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Redención

Las calles chillaban con el llanto de los recién nacidos que nunca se pasearían por ellas, y el asfalto habría crujido de no ser porque carecía de tiempo para hacerlo. El ruido era alto, tanto como un redoble de tambor de un esquizofrénico, pues el estruendoso ambiente se amalgamaba con los pasos, los silbidos y los sonidos del silencio de una multitud sin nada que perder. El futuro, una cruel meta de fuerza arrolladora, apremiaba a ese conglomerado a conseguir lo que fuese que pedían. Jóvenes, ancianos, parados, trabajadores, cansados ciudadanos todos, hartos de un sistema inútil, de no solo perder la partida sino de no comprender las reglas del juego. Idealistas. Pragmáticos. Soñadores prácticos. Indignados.
Me paseaba entre ellos, aunque mi historia no era de su incumbencia. Esta narración trataba de mí, de un hombre, como la mayoría de lo que había leído en mi vida y podía recordar con mi castigada memoria. Un hombre que se paseaba con la mirada ensimismada entre la gente, la cual, concentrada en la revolución que nunca llegaría, me olvidó como se olvida el mundo terrenal en ascensión al paraíso de la justicia.
Iba vestido con un abrigo largo, de vendedor, estafador o fumador, sin peinar y con barba de varios días. Caminaba con los hombros rígidos, como siempre hacía, con sencillez de soldadito de plomo. Solía torcer mi cuello, como un animal curioso, para observar los rostros de las personas que cruzaban brevemente sus ojos con los míos. Mis gestos, mi forma de moverme, indicaban que no sería bien recibido en muchos lugares. Como si en aquellos tiempos me importase.
Quise dejarme arrastrar por la marea humana, solo momentáneamente, pero no fue sino un rato después cuando llegué a la cafetería donde comenzó mi trabajo, y a la cual me dirigía a cobrar por mis servicios. En aquella época, una mujer de dudosas virtudes, una pobre y estúpida imbécil corta de entendederas, víctima de malos tratos, me había contratado para suministrarle información sobre su marido, un showman venido a menos afectado por la crisis que había abandonado el hogar hacía tres días. Entré en el establecimiento, ignorando las miradas de los que se agolpaban fuera, pues no podían ahogarse en sus caladas prisioneras en el interior; y allí estaba, tan conmovida como su voz por el teléfono. Decidí sentarme, más por mi propia iniciativa que por algún ofrecimiento que hubiera hecho ella con un gesto casual. Ni ella estaba en condiciones de ser amable, ni a mí se me hubiese pasado por la cabeza pedírselo. Diríase que parecía más guapa según la luz se reflejara en uno u otro punto de su cara, pero era ese tipo de persona a la que puedes escuchar durante horas y horas sin hacerle ni el más mínimo caso. A una señal mía, se acercó el camarero.
-¿Qué va a ser?- me preguntó.
-Lo mismo que está tomando ella-contesté.
El camarero sonrió, y regresó a su puesto en la barra. Pensándolo bien, quizá creyó que la mujer que estaba enfrente de mí era mi amante. No fue tan sencillo. En realidad, María (como se hacía llamar al menos), lo que menos necesitaba en ese momento era el contacto carnal con un hombre. No iba a ser fácil relatar toda su historia, intercalada muchas veces con sollozos propios de una absorbente tragedia griega, pero fue vital entender los puntos fundamentales:
Tres hombres y una mujer habían llamado a la puerta de María y su marido cerca de una semana antes. El hombre, que había dejado su trabajo como ebanista, pretendía vivir de cuanta vieja supersticiosa leyera su anuncio en el periódico. Conocido en el inframundo de la parapsicología urbana como "Cristo", presumía de lograr todo lo que su homónimo bíblico era capaz, y aún más; amén de ganarse el cielo y quizá un sitio en el plantel de los charlatanes, donde compartiría sitio con algún político, en cuya mutua compañía no se iban a encontrar solos. Los extraños visitantes que habían acudido a su casa, le garantizaron que de no satisfacer sus deudas, tanto su marido como ella iban a pasarlo mal. Apenas parecieron impresionarse con un pequeño truco de ilusionismo en el que se intercambiaba el contenido de una jarra de vino y una botella de agua, pero al menos, de mala gana, consiguieron un par de días para pagar el dinero.
A mí se me haría difícil creer siquiera en la aparente tranquilidad con la que la mujer me contaba todo esto, propia de alguien totalmente convencido de lo que dice. Le prometí a aquella desdichada que de no encontrar a su marido vivo, le devolvería el dinero con el que mal alquilaba mis servicios. Quizá habría sido mejor entregárselo a los que parecían sus legítimos dueños. A posteriori, lo pensaría, pero no me correspondía a mí opinar. Apuré mi copa de un sorbo, y me fui del local. Pues antes debía efectuar una pequeña parada. Busqué mi transporte y me marché, con prisa.

