TusTextos

Caín No Quiso Firmar (episodio 4)

Al día siguiente quedé para comer algo en un local de comida rápida con uno de mis mejores amigos, Gabriel Santillana. Gabi era un personaje bastante peculiar, al que yo consideraba un genio por descubrir; tal vez por su habilidad como artista / artesano / lo que fuera o por su ingenio a la hora de analizar cualquier tema que saliera en nuestras conversaciones. Para mí, no tenía aspectos negativos, aunque no era un tío dado a respetar los plazos ni a la puntualidad, pues solía olvidarse de las cosas con suma facilidad. Eso le convertía en un confidente excelente. Nunca le conté nada, no obstante, de mis acciones como héroe –léase benefactor impertinente-, pero durante la comida, le expliqué que había discutido con mi novia y que tal vez sería difícil de arreglar. Opté por exagerar la discusión pues sabía que Gabi daba mejores consejos cuanto más extrema fuera la gravedad de la situación.
-¿Y no es su cumpleaños dentro de poco?- me preguntó, tras una larga manifestación apoyándome en lo que él interpretó como una relación a punto de romperse.
Asentí. Gabi me soltó una serie de frases hechas que contribuyeron a tapar del todo el tema principal de la conversación, como “Pasa de ella, hay más peces en el mar”; “Necesitas una mujer que se lo monte contigo sin tocar tanto los cojones” o “Ella vive en su país multicolor con una mochila cargada de ilusiones”. No pude dejar de reír con las agudas ocurrencias de ese cabronazo. Gabi conocía a mi novia, pero siempre le había parecido un poco estirada para su gusto, y en nuestras (escasas) discusiones de pareja se había puesto de mi parte sin vacilar, en pie de guerra. De cualquier forma, hablaba con ella de vez en cuando, y le pedí que esta vez no dijera nada por si acaso, puesto que quería arreglármelas por mí mismo y no necesitaba que me echara un cable. Estaba jugando a un juego peligroso, puesto que ya había demasiadas versiones a mantener y me estaba resultando muy difícil esconder mis andanzas. Ni siquiera se las confesé a Gabi, y no sé por qué no lo hice; tal vez la emoción de perpetuar una doble vida, y el poder que embargaba mi cuerpo cada vez que acometía una buena acción, era algo que en el fondo de mi ser consideraba solo mío y nadie tenía derecho a compartirlo. Irónicamente, los actos más altruistas que puede llevar a cabo un ser humano se volvían en mi cabeza dosis de droga que solo me pertenecía a mí, puesto que yo, Pelayo Urquijo, era el único que se arriesgaba a enfrentarse día tras día al mundo real. Consideré que era un buen trato dar lo mejor de mí al mundo, pero quedándome los beneficios como único sustento para mi propia autoestima.
Gabi me sacó del análisis financiero de mi empresa del heroísmo preguntándome qué tal me había salido el examen con “la gata salvaje”. Llamaba así a la profesora Valcárcel, una divorciada de treinta y muchos años que me impartía clases de antropología, famosa en mi campus por su supuesta ninfomanía. Bromeamos sobre cómo serían sus reuniones en el claustro de profesores y de cómo se la habría chupado al rector para conseguir un equipamiento tan bueno como el que tenía en su despacho. Así eran mis quedadas con Gabi: la comida dejó paso al alcohol y allí estábamos, bebiendo a primeras horas de la tarde, hablando del volumen de los pechos de una profesora y riéndonos de todo despreocupadamente. Agradecía tener un amigo como aquel, mi Jimmy Olsen particular.
A las pocas horas, recordé que había quedado con Thais, la cual Gabi calificó con un conciso “Está pá darle hasta las gracias” después de enseñarle su fotografía. Me despedí de mi amigo, quedando para vernos la semana que viene, y volví a casa y me preparé para mi cita de agradecimiento.

