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La Torre de Babel- Capítulo 10

-¿Quién haría algo así? – preguntó el profesor, con un hilo de voz.
Gallardo negó con la cabeza.
-El hombre al que nos enfrentamos, Juan, es un hombre sin piedad. Su mundo no es el nuestro. Dentro de esa torre aguarda el mayor tesoro de la humanidad, el secreto que tanto ansiaban los que construyeron la Torre de Babel. Y está en manos de alguien corrompido por el ansia de poder. Este…espectáculo solo es una burla más hacia todo lo que yo represento. Aunque no ha llegado a comprender sus implicaciones.
-¿A qué te refieres?
- En un lugar más viejo que la humanidad, Juan, en un lugar que ni siquiera podréis llegar dentro de mil años, hay escrita una ley, un código supremo. Una constitución que todos, incluso yo, estamos obligados a cumplir. Aguilar es tal vez el ser humano que más cerca ha estado de comprenderla del todo. Por eso su organización pretende asesinarme, basándose en ese código, y no ha prestado atención a otros aspectos del mismo.
-¿Cómo cuáles?
-Cualquier lugar donde se haya derramado sangre humana, hay que establecer un equilibrio, pues en caso contrario la oscuridad se adueñará del último hombre que viole la norma sagrada de no quitar una vida.
-Norma que tú obvias continuamente, Gallardo. De cualquier manera, no comprendo cómo nos ayuda eso.
-En cuanto llegue Dorado sabrás de lo que hablo. Mientras tanto, ayúdame con esto.
El profesor y Gallardo habían caminado a lo largo de aquel calvario viviente hasta llegar a un poste. Se veía cerca, demasiado cerca, la Torre de Babel. Juan echó un vistazo. Allí, atado con alambres, como culminación del grotesco camino de moribundos, yacía un hombre. Su cara estaba tan desfigurada que sus ojos, abiertos y mirando al infinito, le daban aspecto de calavera. Su sanguinolenta desnudez laceraba la vista de quien le mirase. El profesor miró a Gallardo, en busca de una explicación, pero él no dijo nada. Se limitó a mirar un momento al prisionero, como si comprobara cada aspecto de su plan a conciencia, y después le dio la espalda.
Unos minutos después, Dorado apareció. Delante de él caminaba un hombre, cubierto con una capucha. Alfonso le encañonaba, obligándole a caminar mientras él estaba esposado. Llegó hasta el poste, y con un culatazo, obligó al encapuchado a arrodillarse.
-Empieza la función – dijo Dorado, con una expresión de ansia en el rostro.
-¿Quién es este hombre, Gallardo? – preguntó el profesor, cada vez más confuso.
-El último y más importante miembro de este grupo, profesor. Le presento al teniente Lucas Bravo.
Dicho esto, le quitó la capucha. El teniente Bravo, amordazado, contempló a los tres hombres durante un instante, sin comprender. Intentó liberarse, a lo que Dorado le propinó un puntapié.
-¿Qué pasa aquí, Gallardo? ¿Por qué le tratáis así? – exclamó Juan.
-¿Recuerdas la historia de Jekyll y Hyde, profesor? – preguntó Gallardo, con una sonrisa.
-Sí, pero…
-Aguilar no conoce lo que esta ley es capaz de crear. Necesito que permanezcas en silencio, no tendremos una segunda oportunidad. Nuestra…tapadera desaparecerá en el mismo instante que Lucas actúe.
El profesor asintió, y a una señal de Gallardo, tanto él como Dorado se alejaron un poco del teniente. Éste se levantaba en el suelo, hasta que desvío la vista a Gallardo, que estaba de pie delante de él.
-¡Lucas!- gritó él, con una voz gutural. –Has sufrido mucho, amigo mío. Lamento haberte traído aquí en estas circunstancias. Yo mismo ordené que te trajeran.
El profesor esperó una respuesta del teniente, pero éste contemplaba fijamente a Gallardo, sin el menor movimiento.
