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Amor de Borrachos.

Nadie advirtió que no jalara la palanca. No estaban obligados, pero, vamos, hubiese sido cortés de su parte. Ahora estaba hecho un lío. Tenía los pies mojados de vómito y mierda, las manos, ¡el cabello! Encima, esa chica, la de nariz chueca, me siguió hasta el sanitario y se embarró lo mismo, pobre. Iba demasiado borracha, creo que su intención era ganarme el turno. Lo hubiese comprendido de no ser porque me cagaba en serio, y por que, bueno, yo iba borracho también. El caso es que ambos acabamos en el suelo, llenos de esa cosa. El cuarto medía dos por dos metros o menos, lo que supone que teníamos el cuerpo doblado por las partes que no debe doblarse: un codo chueco, las piernas en la cara, etc.

El agua comenzó a salir por debajo de la puerta. Eso alarmó a la gente; gracias a ello nos rescataron. Nos dimos por vencidos una vez tocado el suelo. No movimos un dedo para intentar levantarnos. No dijimos una palabra. Creo que yo, hasta cerré los ojos. Estaba acabado. Había tocado fondo, probablemente, y al menos tenía una chica sobre mí, que es más de lo que podía esperar en una situación así.

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Desperté en un cuarto de hotel de la colonia Hidalgo, no muy lejos de aquella fiesta. No recuerdo cómo llegué allí, ni cuándo lo propuse a Lucrecia; desperté con ella a un lado, desnuda, echa un feto, envuelta en todas las cobijas. Desperté debido al frío y al ruido de los pregoneros. Yo también estaba desnudo; supuse que lo habríamos hecho, pero no tenía el recuerdo de haber montado alguna mujer, ni la brocha mojada o viscosa. Más adelante, un par de horas después, Lucrecia me llamaría caballero por no haberla forzado aquella noche. En el estado que me encontraba, ¡imposible!

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Por desayuno tomamos café y pan. Lo hicimos en la cafetería de chinos que antaño visitaba, cuando me internaba en la colonia Hidalgo en busca de chicas. Allí soltó su nombre, su edad y un pedazo de su vida. Se llamaba Lucrecia, tenía treinta y siete años y trabajaba en un laboratorio farmacéutico empaquetando medicinas. Yo dije llamarme Martin Petrozza, tener veintiocho años y ser escritor.

Lucrecia fue la primera persona que no hizo ningún comentario respecto a mi oficio. En vez de eso dijo lo de ser un caballero. Sonreí mientras mordía un pan de sal y bebía café. Me hubiese gustado más un reclamo por haberle dado una buena cabalgada. ¿Por qué las mujeres nos llaman caballero cuando no las tocamos y nos insultan cuando les damos placer? Les gusta dar el beneplácito, ser las de la última palabra, estar decididas. Ojalá fuesen más honestas consigo mismas. Como sea, ahora que había sido nombrado Caballero, me cobraría el honor.

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Festejaban los quince años de una chica. Era una fiesta a puerta abierta y me colé, principalmente, porque a la distancia vislumbré una botella de whisky. No era la primera vez, lo había hecho antes, con Guillermo, con Salmo; colarme en una fiesta sin conocer a nadie. Cogí un par de bocadillos y me fui a por la botella. La gente estaba en lo suyo, así que la tomé completa y me instalé en una esquina oscura.

La gente me miraba de vez en vez, pero no parecía importarles que yo estuviese allí. Eran chicos de quince años. A esa edad a uno no le importa nada. También estaban los padres de los chicos, sentados en grupos, en mesas que les asignaron por familias o algo. Esos estaban más borrachos que yo cuando llegué. Había encontrado un buen sitio para estar, con bebida gratis y culos jóvenes que mirar. Quien diga que la vida es cruel, no tiene idea.

Entre todos esos estaba Lucrecia, que era la tía de una de las invitadas de la quinceañera. Era, según me dijo en la cama, la tía más loca que pudiese tener esa chuiquilla. Le creí, por supuesto; una tía cuerda no termina en el suelo del sanitario de un salón de fiestas, inconsciente, embarrada de su propio vómito, y despierta al día siguiente sobre la cama de un hotel de paso con un borracho desconocido que casi se caga en los calzones. Al menos es la tía y no la madre, pensé. Y en todo caso, yo estaba igual de loco que ella.

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Lo noté antes, durante la fiesta y al forcejear la entrada al sanitario, y ahora que la tenía enfrente era imposible pasarlo por alto: Lucrecia tenía la nariz más chueca que jamás se haya visto en una mujer. El tabique estaba desviado y la nariz hacía forma de S. Tenía una S por nariz. No era gracioso. No era aterrador. Era sencillamente algo tan extraño que no podías hablar de ello sin sentir un calofrío recorrer todo tu cuerpo. Al final de las S había dos hoyuelos, como puntos. Algo así: .S. Es curioso que pueda representarlo con grafías gramaticales, pero es cierto. Para un retrato de Lucrecia sería mejor utilizar una hoja de papel y una máquina de escribir que lienzos y pinceles.

