TusTextos

El Camino Errante

Solo, sábado tarde. Sus padres se han ido hace unas horas, las carreteras gritaban su nombre; era necesario que las ruedas de la gran Harley Davidson arrasasen el asfalto y fuesen una ofensa para el mismo Dios. Los malos sueños o las esperanzas perdidas a lo largo de una serie de lúgubres jornadas agobian a los obreros, pero fácilmente se alivian cada fin de semana con el ruido del motor de aquel diablo intocable, ese vehículo de los infiernos, deleite de vista, tacto y suplicio de oídos de los incautos.
El hombre, figura escultórica, pelo tosco y rasgos cansados, mirada penetrante y edad no tanta de mente como de cuerpo, no descansa. Sus pensamientos divagan, desde el amor roto que le persigue hace meses hasta los estudios que se le tornan interminables.
Decide salir por poco tiempo que sea. Sus amigos no le acompañarán hoy, no se siente con fuerzas para ir de juerga por la capital. Con esas canciones del viejo rock de los 80 sonando de fondo, se acicala, peina su cabello lo mejor que puede, se engalana con esa ropa que le caracteriza como bohemio (al menos es esa su intención) y abre la puerta de su casa para olvidarse de todo. ¿Su destino? No lo sabe. Hace tiempo que no lo sabe.

Se refugia en un oscuro bar, hogar más de viejas glorias que de juventud, y con una cerveza en su mano, comienza a pensar mientras con ansia felina (más fingida que real) vigila la puerta para hacerse parecer despierto en ese cementerio con alcohol de garrafón incluido. Su chica le ha dejado hace tiempo, pero la herida sigue abierta. En cierto sentido lo agradece, pues como en los poemas románticos que acostumbra a leer los domingos de madrugada para empezar la semana de un modo irónico, el corazón roto de desilusión es mejor que la ausencia de cualquier sentimiento.

El hombre no tiene padre. Al menos ésa es la versión oficial. Prefiere no pensar en ello, pero como si de una espiral se tratase, entre los pensamientos que no se le quitan de la cabeza está el conocimiento de ser el hijo del diablo. El motero ha sido su verdadero padre, un gran hombre, un herrero sabio que ha forjado con maestría el carácter justo y ético del sentimental que acaba de compaginar su cerveza con whisky. Viendo todos los pensamientos que le rondan la cabeza, y en vista de su dura tarde con lágrimas mojadas en alcohol, decide abandonar la tasca. Quizá vuelva a casa, o mejor, llamará a sus amigos y cogerá un transporte hasta la capital. Maldice su suerte. Pero cuando está a punto de levantarse, una persona entra por la puerta y con paso decidido avanza hacia su mesa…

El hombre se queda impresionado. La chica, a la que no le echa más de su propia edad, es su ideal de belleza femenina personificada. Pelo negro, unos ojos tan vitales que al mirarlos te sientes como en realidad quieres ser, unos dientes blancos como el resplandor que parece emitir su mirada. Su ropa, negra, transmite una sensación de elegancia mediterránea que combinada con su paso voluptuoso y su figura perfecta, llena el tugurio con la presencia de algo sobrenatural.