-Pero me conoces, Lucas – continuó Gallardo. – Sabes que nunca pretendí que ella muriera. Sé que sigues conjurando su olor, sin poder olvidarla. Solo quería un mundo mejor para gente como tu familia. Si quieres matarme, estás en tu derecho, pero antes te entrego un último regalo…
Dicho esto, señaló al hombre atado al poste. Bravo le miró, y sus ojos se llenaron de ira.
-Su nombre es Herrero, Lucas. Él fue la última persona en ver a Elena. Él fue el causante de su muerte. Te ofrezco venganza, amigo mío. Contra mí, si es lo que deseas. Pero antes te pido, no, te ruego que le castigues a él en primer lugar.
Las palabras eran infantiles, pura zalamería, pero conllevaban un deje por el cual era imposible negarse. El profesor miró a Bravo. Estaba llorando. Gallardo le hizo caminar hasta el poste, donde de repente Herrero despertó. Al ver a los dos hombres, intentó liberarse pero gritó al sentir cortarse la piel de las muñecas.
-Tú decides, Lucas – sentenció Gallardo. Después de decir eso, puso un cuchillo en sus manos, que el teniente asió con fuerza. Después se apartó.
Herrero le miraba fijamente, temblando. Su cara se contraía en una mueca que le dificultaba hablar, pero el profesor vio como balbuceaba incomprensiblemente.
El teniente no se movía. Sus ojos estaban cerrados, el cuchillo sujeto con una mano a la que le faltaban dos dedos.
-¡Hazlo ya! – gritó Dorado.
-Por favor…-Herrero consiguió articular estas palabras. – No…
Finalmente Lucas abrió los ojos. Su pupila se había vuelto carmesí, y con un rápido movimiento, apuñaló a Herrero. Éste gritó de dolor, y el teniente le apuñaló de nuevo. Se desplomó en el suelo al mismo tiempo que el teniente caía de rodillas, con la cabeza baja.
-Está hecho- susurró Gallardo.
El profesor había contemplado la escena, impactado, sin decir nada. Dorado recogió su arma del suelo, pero a una señal de Gallardo, se detuvo. Los tres contemplaron al teniente.
Era como si cada centímetro de su cuerpo quisiera aullar de puro sufrimiento. El profesor vio como el cuerpo de Bravo comenzó a crecer, sus músculos destruían su ropa, su rostro se deformaba, su mandíbula se adelantaba, y gritó con un sonido tan agudo que fue incapaz de sentirlo.
Las esposas se rompieron, y donde antes había manos ahora había garras. Los ojos del teniente eran animales, sin mostrar expresión alguna y al mismo tiempo todas. Agarró con sus dos descomunales brazos el cuerpo de Herrero, y alzándolo por encima de su cabeza, lo partió con una fuerza sobrehumana.
El profesor miró, sintiendo puro terror, a Dorado, que estaba tan atónito como él, y a Gallardo que, satisfecho observaba a lo que antes había sido el teniente.
El teniente, ahora mucho más que un hombre, miró al grupo y una expresión de puro odio se le dibujó en el rostro. Parecía a punto de abalanzarse sobre ellos, pero Gallardo señaló a la Torre. El monstruo giró la cabeza, y con un sonido que antes podría haberse calificado de grito, corrió en esa dirección a una velocidad espectacular, hasta que desapareció de la vista.
Dorado suspiró.
-Has creado una bestia, Gallardo.
-Espera… ¿tú lo sabías? –preguntó el profesor.
-A grandes rasgos, pero…no tenía ni idea. ¿Y de qué nos va a servir ahora el teniente, Gallardo?
-Limitaos a escuchar.
A lo lejos, se podían oír disparos, gritos, una batalla en la que bastaba con imaginarse la sangre para sentirla cercana.
-Dura lex, sed lex- dijo Gallardo.
-¿Y ahora qué?- preguntó el profesor.
-Ahora le seguimos, profe.
Luko179129 de julio de 2012

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