos tener ante la verdad y para la verdad no es un mero decir, sino que es la esencia primordial de la actitud que nos devuelve o nos instala en ella. Dicha fortaleza no consiste en otra cosa que en una verdadera apertura hacia la verdad misma, donde apertura, como una disposición, no le atañe enteramente u originariamente a un darse cuenta intelectivo. Muy por el contrario, es el darse cuenta intelectivo el que tiene su propio fundamento en la apertura hacia la verdad.

Solemos creer que si nos damos cuenta de un error u omisión, estamos plenamente o, por lo menos, tenemos posibilidades de estar en la verdad de algo, o ante la verdad misma de una situación. Del mismo modo, creemos hacernos con la verdad o acercarnos a ella, cuando nos percatamos del verdadero sentido de un hecho y de la verdadera actitud que deberíamos tener ante dicho hecho. Por ejemplo, cuando tenemos una actitud egoísta hacia alguien que amamos y, después de reflexionar mucho, nos damos cuenta de nuestro error ante dicha persona y de nuestra propia actitud egoísta. Entonces solemos creer que hemos descubierto una verdad, nos hemos enfrentado a ella. Y así es. Pero, no siempre este darse cuenta de algo atañe a la verdadera esencia de la verdad. Es cierto que el darse cuenta, reflexivamente, es una consecuencia necesaria del ámbito en que se nos abre una verdad, o la verdad, sin embargo, esto no implica que el mero darse cuenta contenga la apertura hacia la verdad. Darse cuenta de una situación, por claro que muestre nuestro propio error, no quiere decir que, necesariamente, estoy en la verdad o ante ella. Toda apertura hacia la verdad nos hace, necesariamente, darnos cuenta, pero no todo darnos cuenta indica que estemos en la verdad y su apertura.

Es difícil, tal vez, comprender este trabalenguas y, sin embargo, podemos acercarnos a él desde las situaciones más cotidianas. Por ejemplo, un amigo, en un acceso de rabia, trató injustamente a alguna persona que amaba; uno puede hablar con él y hacerle ver (darse cuenta) de su error y descubrir la verdad de dicha situación. El puede llegar a darse cuenta perfectamente de este error y pedir disculpas a la persona perjudicada; pero, al poco tiempo puede volver a caer en un acceso de rabia y repetir la misma injusticia. ¿Podemos decir que este amigo comprendió en realidad la verdad de la que se dio cuenta al hablar con él? Uno generalmente pregunta, ante situaciones que ve que no prosperan mucho y, al contrario, incluso empeoran en la vida propia (en la relación con otras personas, etc.): ¿qué debo hacer?, ¿cómo debo comportarme? El sólo hecho de preguntar esto puede indicar que no vemos o estamos muy lejos de la verdad. Preguntar esto no indica, necesariamente, como comúnmente se cree, que estemos en camino hacia la verdad. Podemos estarlo claro, pero ¿qué asegura que lo estemos realmente? Muchas veces, el preguntar repetidamente esto, es sólo una excusa para no acercarnos en definitiva a la verdad misma. Y esto ocurre porque estar en la verdad no es tarea fácil y, muchas veces, todo nuestro ser busca formas sutiles y muy eficaces para no enfrentarnos a ella.

Generalmente, el darnos cuenta de una verdad nos hace actuar de forma correcta o, dicho de otra forma, tomar el rumbo más adecuado en el actuar cotidiano. Pero no siempre, como se suele pensar, el actuar correctamente implica estar en la verdad o tener una actitud verdadera. Esto porque el abrirse a la verdad no antepone un acto, sino, al contrario, el acto, en lo verdadero que pueda tener, se hace posible gracias a que previamente estamos desde ya abiertos a la verdad. ¿Cómo se produce esta apertura? ¿Dándonos cuenta primeramente de nuestro error? Pensar esto implica pensar que la verdad es algo que depende de mi propio yo, de mi propia fuerza de voluntad y de conciencia, o de mi propia lucidez. Y esto no es tan así. Yo, voluntad, conciencia y lucidez, no hacen abrir a la verdad; en realidad, ellos son abiertos por la verdad misma desde la apertura primaria (fundante) de la verdad. Pero ¿cómo ocurre esta apertura de la verdad si no depende enteramente de nosotros?

Estar en la verdad significa precisamente eso, que yo estoy en la verdad y no que, primariamente, la verdad está en mí. No es que yo la posea, sino que, de alguna forma, es ella la que me posee. Estamos acostumbrados a creer que porque me doy cuenta de algo, ese algo necesariamente nace y surge sólo por la fuerza de ese primario darse cuenta. Que me dé cuenta de que me duele una muela, no quiere decir que el darme cuenta hizo que el dolor apareciera. Primero, de alguna forma originaria, el dolor me poseyó, se hizo cargo de mí, y sólo entonces, y sólo por eso se me hizo presente. ¿Esto quiere decir que el dolor, como tal dolor, con toda la afección humana que ello implica, ya existía antes de ser dolor sentido? Por supuesto que no, el dolor sólo es dolor como dolor sentido y, por lo tanto, está ligado en su originario sentir en un primario darse cuenta de él. Pero este primario darse cuenta, está muy distante, tal vez, de un darse cuenta intelectivo, si se va a entender intelección desde su concepto generalizado.