Recordaba cómo sabía el caramelo que se movía en mi boca mientras esperaba a la salida del colegio a ese niño al que debía tantas horas de desvelos. Imaginé que su tardanza se debía a ser el último día antes de las vacaciones de invierno, en el que la civilización occidental se jactaba de su suerte bebiendo el sudor de naciones con menos posibilidades. Nunca vi llegar el momento de unirme a ellos, en ese absurdo festival en el que se celebraba el nacimiento de un supuesto salvador. De alguna forma, las grandes multinacionales debían obtener beneficios, y ese era el mejor modo.
Siempre había pensado que en un mundo en el que no existiera el sueño de libertad, probablemente yo habría sido un héroe. Cuando era joven, más joven que entonces, valoré lo que el mundo me podía dar, y siempre puse especial empeño en averiguar si la gente con la que me iba a cruzar a lo largo de mi camino actuaría igual que yo. Miré fijamente a cada uno de los pequeños infantiles rostros que salían en ese momento con destino a dos semanas de asueto. No me fue difícil dar con el que estaba buscando. Sólo, como siempre, esperando una madre que quizá hubiera tardado algo en venir a recogerle, un melancólico de apenas ocho años; giraba la cabeza nerviosamente hacia los lados, mientras se despedía de sus compañeros. Su corte de pelo, su ropa desgastada y su estilo al caminar contrastaban con el brillo de sus ojos, que colaboraban en el conjunto haciendo pensar en un aura especial que envolvía al niño, como si se hubiera tenido que fraguar su propia protección para sobrevivir en el patio del colegio.
A él me acerqué, sonriendo.
-¿Estás esperando a tu madre?- le pregunté, inseguro.
El niño me miró con desconfianza, como se mira a un animal salvaje de comportamiento impredecible. Sentí en él una energía sin parangón, irresistible, capaz de lo mejor, capaz de lo peor. Era el momento de jugar la siguiente baza.
-¿Cómo te llamas?
-Ad...Adrián-contestó, más con la mirada que con la voz.
-Adrián, ¿quieres ayudarme?
-¿Qué le ocurre, señor?
-Soy un agente secreto, Adrián.
Las palabras eran una estupidez, al igual que la idea. De todas formas, no tenía otra oportunidad. Me miró, aunque sin desconfianza: una acreditación –falsa, naturalmente- y ver mi arma reglamentaria le convenció instantáneamente de que yo, por surrealista que pareciese esa situación, no mentía. Al menos, en la verdad que yo mismo me quise creer.
-¡Guau!-dijo el niño, con admiración. -¿Está usted en un caso?
Pobre e ilusionado. Asentí y proseguí con un relato vacío, propio de película de cine de segunda en una tarde de verano.
Mi argumento parecía desmoronarse a cada segundo, pero trataba con un crío al que ya tenía en el bote. Después de unos minutos de mi inspirado soliloquio, vi aproximarse a una mujer. Era su madre. Apoyé mi mano en su hombro, mirándole a los ojos, sin parpadear. Supe que debía rematar la historia rápidamente.
-Adrián, ¿estás totalmente seguro de que puedes ayudarme?
-Sí, señor, seguro. Lo que usted diga.
-Bien, entonces quiero que guardes este documento. Es de vital importancia que nunca lo lea nadie, ni siquiera tú, hasta que recibas mi orden. ¿Está claro?
Le entregué un sobre cerrado, pobre intento de conservar mi cordura en una hoja de papel. El niño, con un gesto de emoción, lo guardó en su chaqueta, y haciendo el saludo militar, se despidió de mí para ir corriendo con su madre, a la que no quise corresponder su mirada de extrañeza.

