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La Torre de Babel- Capítulo 12

Alfonso Dorado tenía delante de él, por fin, al hombre que tanto odiaba. En una estancia de lujo desmedido Ricardo Aguilar contemplaba el mundo con una mueca de desprecio en su cara. Sentado en su butaca, frente a frente con sus visitantes, alzó una mano como gesto de bienvenida.
-Un placer, señor Dorado. Y, como siempre, un descortés saludo, Gallardo.
Éste sonrió. Dorado apuntó a Aguilar. Pero Gallardo le indicó que se detuviera.
-Quiero que sepas que Alfonso lleva esperando esto mucho tiempo, Aguilar…si tienes algo que decir, hazlo ahora.
El magnate rió.
-¿Algo que decir, Gallardo? Mis palabras no cambiarían la opinión de este hombre, pese a lo inútil de su tarea. Todo esto no sirve para nada. ¿Crees que convertir a uno de tus subordinados en un engendro y mandarle a destruir la Torre detendrá a mi organización? ¿O tienes más confianza, tal vez, en ese profesor que ahora mismo está intentando destruir mi trabajo?
Dorado contenía a duras penas sus ganas de dispararle. Gallardo se limitaba a escuchar.
-Te lo dije en cierta ocasión, Roberto. Solo he permitido que llegaras hasta aquí porque no importa lo que hagas. Ni siquiera me importa mi muerte. He comprendido al fin las reglas del juego. Mi organización tiene en su poder lo que hace falta para seguir con esto. Destruye la Torre, si quieres, pero ya hemos alcanzado la obra de Dios.
-Me pregunto si tus periódicos pondrán mañana un titular sobre tu muerte- gritó Dorado, con un dedo en el gatillo. Pero Gallardo le miró, y gesticulando, el arma no disparó. Luego miró de nuevo a Aguilar.
-Si no temes a la muerte, ¿por qué has sacrificado tantos hombres para intentar matarme? Y si tan bien has comprendido las reglas, ¿por qué Caspio no lo consiguió?
Aguilar frunció el ceño, perdiendo la compostura.
-Muy listo, Gallardo. Siempre creyéndote más de lo que eres. No eres más que un pobre enfermo mental que un día creyó superar los conocimientos de hombres mejores que tú. En resumen, un tramposo. Alguien que ni siquiera debería estar aquí. ¿Sabes que lamento más? Que Caballero no esté aquí, y vea como sus anticuados ideales se transforman en cenizas junto con vosotros dos y ese imbécil.
Dorado ya no apretaba el gatillo; su odio hacia aquel hombre le impulsó a matarle con sus propias manos. Pero por alguna razón, no podía moverse. Gallardo aún seguía con la mano alzada, y cuando intentó hablar, tampoco fue capaz.
-Él solo es un reclamo, Ricardo. Necesito alguien que actúe, que solucione los dilemas que vendrán. Pero no serviría para nada que estuviera aquí. Igual que la doctora no merecía su muerte. Pero quien es capaz de traficar con las vidas de inocentes como has hecho tú, no le importa el valor del sacrificio de una buena persona.
Aguilar volvió a reír.
-¿Traficante? Solo soy un visionario, Gallardo. El mundo se sustenta sobre las espaldas de unos pocos. Atlas que merecen la recompensa suprema por su esfuerzo. Mi red da la oportunidad de estar ahí para cualquier persona en todo el planeta. Un conocimiento así nunca podrá ser gratis. Un módico precio: su felicidad, mi capacidad de otorgar cualquier cosa en cualquier momento, a cambio de saberlo todo. Igual que supe que ocurriría con la doctora.
-¿Lo sabías?
-Por supuesto. ¿Acaso crees que me limitaría a aceptar tu versión? Supe que había perdido a su marido mucho antes de trabajar para mí. Supe que habría hecho cualquier cosa por recuperarle. Y fue cuestión de tiempo que tú estuvieras atento, y escucharas lo que ella podía ofrecerte, y lo que estaría dispuesta a hacer.
