TusTextos

Caín No Quiso Firmar (episodio 6)

Sentí una implosión de dolor que vació cada uno de mis depósitos de autoestima, si es que me restaba alguno lo suficientemente pulcro para beber de él sin envenenarme.
Un enorme pájaro negro eclipsó el lugar donde antes se había encontrado mi corazón, y la estabilidad mental que en cierto grado conservaba me permitió razonar lo suficiente para criticar cuán profundo había sido mi fracaso.
Todo lo que significaba ser un héroe había quedado totalmente fuera de lugar por haberme creído superior al mundo por el que había entregado mi vida. Mi mundo canjeado por una pálida sombra del mundo real. No podía decir que no lo tenía merecido. La lluvia con la que el cielo trataba de limpiar las heridas que la humanidad causaba a diario abocetaba el escenario perfecto donde la extrema tristeza que me consumía podría sentirse a gusto. Solo eché en falta algo de música, quizá una versión sobria del “Out of time” de los Rolling Stones para acabar de componer el cuadro desenlace de mi historia, la hybris de este héroe caído.

La perspectiva de un futuro sin ella se vislumbraba tan complicada como el simple hecho de plantearme contárselo todo.
Tal vez él no lo sepa, pero nunca tuve tanto aprecio a Gabi como en ese momento. Eso era la verdadera amistad: saber estar al lado de una persona, ayudándola, cuando ésta moriría antes de soportar la vergüenza de rogar auxilio, de gritar socorro. Y eso era justo lo que me pedía el cuerpo, pero el nudo gordiano con el que mi voluntad se había atenazado convertía cada intento de hablar con él y abrirle mi corazón en un paso demasiado largo para darse…y demasiado corto para detenerse a pensar sobre sus implicaciones.
No le recriminé a Gabi lo que subrepticiamente me escondía con sus monosilábicas muestras de consuelo: que había tenido que ser él el que había hablado con ella, el que le explicó aquello o por lo menos el que no había sabido disimular cuando ella probablemente preguntase qué estaba pasando, que estaba harta de no saber de mí, de parecer solo una muesca más en mi cinturón y no lo más importante de mi vida. Esto se me ocurrió a mí, tras releer su mensaje de despedida por enésima vez, pues no aparecía ninguna frase parecida a esa.
Pero ella, a pesar de haber sido infiel y de haber hecho lo que me había apetecido sin control, era lo que de verdad daba sentido a mi vida. Y yo acababa de perder a mi corazón, azul por añadidura, imposible de encontrar, el talismán que tendría que ayudarme a superar los momentos difíciles en tiempos venideros.