Llegué por fin al sitio convenido, un poco antes de la hora señalada. El viento traía una sensación de fatiga, aunque no podía permitirme un segundo de retraso. El tugurio, vacío, apenas hogar de suciedad y promesas de la noche más oscura, no parecía albergar en ninguna de sus horas de apertura y alterne más que la cuna de un vicio, bebé que una madre ahogaría mientras duerme sin pensárselo dos veces.
Empujé la puerta del vestíbulo, que abierta, tragó algo de luz, casi como si tuviera sed de ella. Al fondo del establecimiento, a falta de mejor término, cuatro figuras rodeaban a otra. Escuché un sonido seco. Un golpe. Otro después, del que capté un estertor de dolor. Llegó mi hora de actuar.
De los cuatro, fue la mujer la que primero se giró percibiendo mi presencia. Su boca se torció en un malicioso gesto, aunque al segundo de avisar a sus tres compañeros, mi arma ya le apuntaba.
Disparé a quemarropa, notando cómo la vibración del arma hacía temblar mi brazo y en ese instante conecté con esa mujer de una forma que trascendió cualquier otra cosa que hubiera conocido hasta ahora. Nunca nadie me explicó si se trataba de la belleza implícita en la violencia, o la barbarie del primer asesinato. De un segundo disparo derribé a uno de sus compañeros, un demacrado y enfermizo personaje que apenas tuvo tiempo a reaccionar. La adrenalina de mi cuerpo alcanzó mis reacciones y aceleró mi pensamiento. Sentí euforia, y miedo, pues a modo de jurado supremo, los otros dos compañeros se abalanzaron sobre mí, ejecutores.
La sangre salpicó mi cara: casi sin pensar, había accionado una vez más el gatillo. El más pequeño de los dos individuos, que apestaba a enfermedad, cayó al suelo. De un golpe, apenas me hube incorporado, el último de ellos, un gigante cercano a los dos metros, volvió a derribarme. Mi pistola fue a parar a las sombras del local, sin posibilidad de recuperarla.
Me enzarcé a puñetazos con aquella mole humana, con más furia que técnica, y sin pensar en cuánto dolor podría recibir. No sabría determinar cuánto tiempo duró la pelea, en la que ni siquiera vi los ojos de mi rival. Sangre y sudor, madera astillada, cristal de botella…aquella noche aprendí lo que puede resistir un cuerpo antes de flaquear. Y fui yo el primero en hacerlo, aunque eso acabó siendo útil: él cogió una silla y antes de recibir el golpe, atravesé su pecho con una botella rota.
Con una exhalación caí al suelo. No pude abrir los ojos hasta que mi cuerpo dejó de temblar, pues llevado por el combate aquella tranquilidad parecía un insulto, algo que no encajaba, una situación fuera de lugar. Decidí incorporarme hasta que el hombre al que había venido a salvar se recuperó antes que yo.
Quizá fuera una combinación del caos más absoluto con la visión borrosa, pero el ilusionista que se hacía llamar Cristo se presentaba delante de mí como una imagen traída de las leyendas de esplendor de la Antigüedad. Me contemplaba con una extraña mezcla de agradecimiento, compasión y respeto.
-Has cumplido con tu parte-fue lo primero que dijo.
Asentí, levantándome del suelo lentamente, con mi cabeza palpitando de dolor.
-Supongo que soy un hombre de palabra, después de todo-intenté que sonara a bravata, pero no lo fue.
-No. Tú no deberías estar aquí. He de agradecer lo que has hecho por mí, pero no era así como debería ocurrir. Para empezar ni siquiera deberías haber matado a esos cuatro.
-Vi la situación…y decidí actuar. Perdón por ser un buen ciudadano…
-Has actuado por otros motivos. Motivos equivocados. Tú debías fracasar. Yo solo estoy aquí para ayudarte, a ti como he hecho con tanta otra gente. Si no hubieras interferido, incumpliendo las leyes, tanto ahora como en el futuro, hoy habrías aprendido una lección que únicamente se puede aprender siendo joven. La mujer con la que cruzaste tu destino no aparecerá, no podrás ya seguir el destino fijado.
Contemplé por fin a los ojos a esa persona que no dejaba de reprocharme tanto. Mis heridas aún dolían, como recordatorio de que seguían allí. Debía marcharme; tambaleándome entre restos de mobiliarios, me acerqué a Cristo.
-Si estás aquí para salvarnos, no puedes esperar que juguemos…según tus reglas.
Me giré y decidí no demorarme más.
-¡Te buscarán, Adrián! Deberás responder de muchas cosas al volver. Sabes lo estricta que es la ley en lo referente a viajes temporales.
-Puestos a ir en contra de la legalidad…que sea en todos los aspectos-contesté, tosiendo. Ya en la puerta, Cristo lanzó un último mensaje:
- ¿De qué te sirve haber cambiado ahora tu futuro? Tu vida iba bastante mal antes de este momento, antes de que fallaras aquí. Ahora llevas cuatro muertes en la conciencia, y nunca conocerás a la mujer que más has querido en tu vida. ¿A qué viene esa desesperación?
Me tomé mi tiempo antes de contestar, en parte por las palabras que no querían salir de mi boca. Un asesino de cuatro jinetes. Una mujer preciosa. Ese era el precio. En su día pensé que había encontrado un caso de desahucio, una pobre familia a la que querían echar de su hogar por la inconsistencia económica de un hombre que había querido cambiar de trabajo. Todo era una pantomima. Algo organizado. Cristo, real o falso, nunca me importó, me había manipulado, tal vez con buena intención. Imperdonable.
-Mis principios valen más que yo.
El hombre que se creía –o tal vez era- hijo de Dios me observó con detenimiento. Ni el Apocalipsis del que evité a aquel loco le convenció de que estaba equivocado. Al final, torció el gesto, y con un movimiento de la mano, se despidió:
-No intervendré más en tu vida. Has demostrado que no quieres ni mereces mi ayuda. Adiós, Adrián. Y espero que en este tiempo, cuando aún eres joven, puedas evitar los males que han atormentado tu existencia.
Ni siquiera dije nada. Simplemente, me marché. Y de camino a mi transporte, entre todas las excusas que ya se me estaban ocurriendo cuando me acusaran de haber viajado de manera ilegal al pasado, sonreí al pensar que eran dos infracciones, y no una. Probablemente la curiosidad de un niño podría ser la llave que cambiase mi vida. Unas instrucciones sencillas para evitar los peores errores que he cometido. ¿Por qué no? Quizá ese Adrián tenga mejor suerte que yo. Después de todo, la suerte es la ley del más fuerte. Y mucha es la fuerza que posee un hombre libre.
Luko179105 de mayo de 2013