Estaba afeitándome cuando, en un momento dado, un giro leve de muñeca al pasar la cuchilla me provocó un pequeño corte con algo de sangre en el mentón. Al instante, como si hubiera provocado un destello de comprensión con esa minúscula herida, empecé a preguntarme en qué coño estaba haciendo. Era como si mi vida hubiera puesto el piloto automático y mi supuesta rectitud moral hubiese dado paso a un sentimiento egocéntrico. Sentía el mundo girando alrededor de mí, pendiente de mi invicto heroísmo y de la capacidad que tenía para actuar en pos de la justicia social. Pero pronto aterricé de nuevo en la Tierra, y mi conciencia me dictó que no podía elucubrar tales pensamientos, que no era eso por lo que había salido a la calle la primera noche ni por lo que había tomado mi decisión. Me aclaré la cara, y fue entonces cuando Caín hizo acto de presencia.
Me miraba instalado cómodamente en el espejo de mi baño, imitando cada uno de mis movimientos y sonriendo ampliamente. Caín señaló su hombro, donde tenía una marca exactamente igual a la mía. Explicó que aquello era lo que le diferenciaba de los demás, un compromiso por el cual estaba solo…al igual que yo. Un intercambio de opiniones y la injusticia de la que se había visto rodeado toda su vida me hizo entender -demasiado- bien su modo de pensar. Su amabilidad a pesar de su sempiterno viaje, desde la tierra de Nod a la mismidad de mi espejo, era admirable, pues demostraba una increíble capacidad de sobrevivir a las inclemencias del mundo. Algo que yo quise aprender desde el primer momento, y que él se mostró gustoso de enseñarme.
Caín echó a un lado mis restricciones morales y me dio un empujón definitivo para poder asumir la incontestable verdad que planteaba: no debía experimentar ningún remordimiento porque cualquiera de mis recompensas estaba respondida con creces en base a los nobles actos a los que dedicaba la mayor parte de mi tiempo. Básicamente, Caín defendía la filosofía del fin justificando al medio. Tiempo después, en un análisis de autocrítica, pude ver que realmente era al revés. Caín siempre trató de convencerme, subrepticiamente al principio, que era el medio el que justificaba el fin.
-¿Y mi novia qué? ¿Acaso el premio no ha de concedérmelo ella?
Caín, dubitativo por un segundo, rápidamente cambió el tono de su propuesta, y explicó con sencillez que había que separar una cuestión de la otra, pues ser la motivación inicial de mi heroísmo ya era suficiente carga para una única persona. Mucho después razonaría y me daría cuenta que si me convertí en un “héroe”, fue solo para satisfacerme y por vivir una nueva experiencia. Ella nunca tuvo tanto que ver como yo pretendía defender en el debate con mi reflejo. Mi álter ego dijo:
-Si quieres una prueba de la división entre ella y lo que tú representas ahora, prueba a hablarle.
A pesar de que su estado marcaba “En línea”, mi novia no respondió a ninguno de mis mensajes preguntando acerca de su estado. Traté de llamarla dos veces; ambas las canceló. Desconcertado, levanté la vista y Caín me sonreía.
-El mundo no es tan pequeño como antes, Pelayo. Puedes hacer lo que quieras.

Con mi personalidad subyacente por bandera, y ocultando a los ojos del mundo lo que en el fondo era un despecho que no me correspondía (básicamente, por ser el culpable de la situación), llevé a cenar a Thais a uno de mis restaurantes favoritos. Vestía con más piel que ropa y con menos vergüenza que estilo, pero no me importó.
Bastaron dos frases de la conversación para que ella centrase su interés en mí para el resto de la noche. En cada una de sus miradas notaba como ella ya se había encariñado conmigo y, como si de pronto fuera capaz de comunicarme telepáticamente, leí sus intenciones de follarme de mil y una maneras posibles. Ya fuera por agradecimiento, porque se había encaprichado, o porque no podía dejar de mirarle su escote mientras la acompañaba a casa.
Cuando Thais estaba a punto de abalanzarse sobre mí, probablemente, como imaginaba en mi delirio, para poner la mano en mi entrepierna y el grito en el cielo, la poca conciencia sin “cainizar” que habitaba en lo más profundo de mí lanzó una defensa a la desesperada.
-Tengo novia-comenté lacónicamente, mientras entrábamos en su casa para lo que ella había definido como “tomar la copa que me debía”.