Me despedí de Gabi, el mejor amigo que podría haber imaginado alguien como yo, tras asegurarle, a través de otra mentira más, que no tenía de qué preocuparse. Él ya me había ayudado lo suficiente. Hablé con Patri para quedar con ella y Lewis, pues hacía tiempo que no los veía. Así podría desconectar del fuego cruzado con el que Caín me acribillaba desde todos los espejos de mi casa.
Mis otros dos buenos amigos formaban una chispeante ecuación: eran la explicación científica sobre cómo debía funcionar una relación. Se habían conocido en la universidad, precisamente en clase de la académicamente inefable profesora Valcárcel. Me habría gustado decir que había sido yo quien los presentó, por la gran pareja que formaban, pero no contaba con ese honor.
-¿Sabes qué, Pelayo? Deberías (vamos, yo lo haría si fuera tú) ir hasta su casa y hablarlo con ella en persona- dijo Patri, tras exponerles mi situación en una cervecería cercana. Patri era una de esas chicas con la que hasta la más elaborada de las bromas debía estar cubierta con un halo de seriedad. Me caía bien precisamente por saber aportar consistencia a cada una de mis decisiones.
-No lo des todo por perdido – apostilló Lewis. Aunque parecía hortera en un principio hacer comulgar su verdadero nombre con el equivalente anglosajón, si le daba dicho apelativo era por distinguirlo de cualquier otro que se llamase igual que él. Lewis era una persona más reservada que yo, pero con un equilibrio fruto de la autenticidad tan admirable como su madurez.
Quise dejarme mecer en los reparadores brazos de su amistad, pero refrené mi entusiasmo debido a dos factores.
--El primero era que solo les había contado parte de la historia, y cabía la posibilidad que me estuvieran viendo como el damnificado, el buen hombre que había sufrido un agravio tras otro y cuyos movimientos habían sido malinterpretados por su novia. Bueno, de acuerdo, Patri y Lewis no tenían un pelo de tontos; pero no conocían mis heroicas andanzas, a falta de peor y más apropiado calificativo, y a sus ojos, ni siquiera sería posible la existencia de Caín. Así que concluí que debería actuar solo, cosechando las semillas sembradas por mí tiempo atrás sin permitir la corrupción de jardines más fértiles, aunque sí que agradecí de corazón todo el apoyo que me estaban brindando.
--El segundo factor disipó del todo mis dudas sobre si podía contar con la pequeña parte intacta de mi fibra moral para tratar de recuperar, al borde de la última frontera, las riendas de mi vida. Es puramente anecdótico, pero he de contarlo aquí. Ocurrió cuando el camarero trajo la segunda ronda. Estábamos en plena conversación sobre cómo y qué decirle a mi novia. El poco avispado camarero sirvió mi cerveza demasiado fuerte, sin colocar el posavasos, y un poco de espuma se derramó sobre la mesa tras el impacto del verde vidrio contra la madera. Quizá tanto tiempo aislado en lo más recóndito de la podredumbre espiritual humana me había acondicionado lo suficiente, pues de repente, sentí un irrefrenable impulso de darme placer, sugestionado por la forma de la botella y la espuma blanca saliendo a borbotones de su cuello. Fui al servicio discretamente y me encerré en uno de los cubículos individuales para masturbarme furiosamente, sin una verdadera razón, sin técnica, por pura ansiedad. Acabé lo suficientemente pronto como para simular que solo había ido a mear. Salí de allí cerrando los ojos para no mirarme en los espejos, y me despedí bruscamente de mis amigos, que pidieron que les llamase para vernos allí mismo en cuanto regresara de casa de mi novia, o al menos que les avisase.
Me levanté a la mañana siguiente, sin pegar ojo, con solo dos palabras como estandarte, un lema que repetía constantemente a modo de profecía que sabía que no se iba a cumplir:
-Lo haré.

Era inquietantemente ridículo, pero el hecho era que ni siquiera me atrevía a mirar por el espejo retrovisor mientras conducía temerariamente a casa de mi novia. Temía que los ojos de Caín ocuparan todo el cristal, brillando del poder que solo da saberse propietario del destino de alguien. La radio, riéndose de mis quijotescas intenciones de capullo integral compuesto y sin novia, dejaba escapar la en otras circunstancias agradable melodía de “The hook” de los Blues Traveler…notas que en ese momento solo contribuían a crear en mi seno interno reacciones encontradas.
Por un lado estaba dispuesto a resolver todo el enorme nudo gordiano que había convertido mi relación, mi motivación principal al inicio de mi ya truncada carrera de héroe, en un almacén de recuerdos tóxicos. En primer lugar, no podía permitirme la rendición porque ninguna de las personas que aún demostraban apoyarme merecía que les diera tamaños quebraderos de cabeza. En segundo lugar, por ella, porque creía firmemente en que podía perdonarme los pecados si se los explicaba detalladamente. Y en tercer y último puesto, por mí mismo, por mi salud mental, por convertir de una maldita vez mi voluntad en un arma con la que acabar con todo lo que Caín representaba.

Pero algo dentro de mí, una conciencia con forma de insecto, un tábano de la moralidad, advertía cada uno de mis movimientos. Como si de una partida de ajedrez se tratase, la estrategia a seguir que había elucubrado por el camino se deshacía en cuanto el insecto picaba la piel de mis ideas, pues tal era su manera de mostrar sus tácticas. Me decía que era mejor no haber venido, que ya era tarde para arreglar lo que fuera que quisiera arreglar, y que aún estaba a tiempo de subir al coche, ir a un buen psicólogo y seguir adelante con mi vida sin destruir más de lo que ya había aniquilado.

