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Umbrales

Llegó al umbral y frenó. Ni bien tocó el picaporte de la puerta entreabierta, la avenida a sus espaldas desapareció. Ya no había luces, ni bocinas, ni murmullos ni nada. Un olor comenzó a invadirlo de pies a cabeza. Ese aroma que tantas veces sintió durante años, pero el tiempo había hecho que ésta vez fuera distinta a todas las anteriores. Una murga de recuerdos y sensaciones comenzó a tocar entre sus orejas y su piel se erizó. Y de golpe comenzó a ver.

Más allá de la abertura que tenía ante sí, esas cuatro paredes albergaban una infinidad de momentos que creía haber olvidado mientras deambulaba por las calles de esa ciudad hostil. Suya, sí, pero hostil. Recordaba viejas épocas en las cuales sentía que el asfalto era su mejor amigo, pero eso ya había quedado muy lejos. Sus últimos recuerdos ahí afuera no eran precisamente amigables.

En parte había regresado por eso, porque necesitaba algún tipo de guía o instrucción para saber cómo seguir en ese camino que había elegido no hacía tanto. Pero cuando vio, cuando realmente prestó atención a lo que había allí, la murga dejo de tocar. De repente volvieron a aparecer las luces y los autos y los murmullos y todo. Lo que observaba era su casa, sí. Pero realmente nunca había logrado convertirlo en su hogar.

No había sabido cómo hacer para que ese papel verde, ahora rasgado y desteñido por el olvido, resultara ese oasis en el medio de su desierto que tanto había necesitado durante aquellos viejos días. Lo había intentado, estaba convencido que un lugar tan bello no podía serle tan hostil. Tan suyo, sí, pero tan hostil. Se había prometido que de alguna u otra manera allí debía ser donde pasara los últimos momentos de su vida. Cambió los muebles, empapeló las paredes, quitó las cortinas y hasta se deshizo de su vieja cama buscando eso que nunca descubrió qué era en realidad.

Giró. Vio la avenida. Volvió a girar. Vio la casa. Y de golpe comenzó a ver.

No vio con sus ojos. Esos ojos nunca le habían servido para mirar. Cada vez que había confiado en sus consejos, había fallado. Con el correr del tiempo se dio cuenta que para lo único que le servían era para decir aquello que tanto solía costarle con las palabras. El problema fue cuando algunos golpes le enseñaron que hay pocos ojos que sepan escuchar.

Con lo que vio fue con todo lo demás. Con su cabeza, con su pecho, con cada uno de los pelos de sus brazos, con su boca, otrora dueña de discursos inverosímiles que en ese momento dejaron de tener sentido alguno. Y la murga comenzó a tocar de nuevo. Una murga alegre, la murga de fines de febrero, la que sabe que es su última función, pero que es feliz por los días vividos.

Y por fin lo entendió. Tanto tiempo había estado viviendo en esa casa y tanto tiempo había estado deambulando por ese asfalto, que nunca lo había notado. En ese momento comprendió cual había sido el sentido de toda su historia. Un frío le invadía la mejilla, la avenida y la casa desaparecieron y la oscuridad se apoderó de todo lo demás. Ya era tarde, pero estaba donde debía estar. Ahí donde se sentía cómodo y donde siempre había sabido vivir. En definitiva, nunca había podido animarse a hacer nada para moverse de ese umbral.
Matiberdini14 de marzo de 2016

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