-Ella sabía que un pacto conmigo nunca es fácil, Ricardo. Ella consiguió volver con Espinosa. Yo necesitaba sus servicios. Ella, con sus conocimientos, facilitó lo que hoy ha ocurrido: la destrucción de tu trabajo. Haciendo que Bravo se enamorara de ella, le motivó lo suficiente para poder transformarle en mucho más que un hombre y romper tus defensas. Y gracias a ella, hoy comienza una etapa en la que la humanidad será libre.
Ricardo Aguilar ya no sonreía. Terminó de un trago el vaso de whisky que había sobre su escritorio, e hizo un gesto.
-Acabemos con esto.
Dorado, que había escuchado la conversación en silencio, vio como Gallardo bajó su mano, lentamente, como si algo le hubiera molestado. Pudo liberarse de su agarre, y apuntó con su arma nuevamente a Aguilar.
-Baja ese arma, Dorado- dijo el magnate, con voz vibrante. –No servirá de nada.
Dorado sonrió y apretó el gatillo. Para su sorpresa, la bala golpeó a Aguilar en el hombro, pero no traspasó su piel. El magnate soltó una carcajada.
-Tú no eres quien debe matarme, y Gallardo pierde fuerza a cada momento. ¿Has olvidado que tu tiempo aquí tenía un límite, Roberto? No podrás volver. Y tu hombre morirá contigo.
Gallardo, tembloroso, cayó de rodillas. Y se apoyó en la pared. Alfonso le intentó ayudar, pero este se limitó a mirarle fijamente, sin parpadear. Puso en su mano derecha un puñal, y posó su otra mano en la frente de Dorado.
De pronto, lo entendió todo.
Aguilar, de pie delante de los dos hombres, les apuntaba con un revólver.
-No tengo nada personal contra ti – dijo burlonamente, dirigiéndose a Dorado – ni contra tu hijo. Todo fue cuestión de negocios. Comprende que en ajedrez, los peones mueren primero.
Dorado alzó la mirada, forjada en odio. Entonces sonrió, y con un rápido movimiento, clavó el puñal en el pecho de Gallardo.
Aguilar dejó caer su arma, entre convulsiones. Gritó de manera terrible. Se llevó las manos a su cuerpo que no paraba de temblar. Sus ojos dejaron de ver, pero escuchó la voz de Gallardo, gutural y condenatoria:
-Tú, que presumías de conocer las reglas, has olvidado que cuando se produce un desequilibrio en esta tierra, aparece alguien con capacidad para arreglarlo. Para compensar mi poder, se te concedieron dones superiores a los de cualquier hombre mortal, y tú los has usado para tus fines, pervirtiéndolos, mutilando su espíritu. Cuando el desequilibrio desaparece, esas habilidades también. Y tú te has imprimado en ellas, has volcado toda tu humanidad en artes que están más allá de ti. Por eso, con mi fin llega el tuyo.
Aunque Aguilar se retorcía de dolor. Dorado no se molestaba en contemplarle.
-Así que después de todo… yo era el Elegido.
-Sí…no podía decírtelo. No estaba seguro…de si comprometería el plan…
-Parece que ni siquiera el diablo lo sabe todo.
Gallardo sonrió. El puñal se había hundido hasta el mango, pero no había sangre.
-¿Y todo acaba aquí?
-Según como lo quieras interpretar, Alfonso. Pero…escúchame. Yo debo volver; este cuerpo no aguantará mucho, y se me ha acabado el tiempo. Habéis dado un paso hacia vuestra libertad. Que no sea en vano. Vuelve al cuartel, con Juan, si decide acompañarte, y sigue el plan establecido.
-¿Y qué hay de nuestro trato?
-Cierto…-Gallardo cerró los ojos un instante, y luego dijo. – Está hecho. Ahora vete. Ayuda al profesor. Y nunca te rindas.
-No eres un mal tipo, Gallardo. Gracias por todo.
-No tienes que dármelas.
Dorado iba a levantarse, pero dudó un momento.
-¿Volveremos a vernos?
-Puedes estar seguro.
Y mientras el depuesto rey del mundo moría y el diablo perdía su cuerpo mortal, Dorado corrió a ayudar al último hombre libre.
Luko179131 de julio de 2012

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