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La Torre de Babel- Capítulo 8

El profesor abrió los ojos repentinamente, como quien despierta de un sueño agitado después de un mal día. Y podría considerarse así. Su visitante le miraba fijamente.
-Nos quedan diez minutos, Juan. ¿Puedo pedirte que permanezcas aquí? Tal vez entren por la puerta de atrás.
-¿Qué me ha hecho?
-Exactamente lo que me pidió. Revelar lo principal de mi plan.
-¿Cómo es posible que alguien quiera hacer algo así?
-Para eso le necesito, para evitarlo.
-Me refería a usted, Gallardo. Lo que tiene pensado no es la solución. Por amor del cielo, esto es demasiado como para que usted crea que voy a seguir sus instrucciones sin rechistar.
-Si tiene miedo, cosa comprensible, no hace falta que haga nada. No tiene por qué aceptarlo.
-Creía que ya lo había hecho antes.
-Me gusta conceder segundas oportunidades. Aunque no lo parezca.
-Escuche, no cabe duda de sus capacidades…pero no termino de creerme su historia. Y es algo que va contra cualquier proceso científico.
-¿El qué? ¿La fe?
-¡No! ¡La fantasía! Usted me está poniendo en peligro, Gallardo. No sé siquiera si saldré vivo de esta…y me ha enseñado cosas que no puedo limitarme a olvidar. Quiera o no, ya ha decidido por mí.
Gallardo observó un momento por la ventana, sin responder. De pronto se giró, con un fulgor de fuego en sus ojos. El profesor le miró extrañado, y luego vio, a través de la ventana, como un coche aparcaba enfrente de su casa, y dos figuras salían de él. Caminaban hacia su puerta:
-¿Son ellos?- preguntó.
-Abre– susurró Gallardo. – Es mejor actuar con naturalidad.
Tembloroso, el profesor se dirigió al vestíbulo, asiendo el pomo de la puerta justo en el momento en el que su timbre sonó. Mientras tragaba saliva, se preguntó qué tendría en mente Gallardo, al que escuchó caminar pesadamente por el pasillo.
Dos hombres, vestidos con ropa negra, permanecieron en el umbral, observando detenidamente al profesor. Uno de ellos se limitaba a esgrimir la sonrisa de los vendedores a domicilio. El segundo extrajo un documento que guardó antes de ver qué se trataba.
-Buenas noches. Policía. ¿Ha visto a este hombre?
El segundo “agente” extrajo de su bolsillo una fotografía. En ella aparecía Gallardo, unos años más joven. Cuando el profesor negó con la cabeza, el agente dejó ver su otra mano, donde una Beretta reflejaba el brillo de la farola.
-Sabemos que está dentro. Grita, o haz algo extraño, y te dispararé.
El profesor asintió con la cabeza, temblando. El agente le empujó, encañonándole, ya entrando ambos en la casa.
-¿Dónde está?- preguntó uno de ellos, mientras accedían al pasillo.
-En…en el salón.
-Bien. Entra primero.
El profesor abrió la puerta del salón, a oscuras. La ventana abierta dejaba entrar una corriente de aire silbante que parecía enfriar el miedo de Juan.
-Enciende la luz- ordenó el segundo agente.
Juan probó repetidas veces, pero el interruptor no funcionaba.
-Ese hijo de puta… ¿dónde está? – preguntó enfadado el agente a Juan, golpeando su cabeza. Entonces se detuvo. Comenzó a sentir palpitaciones, y cayó inconsciente al suelo. Con un movimiento rápido, el profesor intentó coger su arma, pero su compañero fue más rápido y tras pisarle la mano, le apuntó con el arma.
-Buen intento, pero no te servirá de nada, Gallardo – gritó, sin dirigirse a nadie en particular, un desafío a un retador oculto.
De pronto, una figura surgió de la oscuridad detrás de él. Las luces se encendieron súbitamente y el profesor pudo ver como Gallardo agarraba la mano del agente, pero éste fue más veloz y le disparó en el abdomen.
Los dos hombres miraron al torso del herido, pero no manaba sangre. Con una carcajada, Gallardo golpeó al agente, y levantándolo, lo arrojó contra la mesa de cristal del salón, que se rompió en pedazos. El agente trató de levantarse velozmente, pero cuando intentó disparar nuevamente a Gallardo, había desaparecido. Apuntó entonces al profesor, que había presenciado atónito la escena. Las luces volvieron a apagarse.