Mientras llamaba a la puerta de casa de mi novia, pensé en la fugacidad de la bondad y el raciocinio del ser humano cuando rigen el corazón, aún uno tan envenenado como el mío. Supuse que no tendría mejor oportunidad que aquella para enmendarme, y esperé pacientemente hasta que tres pasos indicaron la proximidad de mi novia. Abrió la puerta.
Era Raúl.
Parecía más sorprendido de mi presencia allí que yo de la suya. En su lugar, yo sufría una combustión espontánea de rabia, que en solo dos segundos consumió todo vestigio de diplomacia.
Aún tengo vívida la situación, como una secuencia fotográfica: apreté los dientes en una mueca de odio, cerré el puño derecho y le golpeé en la nariz con todas las fuerzas que me quedaban. Cayó al suelo cuan largo era y empezó a quejarse con las manos cubriéndose la cara. Una milésima después, yo estaba arrepentido: había imaginado que Raúl estaría allí. Pese a que no aguantaba a ese buitre con sus ínfulas de perfección, al que yo apodaba en secreto “el Cuco” (por su empeño en tocarme los huevos y poner los suyos en mi nido), no fue ni de lejos la entrada en casa de mi novia que yo había planificado. Me quedé a gusto, eso sí.
Al lastimero lloro del Cuco, rodando por el suelo se sumó el ladrido del perro y, después de él, mi novia. Un vistazo rápido al salón, con la mesa puesta, unido al ruido de la sartén, me hizo suponer que ella no había abierto la puerta por estar cocinando para una velada de dos. Preferí pensar “de dos” antes que “de pareja”, aunque el autoengaño, por una vez, no era convincente.
Mi novia contemplaba la escena con el semblante demudado. Sin decir una palabra, ayudó a incorporarse al Cuco, dándome la espalda mientras lo conducía al baño, donde estuvo cerca de lo que me pareció un cuarto de hora, aunque probablemente no fue más de tres minutos. Yo estaba por irme, pero entonces salió ella. Cerró la puerta.
-Le he dicho que vengo ahora, que voy a por hielo para su nariz – dijo, sin mirarme
No se me ocurrió otra cosa que preguntarle:
-¿Y por qué no mete la cabeza debajo del grifo?
-Porque el lavabo es demasiado pequeño y no puede. Además, dice que le duele mucho, que no puede ni tocarse la cara sin que le escueza, solo puede limpiarse la sangre.
La inicial preocupación sobre haberle roto la nariz al chaval que había cuidado de mi chica durante mis andanzas se vio rápidamente obsoleta por mi recuerdo del lavabo de su baño, ciertamente pequeño: sobre él habíamos follado una vez, después de volver de la calle una tarde lluviosa con un paraguas roto. Empapados, habíamos empezado a darnos placer en el rellano. Al entrar al baño, ella se sentó en el lavabo, y yo… la penetraba vaginalmente, pero deslizando por su espalda el mango del paraguas, untado en crema hidratante, para meterlo en su…
Sacudí la cabeza. Aquello nunca había sucedido. ¿Por qué estaba imaginando eso en aquel momento?
¿En qué clase de criatura me había convertido?
Mi novia me sacó de aquella martirizante visión, motivada por mi falta de sueño y las pocas fuerzas de las que aún hacía gala, incapaz de mantener al río de oscuridad en su presa. Me miró por primera vez, fulgurante de orgullo y me gustaría decir que de piedad, y me propuso acompañarla a dar una vuelta con el perro y de paso adquirir los hielos para el Cuco, que blasfemaba en el baño supongo que acordándose de todos mis muertos. Salí de casa detrás de ella, sabiendo de sobra que siempre guardaba hielo en su congelador.
Emprendimos un camino sin rumbo, como una analogía de nuestra relación en aquel momento. Me agradeció nuevamente el regalo –lo llevaba puesto, lo cual consideré como punto positivo en mi valoración en directo de la charla- y me comentó que pensaba irse de viaje con unas amigas en verano a Escocia. Bromeé sobre la posibilidad de que me adquiriera allí una botella de whisky, a lo que hubo que sumar un par de comentarios sobre lo guapa que estaba.
Patético.
