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La Torre de Babel- Capítulo 6

Dorado conducía su coche a una velocidad de vértigo. Miraba constantemente al hombre que se sentaba tras él.
-¿Cuánto queda, Alfonso?- preguntó Gallardo, devolviéndole una mirada cargada de impaciencia.
-Poco, jefe. ¿Está seguro de lo que va a hacer? Una vez dentro, quizá no salga.
-Aguilar sabe que voy a verle. Y sabe lo inútil que resulta intentar asesinarme. No te preocupes.
Dorado continuó conduciendo, desviando su cabeza de aquellos pensamientos. El coche siguió por carreteras secundarias hasta llegar a un terreno con señales de prohibido el paso. El vehículo siguió rodando, haciendo Dorado caso omiso a la oscuridad de las tinieblas que empezaron a rodearle.
Al cabo de un rato, anunció:
-Estamos cerca. Está justo ahí delante. Veo la avenida. Quizá podría conducir un poco más y…
-Para el coche. Continuaré andando. Espera aquí, y si en media hora no he vuelto, regresa al punto de control y ayuda a la doctora.
-¿Con qué, con ese recluta nuevo? Es solo un chulo de gimnasio. No entiendo que puede hacer por nosotros, salvo recibir golpes.
-Te sorprenderá lo que es capaz de hacer. Todos estáis en esto por una razón, recuérdalo. Toma, invito yo.
Gallardo le acercó un paquete de tabaco. Dorado cogió uno e hizo ademán de devolvérselo, pero Gallardo negó.
-Quédatelo. Fumas mucho.
-¿Qué quiere decir eso de “si en media hora no he vuelto”? ¿No se supone que puedes escapar?
-No es eso. Es por si me entretienen hablando.
-¿Y por qué no aprovechas para matarle?
-Yo no soy quien debe jugar este partido. Yo soy el entrenador.
-Curiosa comparación para la mierda en la que estamos metidos.
-Tú haz lo que te he dicho.- Dicho esto, Gallardo salió del coche y caminó hasta perderse en la sombra. Dorado encendió un cigarrillo y esperó, pese a que el olor a putrefacción le llegó rápidamente, debido a un viento traicionero del norte. Decidió contrarrestar la peste con nicotina, y encendió un cigarrillo con la colilla del anterior.
Gallardo anduvo sin mirar el dantesco espectáculo que tenía a ambos lados del camino. Finalmente llegó a la puerta. Un hombre vestido con túnica le cortó el paso.
-Has venido.
Gallardo no respondió.
-¿Qué te hace pensar que saldrás vivo de aquí, Gallardo? No pareces intranquilo.
-La calma que precede a la tempestad, supongo. Tú eres Caspio, ¿cierto?
-¿Cómo lo sabes?
-Simplemente lo sé. Como sé que morirás a mis manos. Ahora apártate y déjame pasar. No he venido hasta aquí a intercambiar negociaciones vacías con más de un imbécil.
Caspio se tragó su orgullo mientras escupía cada palabra: -Lamentarás tu arrogancia, Gallardo. No dentro de mucho tiempo.
-No sería la primera vez.
-Sígueme.
El edificio tenía varias plantas. No merecía el nombre que se le había dado, pero Gallardo pudo atisbar el significado del mismo. Aquello no era un modo de llegar a Dios. Era una forma de sustituirle a un nivel más cercano a la Tierra. Un destructivo y deforme espejo de la grandeza del hombre, y de cómo se podía torcer (y con frecuencia así lo hacía) al mal. Gallardo siguió a su improvisado guía por recovecos de aquella laberíntica torre, hasta que éste le condujo a una puerta que destilaba más categoría que el resto; y con una ligera sonrisa de satisfacción, le dejó pasar.
Gallardo se encontraba en una sala que podría haber pertenecido a cualquier miembro de la realeza. El espacio vacío, que no era poco, contribuía a crear una sensación de opresión. Justo lo que simbolizaba el hombre que se sentaba detrás de aquella mesa de roble, observando a través de una gran cristalera la avenida por la que Gallardo había caminado. Se giró al oírse cerrar la puerta. Excesivamente pulcro, de maneras refinadas, y rasgos aristocráticos, Ricardo Aguilar era el prototipo del hombre hecho a sí mismo. Pero en el sentido más estricto de la palabra. Era conocida su fortuna, sus negocios, su carácter políglota (hablaba más de doce idiomas distintos, entre los que se encontraban el esperanto y el suajili) y el miedo que inspiraba con su sola presencia y su mirada. Y había algo más, algo inquietante, que le daba fama de persona cuanto menos, sicópata.