La verdad entra en mí como la comprensión. La comprensión me llena y, entonces, comprendo. No depende sólo de mí el estar ante o en la verdad, sino también de la verdad misma, de mi propio signo de apertura hacia ella. Es como cuando alguien que vive siempre y a cada momento con la mente puesta fuera de este mundo, ilusionando y soñando dormido y despierto, piensa de pronto: “Ya es hora de que ponga los pies sobre la tierra” Al decir esto, tal vez se dio cuenta de una verdad, pero ¿implica necesariamente que lo haga? Puede pensar esto y continuar con la mente puesta en la nubes; el darse cuenta de ese error no hizo que cambiara su actitud hacia el mundo, o si hizo actos realistas o más prácticos una que otra vez, pudieron haber sido muy breves (como para sentir que estaba cumpliendo con la verdad de la que se dio cuenta), pero, en general, no ha salido de su primera actitud. Sólo un día que, tal vez, caminando por la calle, caiga a un hoyo o se accidente mortalmente en su andar en las nubes, puede caer en la cuenta de que realmente necesita hacer un cambio en su vida, pero lo hará porque el golpe ya lo transformó de por sí: al caer al hoyo y caer en la cuenta la transformación ya se produjo, y sólo porque ya se produjo, puede, a su vez, él mismo, procurar cambiar realmente.

Procurar cambiar realmente es estar en pleno en la verdad, es caer en ella. Y, aún, muchas veces, sin necesidad de procurar cambiar en pleno, la verdad ya nos ha cambiado. Sólo ocurre que cuando nos damos cuenta de este cambio, ya lo tenemos tan asumido como muy nuestro y decimos: yo cambié o yo me di cuenta de esto. ¿Quiere decir entonces que no participamos en nada en dicho estar en la verdad? ¿Que es un acto de gracia que se nos da? Se le puede llamar así, desde un punto de vista, pero aún un acto de gracia también requiere de nuestra propia participación, de que nos abramos a él, primeramente. Estar en la verdad requiere de nuestra participación activa.

¿Qué actitud, entonces, se requiere para procurar estar en la verdad? Abrirnos a la verdad implica un estar necesitado de ella. La persona que no se siente verdaderamente necesitado de ella, no puede emprender el camino hacia su estar en ella. Pero este estar necesitado no es un estar necesitado como se puede estar necesitado de alguna cosa, por muy urgente que ésta sea. Estar necesitado, en el sentido que requiere la apertura a la verdad, es una necesidad que implica una actitud de menesterosa necesidad. Debemos rayar en la menesterosidad misma, ser menesterosos de la verdad. Esto implica el reconocimiento de una necesidad radical de la verdad, de un cambio. Sé que necesito cambiar, pero no sólo lo sé como sé que necesito mi sueldo cada mes, sino que lo sé con esa necesidad que no acepta réplicas ni peros, con esa necesidad urgente con que se necesita el objeto amado. Con esa necesidad que nos arranca de la soberbia para instalarnos en el centro mismo de la humildad. Humildad que, sobre todo en nuestros tiempos, por ese moderno concepto de la autonomía que derivó hacia una autosuficiencia, se suele comparar con el servilismo más exacerbado, o con una supuesta falta de dignidad. Es muy fácil, hoy por hoy, por los valores con que nos ha educado esta cultura, confundir orgullo con dignidad; con todo, la línea que los separa es muy tenue, pero el abismo que los aleja es inconmensurable.

Estar reconocidamente necesitado de la verdad, nos abre a ella. Al reconocernos necesitados, como menesterosos de ella, la pedimos y la buscamos. No dándole nombre, ni poniéndole apellidos o lindos trajes que nos convengan para disfrazarla y así hacerla más cómoda para nuestro actual estilo de vida, sino llamándola, suplicando por ella, como un mendigo suplica, doliente y anhelante, por un plato de comida. Preguntamos por ella, no en un simple preguntar, sino en un preguntar desesperado, si cabe. Reconocernos necesitados de ella implica, a su vez, reconocernos en el centro del error mismo, no como un acto errado, sino como que estoy en el error con todo mi ser, es reconocer mi vida, mi estilo de enfocar la vida, mi propio yo, como un error. ¿Quién está dispuesto a tamaño disparate hoy en día? Sólo un loco. Sólo el loco pide luz, sólo el loco, como un loco, a cada instante, en cada segundo, desde que se levanta hasta que se acuesta, pide luz verdadera para poder ver, pide a ayuda (a la vida, al Ser o a Dios). Ya Jesús decía que solos no podíamos llegar a la verdad y a la vida verdadera. Y esta es la razón. Con sólo mi voluntad no puedo hacer surgir la verdad, con sólo darme cuenta de un acto errado y planificar lo que voy a hacer para rectificarlo y, tal vez, hacerlo, no estoy necesariamente en la verdad. El creer esto, el estar permanentemente en lo soberbio de esta actitud, nos obliga a tener que pedir luces para no errar el camino.

Quien sabe que necesita, pide. Y quien pide, se hace sensible a las necesidades de otros, y quien se hace sensible se vuelve cada vez más lúcido y pone atención a cada acto de su vida, a cada palabra que dice, a cada gesto suyo y de los demás, o de las demás cosas, y entonces, sólo entonces ya sabe qué es lo que debe o puede hacer. Entonces ya no pregunta: ¿qué debo hacer? Entonces ya está en el ámbito de la verdad misma. Así, la verdad jamás centra al sujeto en sí mismo, al contrario, lo que hace es descentrarlo definitiva e irrevocablemente.


Lobosluna20 de marzo de 2008

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