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Montaña. El Tranquilo Palpitar de un Viejo Corazón

Hattana era tan viejo que ya no lamentaba el tiempo perdido a lo largo de su vida. Solamente las sensaciones permanecían en su mente, pues los sentimientos propios del cuerpo hacía mucho que habían caído de su piel hasta llenar la alfombra de complicados dibujos de espirales y de líneas. Deseaba que alguien se inclinara y los recogiera para devolvérselos. Pero ellos, al sentarse junto a él, simplemente se quedaban allí, escuchando con apatía sus pobres balbuceos. Ignoraban que Hattana tenía mucho de qué hablar. Cuando una idea se construía en su memoria viajaba hacia el pecho, lo llenaba de emoción y recorría el lacio brazo hasta llegar a la mano. Entonces buscaba a tientas el contacto de su interlocutor. Al notarlo, sonreía. Tan solo era un rictus en los labios, pero si el visitante estaba atento podía percibir un destello en sus ojillos grises. Destello que moría despacio, gota a gota, como el tranquilo palpitar de su viejo corazón. Hattana ya estaba tan sumamente hastiado del devenir de los días con sus noches, del lánguido ronroneo del paso de las horas, de las mismas luces y sombras vagando por la habitación… en fin, de todo aquello que nace y muere cada día, que su mirada abrigaba una tristeza oscura y profunda.

Siempre estaba inmóvil en su vieja butaca descolorida por los años. Podía notar la tibieza del sol colándose entre las cortinas; en esos momentos imaginaba las cumbres nevadas que ese mismo sol había acariciado momentos antes. Hattana, en su vejez, creía que la luz fortalecida por la solidez de las altas cimas y los picos asolados por vientos eternos era lo que le ligaba aún a este mundo. Esas cumbres no le dejaban irse. Estaban tan quietas como él en su antiguo butacón de mimbre.

Los domingos llegaban algunos de los familiares, invariablemente a la misma hora. Invadían su habitación, saludándole a gritos. Hacía tiempo que él ya no podía oírles. Había olvidado los rostros de las personas. Uno de ellos siempre hacía lo mismo: permanecía junto a la pared con las manos en los bolsillos y el porte altivo, contemplando la pequeña forma de Hattana que tan solo era una mancha acurrucada en la esquina de la sala, con la cabeza ladeada y la mirada vidriosa. Le cuidaban con desgana, con prisas por irse y evitar así la compañía de un viejo que hacía años debía haberse ido. Y siempre eran adultos. Jamás le visitaba un niño. ¡Cuánto habría dado el pobre Hattana por escuchar las risas de un pequeño, por ver sus correteos por la habitación! Desearía que subieran sobre la descosida manta de cuadros que le cubría las piernas y le tiraran con sus manitas de sus viejos dedos agarrotados. Con tales pensamientos la pena visitaba el cansino corazón de Hattana.

Pero le hacía muy feliz cuando le visitaba Montaña. Siempre llamaba antes de entrar. Al menos tenía más respeto que sus otras visitas, que a menudo le sobresaltaban. Pero no era así con Montaña. Él rascaba la puerta con su pata, y cuando Hattana le decía que pasara, la apartaba suavemente con el hocico. Una vez dentro la volvía a cerrar, agitaba la cabeza en señal de saludo y se tumbaba sobre la alfombra, llenándola toda con su esbelto cuerpo. Entonces Hattana se inclinaba en su butaca y le acariciaba tiernamente su crin negra. Montaña respondía acercándose un poco más y apoyándose en su regazo. Los rayos de sol resbalaban por la piel anciana y se fundían con la piel de su amigo. Y el silencio reinaba sobre un espacio bañado en oro, lleno de júbilo contenido, donde el tiempo había sucumbido bajo el embrujo compartido por dos almas gemelas.

A Montaña le gustaba escuchar. Nunca se aburría con sus antiguas, largas y complicadas historias. Cuando estaba con él, Hattana se expresaba con soltura. No necesitaba escoger las palabras porque siempre eran las adecuadas. Recordaba perfectamente todos los libros que había leído y que ahora se encontraban lejos, muy lejos, justo detrás de la mesilla, apretujados en las estanterías de un mueble que llenaba toda la pared. Montaña apreciaba esos relatos. Era muy callado, pero las pocas veces que hablaba decía cosas que Hattana nunca hubiera soñado poder escuchar. Sus breves oraciones eran tan concisas, tan llenas de significado, que Hattana sentía como si escuchase el lenguaje de la Primera Luz. Sus conversaciones se prolongaban durante horas hasta que Hattana enmudecía, bajaba la cabeza y caía en un profundo sueño. No lo sabía, pero Montaña siempre se despedía rozando con el hocico su mejilla arrugada.

El primer día de verano fue la última visita de Montaña. Esa tarde no quería escuchar. Tampoco permitió que le acariciase. Se quedó de pie sobre una alfombra que recogía la forma de sus muchos cuerpos, formando círculos, anillos y espirales, algunos iluminados por el sol del atardecer y otros oscurecidos bajo la sombra de Montaña. Observó a Hattana con ojos abrasadores. Se agachó y le invitó a montar. Su piel olía a asfódelos. Cuando pasaron junto a la estantería, Hattana extendió la mano y acarició los desgastados lomos de los libros, sintiéndolos de nuevo deslizarse entre los dedos. Se inclinó sobre su cuello, hundió el rostro entre la crin y juntos salieron de la habitación.

El sol iluminaba una butaca vacía. Su luz era más radiante que nunca.
Maikel11 de abril de 2016

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