Ni me disculpé por mi entrada en su casa a lo Jean Claude Van Damme, pero me sorprendió el hecho de que ella tampoco sacara el tema. Mantuvimos un silencio un tanto incómodo hasta que llegamos a la playa, donde nos sentamos a ver como el perro corría persiguiendo las gaviotas. El mar era testigo de mis tribulaciones hasta que decidí dejar de fijar la vista en él, y busqué su mirada. Sonreía como siempre lo había hecho ella, hechizándome. Quise que Caín se presentara en ese preciso instante y que me explicara de una puñetera vez la verdadera razón para haber engañado y jodido mi vida en común junto a aquella chica, pero ella habló primero antes de que yo pudiera conjurar al fantasma del espejo.
-No hace falta, Pelayo.
-¿Perdona?-pregunté, sin saber a qué se refería.
-No hace falta que hagas eso.
-¿A qué te refieres?
-Mira, me pareces un chico increíble, con el que he pasado grandes momentos, que sé que no se repetirán aunque me empeñase en revivirlos. Pero es que ya no quiero estar contigo. No creo que nadie pueda ayudarte si no quieres ayudarte tú mismo primero, y creo que eso es lo que te pasa.
Asentí, cerrando el círculo de aquella crónica de un destino anunciado desde que recibí su mensaje privado. En aquel momento agradecí no haberme enfadado con Gabi: no importaba que él no hubiera sabido mentir tan bien como yo, solo tenía sentido el hecho de que él había sido más sincero que yo en semanas.
-¿Entiendes lo que te quiero decir?
-Sí, tranquila… ¿qué tal estáis el Cu…Raúl y tú?- deseé que en mi voz no se colara ni un atisbo de ironía. Ella me miró fijamente, y aunque parpadeó dos veces, no alteró el gesto.
-Lo llevo lo mejor que puedo. Y si te interesa saberlo, no ha pasado nada entre él y yo.
Mi novia nunca supo mentir. Yo era el que aportaba el cinismo a la relación. Pese a las pruebas supuestamente irrefutables que yo había usado para vilipendiarla, sabía que me había sido fiel…incluso después de haberme dejado por escrito. Necesitaba saber más, el por qué. Suspiró, llevándose las manos a la cabeza.
-Pelayo, no vas a escucharlo otra vez de mi boca, pero te quiero. Te quiero por todo lo que has significado para mí, pero no creo que debamos estar juntos. No creo que busquemos lo mismo, y yo necesito una persona a mi lado que encaje conmigo. Por favor, compréndelo.
-Y si…y si eso es así, ¿te has dado cuenta ahora o qué?
Dudó durante un momento.
-No, no es algo que me venga ahora a la cabeza porque sí, pero pensaba que solo teníamos que buscar otras formas de hacer que nuestras personalidades encajasen. Ahora de lo que sí me doy cuenta es que no se puede, por mucho que queramos. Pero quiero lo mejor para ti y me gustaría que fuéramos amigos si tú quieres, pero no quiero volver a pasar por lo mismo, no puedo estar con alguien que me oculta cosas.
Tragué saliva. Había llegado el momento. Iba a empezar a hablar y explicárselo todo cuando me interrumpió:
-Mi intención era quedarnos con lo que ya teníamos y pensé que vernos de nuevo era demasiado, pero como apareciste en casa, me pareció justo que creáramos este último recuerdo juntos. Es lo mínimo que podíamos hacer por nosotros.
Aquella fue su carta del triunfo. Mi zumbador okupa, ese insecto capitán de la ética en que se había transformado mi conciencia, volvió de su exilio y cedió por una vez en algo que nunca hubiera creído. Esa fue la única tesis de Caín que pudo mantenerse: ocultar la verdad, pero esta vez, en pos del mejor último recuerdo que podríamos tener como pareja, era lo más indicado. Ella había actuado con justicia, algo inalcanzable para un hombre que presumía de ser un héroe. ¿Valía la pena destrozar el único faro que iluminaba el fin de aquel camino de vino y rosas en que se había convertido nuestro noviazgo? Ambas partes en mí convinieron que no. Y así me quedé. Callado como una puta, deseando lo mejor para una persona por la que habría dado todo y con ganas de todos los besos perdidos por no saber decir “te necesito”.

