TusTextos

Mañana, Tarde, Noche

En un mundo parecido al nuestro, un cuentacuentos visitó a una chica a punto de morir.

Dicen, o decían, que hay muchos mundos similares a este, y que no son pocos los que ejercen el sagrado oficio de narrar historias; y también aseguran, incluso, que no escasean jovencitas cercanas a su triste fin, ya de amor o ya de estupidez, cuando ambos no son complementarios.

Pero, ¿cuántas de estas pequeñas princesas venidas a menos, lastimeras Sherezades de destino incierto, experimentan algo tan pasado de moda como la visita de un trovador contemporáneo?

-Cuéntame una historia- me dijo, apenas con un hilo de voz.
La habitación de Jen miraba al sur, y la luz del astro rey confraternizaba con la que ella emitía tenuemente, como la de una vela a punto de apagarse.
Una vela que sueña con brillar más que nunca, antes de su prosaico fin. Y el fin de Jen se aproximaba, inexorable, una marea con la que el océano quisiera avisarme de su próxima marcha. La cofradía de matasanos, otrora llamados médicos, no le había dado más que un mes de vida. No era suficiente tiempo para despedirme de ella, mujer por la que habría invertido toda una existencia de miradas, suspiros y caricias…sin que se hubiera percatado siquiera de un ápice de todo lo que yo sentía.
Para ella no era más que la sombra de una sonrisa, el espejismo de una relación de cortesía en la que no cabía más saludo que la duda.
Jack, me llamaba, no sabía la razón.
“Jack, cuéntame una historia; una historia, Jack, por favor”.
Jack, el rol que yo había asumido, se detuvo un instante antes de comenzar.

Me había iniciado como cuentacuentos muchos años atrás, cuando junto a tantos otros compañeros y compañeras se nos ofreció la oportunidad de ganarnos la vida, en el mejor sentido de la palabra. Pero el coste fue justamente el mismo premio que soñábamos con obtener.
Formamos parte de una hermandad capaz de dar esperanza, esa palabra por la que tanto se construyen sueños y se adecentan ilusiones. Algunos, a través de los siglos, nos habían llamado hechiceros. Otros, hijos del Diablo. Hay quien nos ha acusado de pervertir la imagen de Dios, de ser brujos que pretenden subvertir la civilización. Por todo ello, prefería mil y una veces ser llamado simplemente Jack.

Y Jack sabía que iba a morir por salvar a la chica a la que amaba, y que no se acordaba de su nombre.
Ella me miraba, expectante.

Del rincón más recóndito del corazón de las tinieblas al que yo veneraba, cobró vida la brillante luz a la que recurren los seres humanos cuando sienten que el mundo se cierne sobre ellos. El destructivo síndrome de Atlas. Del abismo del mar más angosto, surgió la primigenia criatura de la que tantos mitos se han escrito.

Yo la llamaba imaginación.

Conecté con la energía cristalina que residía en mi mente, habitual mediadora en tiempos de guerra y paz, con la que acostumbraba a dar forma a mis sueños. Y comencé a hablar, dejando que la magia fluyera a través de mis palabras, como me habían enseñado a hacer.

Esta era la vida que nací para salvar. Esta era la muerte por la que yo dejaría este mundo.

Hablé de cómo la primavera llegó pronto a Tempus. Las cosechas habían sido óptimas y ese año parecía que la racha continuaría. La cerveza fluía en un incesante festejo por motivo de la Feria del Sol, gran bazar capaz de albergar un festival imponente, celebrado en cuanto los hielos del invierno se derretían. Los mercaderes no cesaban de hablar de la corona de plata, con épicos relatos de cómo buenos hombres se habían dejado la piel en conseguirla. Fantasías que a Erik, el hijo de un humilde comerciante, se le antojaban versículos sobre una tierra prometida. Allá donde otros se cegaban por la codicia, el prisma a través del cual miraba el joven hablaba de la capacidad de las personas para hacer lo correcto a pesar de todo, del sustrato incorruptible del ser humano.

Hablé de cómo a finales de un verano, en la frontera de la tierra de los cátaros, la doncella Claudia se había puesto la corona de plata, hallada en un cofre de más de mil años de antigüedad. Y así se había vuelto codiciada por terratenientes, que pretendían su dote bajo el pretexto de amarla…a ella, que sentía miedo hasta de su propia sombra y no veía más mundo que en los libros, los que tan incesantemente leía en busca de respuestas. Hasta que aquel bandolero la secuestró. Un asesino, un ladrón y rufián, cuya misma presencia contravenía todo lo que le habían enseñado justo y adecuado; pero que fue capaz de enseñarle que las nuevas experiencias son las que enriquecen al ser humano. Encariñado de ella, terminaron por fugarse rumbo a la frontera, o hacia la puesta de sol, poco importa. Así Jen comprendió por qué, pese a las apariencias, nada es absoluto y todos tenemos capacidad para superarnos.

“Con el tiempo, Claudia desapareció, y en el mismo sitio donde se la vio por última vez crecía un fresno, un frondoso y terrible fresno, resistiendo los embistes del paso de los años. Decían de él que sus hojas destilaban un brillo de plata, y que quien se cubriera de la lluvia bajo sus ramas, no era dichoso de encontrar mejor tesoro en esta tierra; solo respirar el aire puro que generaba el argentino follaje ya era un premio saludo de una leyenda artúrica.
Y sin embargo el fresno Claudia, reina de la corona de plata, se veía atenazado por un temor sin nombre, el fantasma que recorría, a través de pesadillas de ultracodicia y extrema avaricia las mentes de los hombres. Denunciaba en su fuero interno los extremos más oscuros a los que podemos llegar como raza, y a pesar de juzgar correctamente nuestro grado de perseverancia, Claudia estaba condenada a morir en un mundo, sin poder alzar la voz para quejarse”.

-Por eso, Jen, tienes que prometerme una cosa.
Ella tenía los ojos cerrados. Los abrió lentamente, como si despertara de un profundo sueño.
-Prométeme que nunca renunciarás a tu corona de plata.
Y antes de que respondiera, la besé.

Salí de la habitación, dispuesto a caminar durante el tiempo que me fuera posible. No recuerdo cuantos pasos recorrí.
Así murió el cuentacuentos.
Con el estilo de los que no permanecen en la memoria más de lo que dura el recuerdo de un recuerdo.

El precio de un poder tal…Jen no lo sabía, pero estaba curada.
Y una promesa mágicamente construida en su vientre llegaría al mundo nueve meses más tarde. Dispuesta a experimentar todo lo que Jack había enseñado a su madre.

Pues la verdadera historia residía en mi espíritu, y durante todas las mañanas, todas las tardes y todas las noches, lo había consagrado a su causa.

Luko179105 de diciembre de 2014

2 Comentarios

  • Superandoloimposible

    Es una historis fascinante, mis felicitaciones.

    05/12/14 09:12

  • Polaris

    Impresionante texto, coincido con "Su".


    Pol.

    06/12/14 01:12

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