-Por fin-dijo con una vibrante voz.- Roberto Gallardo en mi propia casa. Un placer.
-Buenas noches, Ricardo.
-Eran buenas hasta que me dijiste que vendrías. Un hombre de tu calaña nunca es bien recibido.
-Y alguien como tú no puede ser, ni aparentar serlo, un buen anfitrión.
La risa de Aguilar contribuyó a crear más tensión en el aire. Podía palparse la hostilidad.
-¿Puedo convidarte a algo?
-Whisky. Si no tienes nada mejor…
El magnate se dirigió a un armario del que extrajo una botella polvorienta y dos vasos. Una vez lleno, se lo ofreció al huésped, que lo bebió un primer trago.
-Ya sabes a qué he venido, así que pasemos sin dilación a lo que nos ocupa.
Gallardo tomó asiento a una señal del anfitrión. Éste se sentó en su trono, como gustaba de llamarlo, y tomó aire antes de empezar a responder.
-Supongo que quieres acabar con esta farsa.
-Todo lo contrario. He venido a hacerte un favor.
-Estoy intrigado. ¿De qué me hablas?
Gallardo extrajo un sobre y se lo entregó a Aguilar. Con un movimiento, abrió y leyó su contenido. Luego miró a su visitante, elegante hasta la sepultura y con una expresión de hastío en el rostro.
-La doctora Caballero estará en este punto, dentro de unos meses. La fecha exacta se la comunicará ella misma. Ha decidido entregarse.
-Por las buenas.
-Sí.
-Y esperas que yo te crea.
-Tú mismo. Un hombre de tu posición debe confiar solo en sus iguales.
-Tú distas mucho de ser uno de ellos.
-Te enorgulleces de regentar una industria que tiene su pequeño radio de acción en cada aspecto de la vida del hombre civilizado. A mi manera, yo tengo el potencial de dominar todos los aspectos donde tú no estás presente. Llevo haciéndolo años: existo para ello. Y no permitiré que gente como tú me supere.
-Crees que tus…habilidades son suficientes para parar esto. Y no te das cuenta que solo intento ayudar.
-No cuestiono tus actos, Aguilar. Solo tus intenciones.
-¿Cuándo tienes previsto tu plan? Si se le puede llamar así…
-En unos meses. Mata a la doctora, si quieres; será lo último de lo que puedas sacar provecho en esta vida. Y cuando mueras, te estaré esperando.
-Seguro. Cuento con ello. Ahora si no te importa, márchate. No tengo interés en seguir hablando contigo.
-Como quieras.
Gallardo se levantó y se dirigió a la puerta cuando Aguilar le llamó.
-Un momento, ¿por qué hay dos direcciones escritas aquí? – preguntó, agitando el papel.
-Por si no te conformas con matar a una buena persona, te ofrezco la sangre de otra. Mi último recluta.
-¿Por qué dejas ver tus movimientos tan fácilmente, Gallardo?
-Porque una victoria sin sacrificio no tiene gracia. Y el tiempo aquí se agota. Hay que aprovecharlo.
-Hasta la próxima, necio. La próxima vez será la última que tenga que soportar tu voz.
-Después de tantos años, ya iba siendo hora.
Gallardo abandonó la habitación. Aguilar volvió a mirar por la ventana, pese a que sabía que aquel hombre no necesitaba caminar por donde había venido.
-¿Cómo ha ido? – preguntó Dorado, arrojando su enésimo cigarrillo al suelo y preparándose para arrancar. Gallardo estaba sentado en el asiento de atrás: repentinamente, siguiendo su estilo.
-Lo que esperaba. No quiere rendirse.
-O sea que todo sigue según lo planeado, ¿no?
-Exacto. Vamos al punto de control. No volveremos a este lugar hasta dentro de un tiempo. Solo cuestión de esperar a que cada pieza encaje…
Mientras el coche abandonaba el camino, Gallardo volvió la vista atrás. Al final de aquella hilera de penuria, de aquella avenida digna de un urbanista loco, el rey del mundo contemplaba su obra, subido en su Torre de Babel.
Luko179124 de julio de 2012

1 Comentarios

  • Kafkizoid1

    Ah, conque ahí estaba la torre de Babel :)

    30/07/12 09:07

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