En vista de mi elección de llevar yo solo el peso de la traición y demás frutos de mi ego, mentalizándome de lo que iba a suponer dejarla ir para que fuera feliz, me levanté y decidí concluir aquel recuerdo antes de que me consumiese, como si yo fuera Ulises y sus palabras el canto de una sirena. Ella me agarró del brazo, y, con una de esas miradas con las que podía contar más de lo que cabe en una historia como esta, me hipnotizó y guió mi rostro hacia el suyo, hasta que nuestros labios se encontraron.
-Te quiero - susurré, tratando de que ella, recíproca, incumpliera la promesa hecha lo que me parecía cientos de años antes. Se limitó a sonreír, mientras el espectro de nuestro último beso permanecía en el aire. Me giré y comencé a andar, incapaz de mirarla a los ojos ni un segundo más y con el alma emponzoñada de mentiras piadosas.

Cuando estaba saliendo de la playa, oí un frenético correteo detrás de mí y vi como su perro se acercaba, moviendo el rabo y con arena en el pelaje. Me contuve de no hacerle caso y llevé mi mano a su cabecita, y él se dejó acariciar. Le abracé como se puede abrazar a un hermano, sabiendo que era la última vez que lo iba a ver en mi vida, y antes de marcharme, lamió mi mano.


Aún no sé cómo no lloré mientras iba en el coche de camino a casa, ni con el paseo por el barrio aún a pesar de escuchar de un tirón, como un penitente, todas las canciones posibles con las que mi reproductor de música quiso regodearse en mi hundimiento. Entre otras el clásico “Ain´t no grave” de Johnny Cash (la negación); “La mataré” de Loquillo (la ira); “Por verte sonreír” de la Fuga (la negociación); “La calle del olvido” de Los Secretos (la depresión); y “Unforgettable” de Nat King Cole (la aceptación). Formaban estas que he mencionado una especie de quinteto descriptor de mi situación en ese momento, un mantra musical que me recordaba en cada nota cuál era mi lugar, por qué había llegado a eso…y lo más importante: el darme cuenta de que al pretender construir un nuevo sistema de valores y al mismo tiempo participar del anterior, existiendo en un paso intermedio entre el übermensch y la sociedad preestablecida, me había condenado a sufrir el castigo de ambos.
Dispuesto a asumirlo me encerré en casa durante los siguientes días. Mis padres, si alguna vez había estado allí y no era producto de mi imaginación, se habían ido a continuar con su vida, lo suficientemente lejos como para impedirme complicarles las cosas. Mucho mejor, pensé. El “Death or Glory” de The Clash reverberó en todas las paredes de mi casa mientras la bañera se llenaba con el agua más caliente posible, preparándose para hacer arder mi piel y la corrupción que aún me quedara.
Encerrado en el baño, con la cabeza contra el espejo, Caín se reía de mí mientras yo veía sus ojos empañarse a medida que el vapor del líquido purificador salía de la ducha. Cuando creí más conveniente, me metí de golpe en la bañera, abrasando mi continente y sintiendo cómo se calcinaba mi contenido. Todo mi ser se vio expuesto al calor, como una extrema cabaña de sudación donde los pensamientos volasen. Pelayo Urquijo se convirtió solo en un nombre que ya no designaba una realidad duradera, sino un cascarón vacío del que había emergido mi nuevo yo. El sonido del “Burning Hearts” de Survivor me llegaba amortiguado, como gotas de lluvia anaranjada. Mis ojos se entrecerraban, soliviantándose en su comodidad, solo pudiendo contemplar manchas que cubrían mi campo visual. Canjeé rápidamente el frío de la culpa y el remordimiento que me hacía tiritar siempre que pensaba en mis pecados por el calor exterior, la combustión de mi mismo espíritu a través del sufrimiento que pretendía sentir en carne viva.
Cuando no pude soportar que el agua empezara a ser placentera, salí de la bañera. El vapor había dado paso a una neblina inconsistente. Abrí la puerta del baño y contemplé como la inmensidad de mi casa, vacía a pesar de mi propia presencia, me acondicionaba para lo que vendría después, aquello que ningún héroe debería padecer sin combatirlo: el miedo.
Un escalofrío, no por la temperatura, que en esos momentos era agradable, sino por el sentimiento de desamparo, me recorrió la espalda de arriba abajo. Y a pesar de que mi casa, llena de espejos donde reflejarse, no permitiría ni un minuto de descanso a mi memoria, supe que aquello no sería suficiente para purgarme.
Fundí mi vanidad en hacerme una fotografía tras otra con mi móvil, en una carrera contra el tiempo a ver cuántas veces podía retratar lo más oscuro de mí mismo, con los Stukas y su “Falso destino” ambientando aquel estúpido ejercicio de desamor propio. Mi propósito era agotar la batería, habiendo escondido previamente el cargador, para no caer en la tentación de seguir buscando información de ella por Internet o en mi galería de imágenes.
Lo logré, pero Caín, en un alarde de genuina inspiración, me propuso entrar en las redes sociales para saber de alguien por la que había decidido lanzarme a ser un héroe. Fue una de sus últimas victorias.
Dediqué horas que pasaron tan lentas como el enloquecido tic tac de un reloj averiado a alternar diálogos con el monstruo del espejo, el guardián de mi hermano, y a saciar mi sed de autodestrucción del alma mirando fotografías de ella. A ratos comía sobras, cuando el instinto de supervivencia conseguía doblegar a mi espíritu carcelero. En una de esas frugales dosis de alimentos precocinados, con la mirada perdida a través de la ventana de mi cocina y con “En algún lugar” de Duncan Dhu para amenizar la velada, ratifiqué mi disciplina de castigo y decidí proseguir en mi viaje con un único fin: acabar con aquella persecución de una vez por todas.
Encendí el ordenador de nuevo dispuesto a torturarme una última vez. En su estado de Facebook, ella aún no había actualizado su apartado de información. La casilla de “Tiene una relación” consiguió perturbarme lo suficiente como para atraer a Caín, que me recomendó que no siguiera con aquel desmedido acto del cual me iba a arrepentir. Ignorando los chats abiertos en los que Gabi me preguntaba por mi estado y una invitación de Lewis para tomar la cerveza prometida, entré en el apartado de Configuración y, sin preámbulos, como cuando se toma un trago de tequila, eliminé mi cuenta. Hice lo mismo con mis demás redes sociales, sin dejar tiempo a recuperarse a Caín de la impresión o de valorar las implicaciones de lo que estaba haciendo. Conseguí distraerme durante un rato con un informe para mí mismo del grado de importancia que le dábamos, no solo yo, sino todo el mundo, a ese mundo de redes sociales y encuentros por Internet. Sigo creyendo que hemos perdido humanidad con eso, que quizá sea necesario y la nueva manera de relacionarnos, pero no puedo dejar de olvidar que yo conocí a mi novia por Internet, gracias a una persona en común, y que mis contactos me habían anclado al pasado al nivel de suponer una tentación demasiado grande como para que una mente tan ocupada como la mía la rechazase. Concluí que administrarnos para existir de cara al público acaba, o puede acabar comprometiendo, nuestra manera de existir en nuestro propio universo. Y viceversa también, como acababa de comprobar. Sé que Caín tuvo su oportunidad de escapar al mundo exterior precisamente por esa convergencia de situaciones llevada al extremo.