2 Comentarios

  • Ennimaje

    Hay muchas cosas que no entendí, pero no me detendré en cada una de ellas, asumo que son parte de tu estilo.

    Sólo diré que leyendo detesté la opinión que tiene el personaje sobre la revolución. La revolución no llega, se hace. Esperar que llegue la revolución es algo paradójico.

    "Una pobre y estúpida imbécil corta de entendederas". ¿cómo podría este protagonista ser más hijo de puta? El personaje principal es un neo- Doctor House, resabio hediondo de la cultura de masas pasado por el filtro de Dan Brown.

    Interesante que integres la contingencia respecto de la prohibición de los fumadores en espacios cerrados. Interesante que lo hagas, pero el cómo se quedó cojo.

    Ok. La Revolución es una m***da, políticos de m***da, multinacionales de m***da, cristianos de m***da, charlatanes de m***da. ¿algo de profundidad por favor?

    Detesto cuando se utiliza mal la palabra A Posteriori, que significa "luego de examinar el asunto concreto" o "tras la experiencia del examen", una expresión propia del análisis científico, quizás más cercana a la epistemología y los manuales de metodología que en una novela comercial para "pobres estúpidos imbéciles de cortas entendederas". Para el caso tuyo era correcto usar Posteriormente.

    Llega a dar risa el uso tan esporádico de metáforas, que además son pobres y clichés. y bueno tras "llegó la hora de actuar" vienen disparos y reflexiones simultaneas, saltos, puñetazos, emociones y ¿principios morales? ¿justicia? rayos, qué estoy leyendo.

    En fin, sinceramente creo que podrías hacerte millonario, tienes todas las cualidades de lo que se vende hoy en día. Ya sea enfrascando tus personajes en una escuela de magia, piratas o un futuro distópico encajarían perfectamente porque están completamente vacíos de espíritu.

    07/05/13 03:05

  • Luko1791

    No suelo responder los comentarios críticos de las personas que leen lo que escribo, porque me basta con asimilar las opiniones y si son constructivas tratar de enfocarlas hacia una mejora de mi estilo. Pero dado que se trata del único comentario en esta entrada, y dado que tampoco suelo escribir relatos, comentaré que no puedes pretender dártelas de entendido y cimentar tu crítica en tus preferencias personales, cuando ya desde el principio comentas que hay muchas cosas que no entiendes. No me detendré en cada una de las cosas que has mencionado, pero da la sensación que no has podido terminar el relato porque te parece una mierda y por ello lo has dejado de lado y te has lanzado a escribir una crítica.
    Por otra parte, considero que nunca aprendemos a escribir del todo, pues resulta difícil aglutinar todo lo que vamos obteniendo por el camino que alimenta nuestro estilo; por tanto, en apenas 9 páginas (que es lo que se alarga este breve relato) he construido la mejor historia que he podido.
    Para concluir, me gustaría decir que gracias por el ¿pseudocumplido? de tu último párrafo; he tratado de dilucidar con un 85% de la misma pedantería que tú si tus personajes hacen gala de un espíritu atrayente, o si tus metáforas no saben a cliché masticado. Pero cuál es mi sorpresa, cuando veo que no has publicado nada...qué lástima. Algunos escribimos relatos con personajes vacíos de espíritu, otros escriben relatos vacíos de espíritu, y un tercer grupo de la población ha escrito vacíos, sin relato o sin espíritu.
    Gracias por comentar. Un saludo.

    08/05/13 06:05

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