Me levanté de la cama y fui al lavabo. Antes eché una mirada al cuerpo de Lucrecia. Permanecía envuelta en sábanas, ahora, en posición supina. Lucía como un cadáver en la morgue.

El agua de tubería de la colonia Hidalgo tiene un sabor amargo, como agua estancada o podrida, y es viscosa al tacto y al gusto. Me enjuagué la cara y la boca tanto como pude soportar el sabor y regresé al cuarto.

Lucrecia se había destapado la cara. Estaba allí, echada sobre la cama, con los ojos cerrados y esa inquietante nariz sobre la cara: .S.

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No recuerdo cuántas copas bebí; de pronto me vi rodeado de un grupo de personas que reían y brindaban conmigo. Supongo que conté algo, una historia que justificara mi estadía en el festejo, un chiste, no sé. Había bebida suficiente para emborrachar a una manada de elefantes. Eran adultos, los padres de los chicos.

Estuve en eso una hora o así. Reíamos, estoy seguro, aunque no sé de qué. Yo estaba con ellos y al mismo tiempo, en los culos de las niñas. Las miraba ir y venir por todos lados. Iban metidas en vestidos de colores chillantes, morados, rosas, azules, verdes. Algunas llevaban la espalda descubierta hasta la raja. Otras mostraban pierna, y algunas hasta traían escote. Parecía una reunión de princesas Walt Disney mexicanas. Con princesas no quiero decir que fuesen bellas. En realidad, tenían caras espantosas. Maquillaje sobre piel morena. Hay que tener suspicacia para maquillarse; hay que evitarlo en la mayoría de los casos.

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Se levantó sin prisa, como alguien acostumbrado a la resaca. Definitivamente, no era la primera vez que Lucrecia bebía de eso modo, y posiblemente, tampoco la primera vez que despertaba en un sitio sin saber cómo. Se aclaró la garganta y dijo Buenos días, como la que más. Buenos días, respondí. Yo tampoco solía dar importancia a los nombres de las personas o los porqués de las cosas: éramos un par de cuerpos vivos y moriríamos cualquier día; nada importaba realmente. Luego exclamó ¡Puff, qué olor! Me senté sobre el borde de la cama y lo solté: te has meado, nena. Lucrecia tanteó el colchón. Estaba húmedo. Al sentirlo, pegó un salto al suelo. Quedó de pie, frente a mí, con las peras desnudas. Bonitas peras, dije y sonreí. No eran espectaculares, pero suficiente para echarles flores. Bonito culo, guapo, contestó ella, riendo.

Lucrecia era demasiado risueña y alegre para ser una bebedora consuetudinaria. Para llevar una vida tan desastrosa. Demasiado despreocupada para que no la hubiesen matado ya, en cualquier cuarto de hotel, o callejón oscuro. Tenía la nariz chueca, pero mucha geometría interior. Era un alma ligera y hasta bella, si uno cree en esas pavadas.

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Quizá comí algo malo, no sé. El estómago me iba a estallar en cualquier momento. Se dirá del trago, pero no es verdad; he bebido siempre y nunca había pasado. Era como saber que una avalancha de nieve se avecinaba sobre mi cabeza. En este caso, una avalancha de mierda. Algo incontrolable. Un sentimiento de impotencia ante la sabia naturaleza.

Dejé todo de un momento a otro. Nadie me exigió explicación alguna, habrán pensado que volvía el estómago de borracho y debía correr al sanitario. Eso hice, a sus ojos. Corrí al sanitario a echarlo todo por la boca. Sin embargo, no era por la boca por dónde Dios y mi cuerpo me ajustarían las cuentas de una vida de juergas.

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Tomamos la ducha por turnos. Primero ella. Mientras tanto, me recosté en la cama y me masturbé pensando en lo bueno que hubiese sido ser menos caballero.

Luego tomé turno y mientras tanto, Lucrecia aprovechó el tiempo para meterse en un vestido ridículo, color morado fluorescente. No recuerdo nada de ello, pero debió estar así toda la noche, durante el trayecto al hotel, del que no tengo un sólo recuerdo, y bueno… ahora era peor porque nada justificaba que ella anduviese metida en ese vulgar trapo.