Me había adormilado lo suficiente hasta encontrar un refugio al asedio de mi mente cuando alguien llamó a mi puerta. Ignoré el sonido del timbre pero cada vez era más insistente. Molesto, fui a abrir. Un repartidor con dos cajas de pizza, que ya ni recordaba haber pedido. Me saludó y me las entregó, a la vez que echaba un vistazo a la cuenta para indicarme el precio del pedido. Le pagué con un billete que guardaba bajo la bandeja donde reposaban las llaves de casa, y el hombre estaba por irse, cuando un viento de ansiedad atravesó mi mente, y le dije:
-Perdona, ¿te importaría hacerme un favor?
El repartidor se dio la vuelta, puesto que ya había enfilado las escaleras, y me miró por toda respuesta. Saqué otro billete, pero de más valor, de mi improvisada caja fuerte, y se lo extendí.
-¿Podrías ir al estanco y comprarme un cartón de tabaco?
El repartidor puso un gesto de extrañeza, a lo que añadí una excusa sobre que no podía moverme de casa por esperar un pedido de una compra al extranjero. Se le veía poco dispuesto hasta que le ofrecí quedarse con la propina, que supondría la mitad del billete para él por un paseo de cinco o seis minutos, ida y vuelta. Aceptó sin más reservas cuando se lo di, y marchó tras preguntarme por la marca que fumaba. ¿Qué marca, amigo mío? Ni siquiera era fumador. Lo había dejado incluso antes de que mis padres me dejaran vivir solo, en aquel piso que en ese momento parecía un escenario de Cadena Perpetua. El repartidor era mi Andy, yo era Red, el tabaco era el medio para ir a Zihuatanejo…todo tenía sentido. Podría llenar el vacío de aquella prisión con la neblina nicotinada de la moneda de cambio carcelaria por antonomasia.

Un cuarto de hora más tarde aún seguía esperando al hijoputa de Andy, que probablemente se habría largado con el dinero para dejarme en mi Shawnshank particular con un palmo de narices. El cabronazo apareció finalmente, con una bolsa en la mano, y me explicó que había tenido que ir a otro estanco porque el más cercano estaba cerrado por causas personales. Me sonaba a disculpa estúpida, pero Andy había vuelto, había cumplido su promesa y no tenía nada que reprocharle, puesto que no le conocía absolutamente de nada y probablemente estaba perdiendo tiempo de trabajo. Le di la mano, le agradecí el favor y me despedí, a lo que él sonrió como un vendedor a domicilio que acaba de timar a un pardillo, y con una mano en el bolsillo, probablemente acariciando la suculenta propina ganada con aquel pequeño recado.

Adiós, adiós, amigo Andy, siempre nos quedará el océano Pacífico en la costa mexicana. Y podremos ver si es tan azul como siempre hemos soñado.
Luko179130 de julio de 2014

Más de Luko1791

Chat