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Redención

Se dio vuelta y lo vio. Los dolores se habían calmado un poco, su enfermedad entraba en una extraña mejoría. Entonces, giró un poco su cabeza, y allí, al lado de la cama, estaba Héctor. Sí, sin duda ese muchacho de pelo negro revuelto, alto, de ojos color miel que lo miraban con amparo era Héctor. En ese momento, no se acordó bien cuándo fue la última vez que lo había visto, es raro como ciertas cosas importantes se le olvidan a uno. En cambio, lo que siempre perpetuó en él fue el día en que lo conoció.

La lluvia dominaba el alba de ese verano de 1981. Parecía que el clima concordaba con los ánimos. Se despidió de su madre, subió a la camioneta y miró su casa alejarse. El servicio militar no iba a ser cosa fácil, en otros tiempos quizás sí, pero ahora no.

Llegó al Batallón a eso de las diez. Un uniformado robusto, bien rapado, se hizo cargo de su grupo, los formó en filas y comenzó con los insultos del caso. En seguida, tuvo que dejar su equipaje en un taller que hacía las veces de pieza. Había tres camarotes, un solo velador, una ventana que daba a una pared y un placard húmedo, todo en un espacio de cinco por cinco metros.

Tiró sus valijas en la cama que estaba más cerca de la ventana, al momento en que, sin darse cuenta, pronunciaba mentalmente una plegaria. En ese instante, una mano le tocó el hombro.

- ¿Me dejás pasar? Yo voy a ocupar la cama de abajo. Me llamo Héctor, che. Un gusto, creo.

La voz era amable a la vez que altanera. Su mente evocaba una a una las palabras pronunciadas. Héctor era un poco más alto que él, pero más flaco sin duda. Su nariz ligeramente aguileña encajaba perfectamente en el rostro redondeado.

-Esto va a ser jodido, parece. Los milicos tienen todo el poder ahora, no los toca nadie. ¿Qué época nos tocó, no?- siguió pensado en voz alta Héctor. Sólo lo interrumpió el portazo del sargento que los venía a buscar para correr.

Con Héctor tenían muchas cosas en común, no pasaron muchos días sin que se hicieran casi inseparables. Los cigarrillos a escondidas, el mate en algún rato libre, el hermano mayor que había desaparecido, el trabajo que tuvieron que conseguir temprano. Parecía que un mismo libreto había sido escrito para los dos. Los días de la colimba se habían hecho un poco más livianos así.

Cuando se dieron cuenta, unos meses ya habían quedado atrás, y ni siquiera reaccionaron ante la realidad hasta que se vieron los dos en un galpón en Santa Cruz. Los militares les venían avisando de una guerra, y parece que no era sólo una amenaza. En la Patagonia, la clase ’63 tenía que esperar el recambio, un solo llamado y en seguida partían decenas de buques para las islas. Y el llamado llegó, a las tres de la mañana de un sábado. Ninguno había dormido esa noche, algo rondaba en el ambiente. En menos de cinco minutos, Héctor, él y otro centenar de chicos estaban en la proa de un buque, navegando hacia los límites del Mar Argentino. El desembarco no fue tan hostil, el sector estaba bajo control. Sin descanso, un lugarteniente de apellido Rivadera les ordenó que lo acompañaran, iban directo al frente, a las trincheras. Parece que hacía falta apoyo.

Es raro, uno se olvida de ciertas cosas importantes. No recordaba su nombre clave si no lo leía, no tiene muchos recuerdos de la primera semana, salvo que Héctor le ganó una cena para toda la unidad con el tres de bastos. Pero el olor a tierra húmeda, la sensación de las manos escarchadas, los ojos llorosos de Oscar, el primero que se fue tras un balazo en el pecho, permanecían en él a cada momento.

Entonces se acordó. La última vez que había visto a Héctor. Fue un jueves. Pero sí, eran las ocho de la mañana, y hacía un frío insoportable. Carlos tenía hipotermia. El ruido de aviones se había intensificado, raro a esa hora, ¿o no eran aviones? Después, el primer fogonazo, el estallido y la unidad partida en dos. Las ráfagas disparadas por los ingleses, los gritos, las madres que no estaban. Héctor todavía al lado de él, nunca lo había dejado solo ni un instante. Y otro fogonazo, abrumador en todo su ser, y Héctor ¿dónde está? El que yacía en un costado era Miguel, el último hilo de vida se le escapaba a Juancito, el chaqueño. Pero si Juancito aparecía ahora atrás de Héctor, a la derecha de la mesita de la sala, junto a Esteban que tenía a su hijo en brazos. Y Héctor le tendía ahora la mano, en la mayor candidez que había sentido en su vida. Solo quedaba levantarse, dejar atrás al cuerpo, a ese envoltorio que ahora queda acostado en la cama, ir abrazado a Héctor, a Miguel, a Juan, a Oscar, ir hacia esa paz que por fin habían alcanzado.
Mauricio20 de diciembre de 2007

4 Comentarios

  • Mauricio

    Este es un cuento bien argentino que escribí para la facultad, me hubiese gustado que fuera un poco más largo.

    20/12/07 01:12

  • Arieldavid

    Me hizo acordar a la novela "Los pichiciegos" de Fogwill.. Es un tema fuerte, me gusto.

    20/12/07 02:12

  • Tuxsparty

    Si, muy copado.

    20/12/07 02:12

  • Mauricio

    Muchas gracias gente, me alegro que les haya gustado, a Fogwill lo vi en "Ver para leer", entretenido ese programa no?

    21/12/07 01:12

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