Thais apenas cambió la expresión. Se acercó a mí, y mirándome a los labios, susurró:
-No va a pasar nada que tú no quieras…
Me comió la boca antes de poder responder. El piercing de su lengua era una ventaja añadida, pues disparaba mi perversa imaginación hasta niveles puramente depravados. A pesar de que me desnudó en pocos movimientos y que todo indicaba que iba a hacerme una gran felación como primer asalto de la jornada, me llevó a su habitación y me hizo tumbarme, mientras yo me daba placer disfrutando con su sola presencia, tal era la sobrenaturalidad de esta femme fatale.
Como último recurso, mi mente se empeñó en descentrar el punto donde tenía focalizada la imaginación y no conseguía empalmarme. Supuse que esa era la forma que ponía en práctica mi conciencia para impedirme definitivamente cometer algo de lo que me iba a arrepentir. Lo que di en llamar un gatillazo en defensa propia. El espejo de su habitación me otorgó un campo visual suficiente para permitir que Caín viniera en mi ayuda. Observé la imagen que me devolvía el espejo y la sangre volvió a mi herramienta sin demora, permitiéndome aumentar la fricción y disponerlo todo para poseer a Thais.
Una vez desnuda, y con las precauciones profilácticas de rigor, Thais sacó de la mesita de noche junto a su cama unas esposas. Me propuso encadenarme mientras ella trabajaba, cabalgándome incansablemente, sin más música que sus gemidos impúdicos y mi respiración acelerada y mis movimientos de toro en un rodeo.
Consiguió seducirme de tal forma que no alcancé a ver cómo ni de dónde, pero con una mano abrió la cerradura de las esposas y con la otra, con una fusta en la mano, impidió que tocara sus tetas. Me golpeó un par de veces, mirándome mientras me gritaba: “¡Fóllame más duro! ¡Hazme daño, joder!” Ante tales provocaciones, cambié de posición y la puse de rodillas, con las manos apoyadas en el respaldo de la cama. La perforación que notaba en cada una de mis embestidas hacía juego con la que llevaba en su lengua. La penetré cada vez más fuerte, mientras, alternativamente, tiraba de su pelo o la estrangulaba ligeramente con la fusta.
Horas después, con tres condones gastados y arrojados al suelo, e ignorando una pata de la cama rota y la melena desordenada de la manera más extravagante que yo había visto nunca, Thais dormía abrazada a mí, murmurando en sueños “Mi héroe” y con una sonrisa en la cara, propia de una mujer dominante cuando ve que sus órdenes son cumplidas con eficacia. A pesar de que me dolían músculos del cuerpo que ni sabía que tenía, no era ese el motivo de mis desvelos. Me sentía muy extraño: el escaso respeto que había mostrado a mi novia con los actos de esa noche se veía contaminado por un sentimiento de invencibilidad que nacía en lo más hondo de mí. Por algún motivo, estaba de acuerdo con Caín: todo era cuestión de saberlo llevar, mientras que el bien que hiciera compensara adecuadamente el hecho censurable de engañar a mi pareja. La curiosidad me hizo cotillear el móvil de Thais, que estaba sobre la mesilla: me llamó la atención comprobar, tras una breve indagación, que ella tampoco estaba soltera. Un tipo bastante presentable aparecía en muchas de sus imágenes, incluso en una del hombro del furioso musculitos que la estaba increpando cuando nos conocimos. Supuse que ella se habría acostado con el amigo de su novio y era la provocadora de un lío de faldas, una historia que no era la primera vez que veía. Abandoné mis hipótesis detectivescas y pasé de juzgar a Thais por haber engañado una vez más a ese tío. Después de todo, yo había hecho lo mismo. Caín apostilló brevemente que además yo era distinto, tenía una razón que me daba tanto la fuerza como el derecho. Simplifiqué el haber convertido el premio de mi heroísmo en infidelidad manifiesta y me dormí.

Abrí los ojos y Thais ya no estaba en la cama. En la cocina encontré una nota en la que alababa mis dotes para el sexo demostradas la noche anterior, volvía a llamarme “héroe” y explicaba su ausencia debido a un asunto de trabajo. También un post data acerca de repetir ese encuentro. Con la fría indiferencia que estaba empezando ya a caracterizar cada uno de mis pasos, renegué de darle vueltas en la cabeza a lo que había sucedido horas antes y abandoné esa casa con la intención de que no volviera a ocurrir. El “Wind of change” de Scorpions fue el mejor acompañante de regreso a casa que encontré.