Con confianza, y por medios que cualquier mujer necesitada de dinero le gustaría aprender, ella consigue del camarero un par de copas gratis y que trae a la mesa que ocupa el hombre. Mientras su sonrisa se hace dueña de los ojos azules del alcohólico bohemio, éste le responde con un ademán de saludo. Tras unos instantes eternos, ella bebe el licor hasta que lo acaba, y tras un leve asentimiento, siquiera una sacudida de su perfecto rostro y un escrutar de intenciones como un par de animales salvajes olisqueándose antes de enzarzarse en combate, inicia la conversación.
-Me gustan tus ojos-dice ella, con una voz intensa pero dulce.
-¿Te llamas?-responde el hombre, aceptando el cumplido y interesado cada vez más en la mujer. No solía manifestar inseguridad con las chicas, antes al contrario, consecuencia de las excesivas y numerosas veces que, como decía una vieja canción, había tomado un tequila por cada duda. Su valor era más grande gracias a la edad, se repetía, no al alcohol. Pero con esta chica todo era más especial. Su constante mirada, fija en los ojos del romántico provoca un deseo lujurioso en el alma de éste.
-Muerte-contesta ella.
El hombre se ríe de la broma. Ella sigue la risa. La conversación continúa una pauta fija durante unos minutos. La mujer suelta el humo del cigarrillo que acaba de encender y a través de la atmósfera de novela negra que se huele en el ambiente, sus palabras dejan caer verdades como puños en la piel del hombre. Ella sabe todo el pasado del bohemio, que va ya por su cuarta copa. Y el solo da crédito a lo que oye por su inocencia resignada: todos son delirios de un borracho, incertidumbre de noches en vela y alucinaciones del que trabaja mucho pero sin ganas.
Ella explica el motivo de su venida:
-Cada diez años, soy mortal. Yo. La Dama Negra, la Parca, la que todo se lleva, puedo probar los placeres de la carne. Puedo gozar la vida sin que ésta desaparezca. Y puedo sentir, durante un día, todas las emociones que solo vosotros estáis destinados a disfrutar.
-¿Me conoces?- pregunta, sarcástico, el hombre.
-Hace un par de años estuve muy cerca de ti. Aquel accidente de coche. La vida de aquel ciclista al que tú te llevaste por delante.
El hombre, por primera vez, se empieza a sentir incómodo. Ese dato de su vida reflota de entre el océano de vodka en el que había querido sumergirlo hasta ahora. Mil veces, si no más sus amigos le habían apoyado, le habían hecho olvidar ese suceso. No es culpa tuya, siempre le consolaban. Y sus padres estuvieron a punto de ir a prisión por defenderle de los insultos que le devolvían a la realidad.
-Pero ya he estado más cerca de ti. Te hice una visita hace un mes. Pero escapaste de mí.
El hombre, como Nicholas Cage, nunca supo si empezó a beber porque le dejó su chica o su chica le dejó porque empezó a beber. Se lo propuso. Dejó de beber un año entero. Y lo consiguió. Esa Nochevieja fue brutal, la mayor juerga de su vida, aún lo recordaba. Pero a ella no le importó. Maldita suerte de sentimental, nunca le habían hecho tanto daño. Por eso el bote de pastillas, siempre tan atractivo para el insomnio, le había parecido la mejor forma de echarse a dormir por siempre, la manera ideal de abandonar tan ingratos recuerdos. El bote no se vació del todo; si lo llega a hacer, el destino del hombre estaría claro.
-¿Y vienes a rematarme?- pregunta el hombre, asustado. Ya no hay clientela en el bar, misteriosamente no hay camarero. Ya no está en el bar. Sino en la habitación de un hotel. ¿Cómo ha llegado hasta ahí? No lo sabe. Más de dos docenas de copas. ¿Su camisa? Desaparecida en combate. La Dama Negra, en el balcón, velando el odiado Gijón, la mágica ciudad en la que un crisol de diferentes ideas confluye en una espiral de deseo. Su vestido, tan tenue como el humo, como la luz que alumbra su vida, piensa divertido (y borracho) el hombre, parece transparentar y el resplandor de la mujer es cada vez más difuso.
-Cada diez años, toco la vida sin llevármela. Cada diez años, nada más que placer es todo lo que alcanzo a arrebatar a los hombres. Hoy es tu turno.
El hombre nunca supo, en los días siguientes, quien besó a quien en primer lugar, ese roce de labios casi fortuito que se llevó su esperanza mutilada y le envenenó el corazón, pero poco recordaría la promesa que le hizo esa mujer, te volveré a ver, decía ella mientras cumplía su deber de cada diez años con maestría, pronto, si aún le quedaba fuerzas para hablar a ella, la que no deja mortal vivo.
Fue un sábado inolvidable en la vida de hombre.
Y el último.

Días después, el hombre, en una fiesta que, por medio de unas amigas tan valiosas para él (sus hermanas, por así decirlo) pudo pasar, vio algo que sus profundos ojos no esperaban y que demolió lo poco que quedaba de su espíritu. Ella, su chica, que él siempre consideraría suya. Viernes noche. Amigos intentando que no se emborrachase, más con la intención que de forma práctica. Un tipo, que deleitándose, acariciaba la cara que el hombre siempre había elogiado con sus poemas, mientras devoraba los labios en los que el romántico había querido dormirse más de una noche, cárcel de amor de los infieles.
Y cuando falló toda esperanza, cuando el frío viento provocaba que los árboles se estrellaran contra el cielo encapotado de estrellas, o eso le pareció al hombre, cuando él, subido encima de un cerro, se dispuso a dar el último salto. Y se encontró con la Dama Negra una última vez.
-Te dije que te vería pronto-dijo, con súbita aparición espectral de su figura, ahora ya con razón, sobrenatural.
-Eres un ángel- replicó el hombre, ya sin fuerzas.
-No salvo vidas, me las llevo.
-Ya compartimos nuestra noche de placer. Cruel vida.
Un último beso, eso le dio ella para completar la frágil frase. Y el hombre seguirá siempre el camino errante. Fin de los recuerdos.
Y el hombre sigue hoy día el camino errante.
Cuando deja de soñar despierto, abandona la mesa y sonriendo, con renovado entusiasmo, llama a su chica, el hombre ya no tiene miedo. Y cuando abandona el bar, y cruza el umbral a la vez que una mujer de negro que, enigmática, le dedica una sonrisa, no se la devuelve. Cada diez años, la Muerte se vuelve mortal por un día y puede tocar la vida sin llevársela. Hoy el hombre no compartirá su placer.
El bohemio ha aprendido. Y con paso decidido, sus pasos se pierden entre el caminar de las otras gentes. ¿Adónde van? No lo sabe. Le basta con saber a dónde se dirige él.
Luko179107 de diciembre de 2010

2 Comentarios

  • Norah

    El hombre, como Nicholas Cage, nunca supo si empezó a beber porque le dejó su chica o su chica le dejó porque empezó a beber...guau en verdad muy bueno tu escrito.Saludos.PD.Tu alma tambien pesa X...gramos?

    07/12/10 07:12

  • Luko1791

    me alegro que te haya gustado :)

    08/12/10 03:12

Más de Luko1791

Chat