-¡Gallardo! ¿Me recuerdas? ¡Soy Caspio! Mi señor ha hablado. Yo puedo matarte. Yo soy el elegido. Hoy vas a morir a mis manos. Regresa, y no mataré a este hombre. ¡La elección es tuya!
-Debiste dejar la esperanza al entrar aquí, viejo amigo.
La figura de Gallardo se perfilaba en la puerta del salón. Portaba un cuchillo, una daga, en su mano. Caspio sonrió, golpeando al profesor, que cayó al suelo con un quejido.
-Por fin…Las tornas se invierten, Gallardo. Aquella vez me dijiste que tú me matarías…lo dudo. Esto termina aquí y ahora.
Con una sonrisa ensangrentada Caspio apuntó a Gallardo, que avanzaba lentamente hacia él. Disparó tres veces, hasta que se dio cuenta, horrorizado, que la figura continuaba avanzando. Con un grito de desesperación, disparó hasta agotar el cargador.
El profesor, que contemplaba a los dos desde el suelo, estaba seguro que todas las balas habían alcanzado a Gallardo. Cuando estaba a un metro de Caspio, se detuvo. Éste atónito, soltó el arma.
-¿Por… por qué no… por qué no mueres?
-Porque he decidido no hacerlo.
Una luz, un fogonazo, como una explosión del mismo aire, mostró el rostro de Gallardo. Sus rasgos parecían esculpidos en magma ardiente de las mismas entrañas de la Tierra. Su sonrisa había trocado en una hilera de dientes puntiagudos. Sus ojos desprendían una fuerza arrolladora. Juan no se atrevió a mirarle a la cara. Parecía haber crecido y era más alto que Caspio, al que sus rodillas flaquearon y lágrimas de puro terror recorrían su rostro. Alzando la vista, gritó, casi suplicando:
-¿Qué…eres tú?
-Ahora al fin soy aire y mi maldición caerá…
Gallardo alzó el brazo.
-El fin de esta iglesia muy pronto vendrá…
La cara de Caspio gritó. El profesor cerró los ojos.
-Mi voz despertará.
Gallardo segó de un rápido movimiento la garganta de Caspio. Éste se desplomó.
Cuando Juan abrió los ojos, la dantesca escena había dado paso a una tranquilidad propia de un ambiente macabro. Gallardo, impoluto, estaba arrodillado ante el primer agente. Éste, con los ojos fijos en él, parecía murmurar una serie de palabras. Luego se levantó, y con los ojos en blanco, cargó a hombros el cadáver de su compañero y salió de la casa, montó en el coche y arrancó.
-¿Estás bien? – preguntó Gallardo, alzando al profesor y sacudiéndole el polvo.
-¿¡Yo!? ¿Y qué me dices de ti?
-Perfectamente, gracias. Siento el destrozo. Pero prometo compensarte.
-¿Cómo has hecho eso?
-Supongo que he tenido suerte de que Aguilar no acertase en su pronóstico. Si ese hombre hubiera sido el designado para matarme, no hubiera sobrevivido.
-¿Y qué le has dicho a su compañero?
-Les he mandado de vuelta con Aguilar. Un hombre así no perdona el fracaso. Su destino será peor que de haber permanecido aquí, puedes estar seguro.
-¿Y Caspio? ¿Era necesario matarle?
-Uno de los que planeó el asesinato de la doctora fue él. Me limité a defenderte y a ajustar cuentas.
-La destrucción de mi sofá es parte de las cuentas que voy a ajustar contigo, Gallardo. Eso, y casi matarme.
-Me ha gustado tu actuación, Juan. No has flaqueado. Realmente eres digno del papel que se te ha encomendado.
-¿Y puede saberse cuál es?
-A su debido tiempo.
Mientras hablaban, un vehículo aparcó en el lugar donde estaba el antiguo coche de los agentes. El profesor pudo ver como una estela de humo salió al bajar la ventanilla.
-¿Le conoces, Gallardo?
-Viene a buscarnos- se limitó a contestar.
Alfonso Dorado bajó del coche y le hizo una señal a Gallardo, que asintió. Después se dirigió al profesor
-Juan, recoge todo lo que necesites. Nos vamos.
-¿A dónde exactamente?
Dorado, que había caminado hasta la casa, se asomó a la ventana.
-A la guerra, profesor. Y en esta guerra estás con nosotros, o con ellos. Afortunadamente para ti, estás de nuestra parte. Soy Dorado. Un placer conocerle.
Luko179126 de julio de 2012

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