Pasé totalmente de comprobar mis redes sociales la semana y media siguiente, manteniendo únicamente activo el correo electrónico. Durante ese tiempo, compensé lo que Caín aún trataba de convencerme no había sido para tanto. Evité el atropello de un niño perdido y conseguí, merced a la inteligencia del zagal, reunirlo con sus padres. La gratitud en sus caras y la alegría del pequeño casi lograron erradicar por completo el sentimiento de culpa que me había mantenido sin sonreír los días anteriores. Recuerdo cómo el niño chillaba sin contener la euforia: “Papá, mamá, es Batman. Batman paró un coche y me trajo.” Aquel pequeñín desconocía que si iba vestido totalmente de negro era por reflejar materialmente mi estado de ánimo, no por emular al hombre murciélago. Pero mi firme negativa a que me pagasen por haber encontrado al chico, y su total vuelco agradeciéndomelo, me reafirmaron en mi determinación de reparar el daño que había causado y explicarle a mi novia todo lo que le había estado ocultando. El día que, decidido a reencauzar mi relación y olvidarme de esconder tanto lo bueno como lo malo, sin haberlo previsto… el destino puso otra piedra en mi camino.

Salía de una tienda de ropa y complementos donde le había comprado un regalo por motivo de su cumpleaños, que estaba ya muy cerca. Sabía que era un poco miserable sincerarme tan crudamente con ella precisamente ese día, pero la conocía y me dije a mí mismo que acabaría apreciando mi gesto. Chequeé mi móvil, y para mi sorpresa tenía un correo con las últimas calificaciones, las del examen de la Valcárcel. La muy zorra me había suspendido por unas décimas, que otro profesor habría subido valorando mi trabajo a lo largo del curso, pero que a ella le parecían suficiente razón para catearme. Recordé cuál era la fecha de revisión y vi que coincidía con el día anterior a la fiesta de cumpleaños de mi novia.
La profesora Valeria Valcárcel vestía blusa roja, a juego con zapatos de tacón, y falda negra, sin medias cubriendo sus largas piernas que tantos alumnos habían imaginado cruzadas alrededor de sus torsos. Era una mujer muy atractiva, más por saberse sacar partido que por su belleza real. Debajo de aquel maquillaje y porte inigualable, se escondía una mujer que podía tener en sus manos la posibilidad de cambiar mi futuro académico. Una Mata Hari disfrazada de Cleopatra.
-¿Puedo pasar?- pronuncié con un hilo de voz. Reconozco que estaba bastante nervioso.
-Adelante-respondió ella, aunque en verdad ya había entrado, sentado y cruzado de brazos en espera de que ella sacara mi examen. Era la última convocatoria, con lo que yo era el único alumno que había estado esperando fuera de su despacho.
-Urquijo, ¿verdad?- comentó con media sonrisa. Moví la cabeza afirmativamente. Como si no supiera mi nombre, condenada hija de puta.
-Querría ver mi examen, profesora-dije, sin darme cuenta de lo redundante que sonaba. Obviamente, para eso estaba allí.
Valeria sonrió de nuevo. Se levantó, rebuscó en su armario y sacó un archivador, que puso sobre la mesa. Lo angosto de su despacho contribuía a una creciente sensación de agobio. Eché un vistazo a mi prueba escrita y, para mi sorpresa, vi que realmente tenía menos anotaciones en rojo de las que cabría suponer dado mi insuficiente que yo trataría de convertir en galopante aprobado. La profesora debió fijarse en mi cara de extrañeza. Se sentó en la silla que estaba junto a la mía, con lo cual la distancia entre ambos era muy escasa.
-Bueno, en realidad podría usted aprobar, Pelayo, pero he querido que viniera para que viera sus errores. Sé que es la última convocatoria de la que dispone, así que me gustaría que asumiera que este es probablemente el último favor que alguien le puede hacer en su carrera profesional.