Cuando salí y la vi, no puede contener la mueca. ¡Qué!, gritó. Nada, dije pensando en las cosas que puede traerle a uno la vida si la vive borracho. En mis cinco sentidos jamás hubiese salido con una mujer así. Pero claro, eso hubiese sido injusto y jamás hubiese conocido a la buena de Lucrecia. Era una chica excelente, su único pecado era el vicio, pero de eso yo no puedo juzgar a nadie.

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Cogí la perilla de la puerta del sanitario, la hice girar e iba a entrar, cuando de la nada, como un rayo que cae sobre un árbol que descansa ingenuo en medio del bosque, me cayó del cielo el cuerpo de Lucrecia, semiinconsciente. Murmuraba cosas, pero nada inteligible. Di por hecho que deseaba pasar a toda costa. Yo también lo deseaba a toda costa. Si ella iba fuera de sus casillas, no puedo decir más de mí. Seguro que para ella, fui yo quien cayó como un rayó maldito que se interpone.

Ahora que pienso en ello, dudo mucho que hayamos llegado siquiera de pie a la puerta. Es muy probable que llegásemos a gatas o a punto de caer porque una vez dentro no recuerdo haber estado de pie un sólo segundo. Todos mis recuerdos sobre aquel sanitario son sobre el suelo. Recuerdo la cara del excusado, lleno de orines, la humedad y el frío del suelo, una cubeta con agua y las paredes girando, todo el cuarto girando como una lavadora.

También recuerdo el cálido abrazo de un río de vómito sobre mi hombro y parte de mi cara. Recuerdo la cara de Lucrecia, con la boca abierta en O y los ojos cerrados, con lágrimas, y su cogote colorado del esfuerzo de aventar esa cosa por la boca, a toda presión.

En aquel momento no me importó. La fuerza de la supervivencia es muy grande. Yo tenía un objetivo y era claro. De un modo u otro logré quitarme a Lucrecia de encima, bajarme los pantalones, trepar el culo al excusado y sacar todo el mal de mi cuerpo.

A pesar del estado, tuve la decencia, y el error, de jalar la palanca. Alguien debió advertirnos. El excusado estaba descompuesto y en vez de llevarse la cosa, comenzó a sacarlo todo. Lucrecia ni siquiera lo notó. Estaba profundamente dormida. El agua corría por sobre nosotros. No era el mejor momento para caer rendido, pero… caí rendido. Una vez desalojado el cuerpo, exigía reposo. Me tumbé sobre Lucrecia.

Lo que pasó después no puedo asegurarlo, lo intuyo. El agua llegó a los zapatos de algún grupo de personas que rondaban cerca del sanitario. Esto alertó a la gente y alguno debió abrir la puerta y encontrarse con la peor escena de su vida.

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Nos sacaron de allí casi a palos. Recuerdo un gritería, un escándalo. Principalmente por la tía Lucrecia. Yo tan sólo era el hombre con el que encontraron a la tía. Ninguno de los que bebieron conmigo tuvo el valor de defender mi honor. Yo no conocía a esa chica, no la había emborrachado ni salía con ella ni mis intenciones eran las de follarla.

En periodos intermitentes de lucidez y neblina, recuerdo la calle, las luces de un coche, el pago de Lucrecia al chofer del coche y las puertas de un hotel de paso.

No era la primera vez en la vida de Lucrecia que visitaba aquel hotel, ni que debía correr de alguna fiesta. En la familia solían contar con su borrachera. Le pagaban un taxi con tal que se fuera. Así me lo contó ella en el café de chinos. Era la oveja ebria de la familia. El rollo del escándalo, la salida forzada, el taxi, todo, era el cuento de siempre. No podía controlarse, si bebía tan solo una gota no podía parar. Ya, dije, somos víctimas del mismo mal.

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Salimos del hotel tomados de la mano. Hay un vínculo entre todos los bebedores que nos hacer ser amigos de antemano. No importa cómo se llame, qué edad tenga, a qué se dedique o si es bonita o fea, ni nada que pueda pensar o creer… es una persona que bebe. Es decir, una persona que sufre abiertamente la desdicha de vivir en un mundo de humanos.


Entramos al café de chinos del mismo modo, cogidos por la mano, con su vestido morado y mi chaqueta de cuero negra. Con su nariz de S y mi apariencia de pordiosero. Con mi educación y la suya. Con nuestros pasados libres como pájaros. Con nuestras espaldas llenas de espinas, nuestros nombres manchados, nuestros futuros inciertos. Con nuestras ganas de morir, nuestras esperanzas perdidas, nuestra fe en un Dios que un buen día destruirá la Tierra. Con cientos de dedos señalando nuestras espaldas. Con la frente en alto. Con la seguridad que en adelante, en el siguiente trago, estaremos juntos una vez más.

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Martinpetrozza12 de febrero de 2015

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