Bajé la vista al examen, bastante intranquilo ante lo que esa furcia pudiera referirse y sobre todo ante la perspectiva de que tuviera en sus manos la decisión sobre mi nota final en dicha asignatura. No reparé en que ella había apoyado sus manos en mis rodillas. La miré y vi que se había acercado aún más a mí.
-Claro que, como persona inteligente que eres –dijo, pasando del usted al tú- comprenderás que en una relación profesora-alumno, los favores han de ser recíprocos. Es una cuestión de respeto adquirido a lo largo del tiempo, ¿no crees?
Tragué saliva para luego decir que sí. Todas las fantasías de varios cursos, cada una de las partes de la leyenda universitaria que hablaban de lo que supuestamente Valeria Valcárcel hacía en su despacho revisión sí y revisión también cobraban vida de repente. El agobio dio paso a una incontenible excitación, reflejada de la manera más varonil posible.
Valeria se dio cuenta de ello, y subió la mano hasta mi cinturón. Desperté por fin de su hechizo y me incorporé, levantándome del asiento.
-¡Profesora! ¿Qué hace?
En medio de una película pornográfica hecha realidad y yo renunciando al tuteo. En otras circunstancias vitales, hubiera parecido cómico. Pero en plena rehabilitación, no podía permitirme volver a meter la pata –nunca mejor dicho- en una situación como aquella. Podía buscarme además un lío a nivel académico: no creí que fuera muy políticamente correcto follarme a la profesora de antropología en una revisión de examen. Caín participó como la última pata del trípode que conformaba aquella escena, pero por una vez, le gané la partida. Aquello no era una recompensa, un premio a la nobleza de espíritu, un merecido beneficio recogido por mi ley del más fuerte, mi espíritu de übermensch. Era simple y llanamente algo que escapaba de mi control.
En plena partida de backgammon dialéctica en mi cabeza, Valeria optó por tomar la alternativa y me bajó los pantalones. Agarraba con fuerza mis nalgas para impedir que me moviera. Ambos bandos, el que defendía la integridad y el cainista, que abogaba las máximas de “Polvo echado, sobresaliente asegurado” y “Todo por la patria”, callaron de inmediato. Esta vez no tendría ocasión de establecer murallas psicosomáticas promovidas por mi ética. Mi pene sufría una erección de caballo, y ella ya ofrecía su boca como anfitriona del evento.
Estuvo un rato practicándome una estupenda felación, con el estilo que supuse solo aprendían las gatas en una academia del felino lujurioso, si acaso existía tal organismo. Después, se giró, mientras yo, poseído por el deseo, le arrancaba la blusa y mi mano correspondía su “favor en mi carrera profesional” debajo de su falda. La noté lo suficientemente cachonda como para quitárselo todo, quedándose solo con su collar y sus tacones, con las bragas por los tobillos. La penetré de pie, mientras ella se apoyaba en el escritorio, logrando ahogar sus jadeos apretando los dientes. Acabó por solventar su inconmensurable deseo empujándome para que me tumbara encima del escritorio. Notaba el teclado del ordenador en la parte de atrás de la cabeza mientras ella se sentaba en cuclillas sobre mí y ascendía y bajaba, al tiempo que su mano acariciaba profusamente su clítoris. Apenas me vino una imagen a la mente de los pingües orgasmos que habría tenido en aquel despacho, un impulso animal me hizo cambiar las tornas. Hice que ella fuera la que estuviera tumbada encima del escritorio, con las piernas elevadas, recibiéndome cada vez con mayor prontitud y rapidez, hasta que todo su cuerpo se arqueó y emitió un largo gemido que anunció que mi penetración había logrado su objetivo…y tal vez mi aprobado. Seguí follándola, hasta que ella, Wonder Woman curtida en mil batallas, adivinó por mi lenguaje corporal que estaba próximo a eyacular. Me separó suavemente y permitió que yo vaciara todo el semen albergado en mi genitalia testicular, que escapó como si hubiera abierto un dique manchando su rostro. Se relamió, mientras yo intentaba mirarla lo menos posible a los ojos. Temí que Caín se hubiera apoderado de su mente y voluntad. Me vestí rápidamente, trastornado por una súbita vergüenza. Ella se tomó su tiempo, usando dos pañuelos de papel para limpiarse los restos de mi varonil fluido.
-Muy bien, señor Urquijo-comentó mientras se acababa de poner la ropa, arrojada en todas direcciones durante nuestro frenesí de bestias en celo. –Tal vez reconsidere mi decisión. La revisión ha terminado.
Solo quería largarme de allí, antes de que el velo gris de la realidad volviera a caer sobre mí. Iba a salir justo cuando la puerta se abrió, dejando ver en el umbral a un chico más o menos de mi edad, con una cara que me sonaba de algo. Valcárcel le recibió con un “Hola, hijo. Llegas puntual para recogerme”. Pensé tanto en la potra que habíamos tenido porque su vástago no hubiera sido excesivamente puntual y nos hubiera pillado en plena faena, como en el revelador pasado de Valeria ejerciendo de madre sin apenas superar su adolescencia. Tal vez ahí radicaba el hecho de que se cepillara a jóvenes desde su ventajosa posición de profesora universitaria con hábito de suspender.
Ligera pero progresivamente carcomido por lo que acababa de pasar, me fui sin despedirme de la gata salvaje y crucé una breve mirada con su hijo antes de abandonar el despacho. No fue hasta cuando llegué al coche que me di cuenta de qué me resultaba tan familiar. Aquel era el chico que había visto en el móvil de Thais, al que yo había identificado como su novio.

Vaya, vaya. Así que no solo me había follado a la damisela en apuros, sino también a su suegra. Con la sensación de ser el mayor crápula al menos en cien kilómetros a la redonda, volví a casa con la intención de contarle a Gabi todo lo que había ocurrido. Las cosas se habían complicado demasiado como para actuar según el plan inicial.
Gabi podía demostrar mucha inteligencia a veces, pero otras era muy lento y me urgía su consejo. Tuve que explicarle hasta tres veces quién era la profesora Valcárcel, hasta que le mencioné que se trataba de “la gata salvaje” a lo que él, antes de contarle siquiera cómo había ocurrido todo, dijo:
-No irás a decirme que te la has follado, ¿no?
Habíamos ido cada uno en su coche a un descampado en el que solíamos reunirnos para pasar las horas y matar el tiempo; cosas que parecen lo mismo, pero que en realidad, son muy distintas. Ante mi silencio aún tras repetir la misma pregunta, me nombró contrayendo mi apellido (algo que usaba en pocas ocasiones, y con frecuencia en la antesala de un intenso debate) y su tono se vistió con una pequeña dosis de sarcasmo:
-Venga, Quijo, no me jodas…
Aunque omití la noche que pasé con Thais, le narré con lujo de detalles mis experiencias como héroe, cómo me había sentido dentro del despacho de Valcárcel y mi intención de contarle a mi novia lo que ocurría en mi vida, arriesgándome a que no me perdonase. La pequeña sombra de complicidad de Gabi cayó rápidamente, permitiéndome constatar que nunca se podría ganar la vida como actor. Me confesó que había hablado con mi novia por teléfono poco antes de que yo me acostara con Thais, y que por una vez, tras escuchar su versión de los hechos, se había puesto de su parte debido a mi actitud.
-Tío, ¿por qué no lo has contado antes?
Mi incredulidad dio paso a lo que Caín, mi nuevo asesor, me dijo que era un intento de alejarme de mi manera de actuar, que era la correcta y a la que no se le podía reprochar nada. En todo momento supe que Gabi llevaba razón, que aún estaba a tiempo de sincerarme del todo con él, de hablar con mi novia, de humillarme ante todas las personas que me importaban y confesarles cómo, poco a poco, yo mismo estaba tendiendo las trampas que me impedirían seguir avanzando.
Por eso lamenté tanto enfadarme con él, echarle en cara qué derecho tenía a inmiscuirse en mis asuntos y marcharme en mi coche sin despedirme. Hice caso omiso a sus intentos de contactar conmigo en las horas siguientes, y tras un sueño convulso, conduje hasta casa de mi novia.
Luko179128 de julio de 2014

Más de Luko1791

Chat