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Soledad

Anoche soñé con el viejo, la vieja, el flaco y la nana. Encontré a mi padre sentado en la entrada de la casa. Regresaba de escaparse a la calle de comprar sus cigarros - Inca sin filtro - y de fumárselos a escondidas. Tal y como lo hacía en vida. Se encontraba cansado y agitado y miraba al suelo como tratando de encontrar su aliento. Lo note cabizbajo y pensativo. Hacía tiempo que no lo soñaba, y ya me estaba preguntando: ¿qué sería de él? Tenía ganas de conversar y me acerqué. 

Cuando se percató de mi presencia y levantó su mirada me vi reflejado en la profundidad de sus ser se me heló la sangre y sentí un fuerte vacío en el estómago. Esos ojos, tristes, muy tristes, acusaban soledad. Había en ellos una infinita pena imposible de describir que me envolvió un ataque de pánico y corrí despavorido lejos de él.
Corrí huyendo de su tristeza, de su soledad. Corrí con la culpa y el remordimiento, con la vergüenza y el pánico mordiéndome los talones. Corrí huyendo, abandonando solo, otra vez, a mi viejo con su eterno pesar. Corrí perseguido por la agonía de haber sido un mal hijo, por haberle pagado mal.
Al avanzar por el pulido piso rojo del corredor del zaguán, (el cual enceraba todos los domingos), el pasadizo se hacía eterno y estrecho, estrecho y eterno. Cada paso que daba era un esfuerzo gigantesco y no podía avanzar. Mis pasos, eran cada vez más lentos y pesados, y me embargaba una pesadez que no me dejaba continuar.
Antes de perderme en la desesperación, divise una luz al final del zaguán y me encontré con el jardín que mi padre encantaba cuidar y regar. Vi sus plantas preciosas y bien cuidadas. Me invadió el olor de la planta de cedrón, y pude recordar el sabor de los nísperos abundantes y generosos. Los colores y formas de sus rosas, sus claveles, todo el pequeño jardín de mis recuerdos cobraron proporciones gigantescas. Inmensurables que colmaron mis sentidos embriagándome de nostalgia.
De repente en el aire, una armoniosa melodía cubrió el espacio volviéndolo etéreo e irreal. La brisa se movía en vaivén, en armonía, en compás. Escuche a lo lejos una voz de soprano que cantaba exaltada elevándose hacia Dios. Atravesé campos, colinas y valles.
Seguí la voz tratando de reconocerla. ¿Dónde la había escuchado antes?- me pregunté.
Al llegar a lo alto de una cima redonda; encontré a mi madre bailando con los brazos abiertos, los ojos cerrados y cantando con esa increíble voz que escuchábamos cuando cantaba en los cumpleaños. Ella siempre daba la voz de arranque y,- me avergüenza reconocerlo-, muchas veces nos burlábamos de ella, arrancándole gruesas lágrimas de resentimiento. Pero no. Acá estaba magnifica, hermosa, chaposa y radiante. Había encontrado a Dios. Había encontrado quien la escuche, y nadie se mofaba de ella.
Cuando quise hablarle; mi madre, absorta en su contemplación, y, sin dejar cantar, me ignoro totalmente. Era ahora ella quien me ignoraba. Sentí en piel propia lo que ella debió haberlo sentido en vida. Ahora ella radiante, había llenado ese hueco que le había cavado la soledad de su vida. Quise hablarle, tocarla, abrazarla pero estaba ida, dichosa, feliz.
Di la media vuelta y la deje resplandeciente en su mundo, bailando y cantando para su creador. Viendo tanta felicidad ajena me hizo sentir más solo y triste que nunca. Me embargó una pena tan honda que me caló hasta lo más profundo del ser.
A medida que me alejaba la vi convertirse en un árbol cuyas ramas se movían en compás con el viento. De repente una manzana salió disparada y me cayó en plena nuca tumbándome de bruces en el césped.
Al recobrar el conocimiento me acordé de mi hermano, quien, al contrario de mi madre, no había tenido una muerte natural. Había sido asesinado, y se hallaba aturdido. Su asombro al encontrarse, de repente muerto, no tenía límites. No podía creer el hecho de que había sido victimado por quién más quería. Su esposa.
Ahora trataba de llenar su soledad volcándose en cosas materiales en un mundo inmaterial. Usaba ropa fina, salía de juerga con los amigos, (quienes lo esperaban con los brazos abiertos y las copas llenas), se consolaba con viajes, joyas y carros.
Su alma se había desgastado, se la veía hueca y traslucida. Una gruesa capa gris de desconsuelo lo cubría de pena y no hallaba alivio ni razón alguna en su muerte. La última vez que lo soñé lo encontré afligido y resentido. Transpiraba soledad.
Al despertar de la pérdida de conocimiento ocasionada por el manzanazo pensé en él y fui en su busca. Enrumbe mis pasos de vuelta hacia la casa que nos vio crecer, (pero que ya no es más). Al llegar al patio, seguí el sendero de piedras de laja, pulidas y negras. Encontré la puerta de su cuarto abierta, y al Flaco empacando sus maletas para irse de viaje. Me dijo que había encontrado el sentido en su muerte y que se iba de viaje al Brasil. Había hallado la fe en una nueva religión que se predicaba por allá. No tenía tiempo ni muchas ganas de hablar.
Me extendió un folleto y me dijo: - A ver si cuando te mueres me caes por acá. Prometí buscarlo apenas lo haga.
Me alegre por él, había mejorado su estado de ánimo y recobrado su loco proceder, impulsivo como siempre. Me hizo recordar cuando estaba vivo. Lo que si me jodió es no poder llorar con él un ratito siquiera. Se fue partiendo Dios sabe en qué clase de vehículo o transporte.

Otra vez solo. Mi soledad necesitaba compañía. Solo otra vez. Como siempre. Soñando o despierto. Ya no es novedad.

Seguí recorriendo la casa y al pasar otra vez por el patio me dirigí a la cocina buscando a mi vieja nana. La encontré dormitando, sentada en su blanca silla de fierro con los brazos apoyados en la blanca mayólica. Me acorde cuando niño me arrullaba cantándome canciones de cuna con su dulce voz. Ella, mi nana, cantaba: Señora Santana cabecita de lana.... Ella era la cabecita de lana. Corrí hacia ella y la tome de su blanca mollera besándole sus cabellos blancos y esponjosos como algodón en flor.
Al sentir mis caricias, salió de su modorra y sus ojitos, chinitos y tiernos, se encendieron al verme. Aturdida por la excesiva carga de amor y desesperación en mi ser; ella acordándose de cómo me calmaba, de cómo en vida me mimaba. Pensó en darme dinero pal cine, pa mis dulces, etc.
-¿Cuánto quieres? Toma cien soles - No contesté. Tan solo quería envolverme en sus brazos y dejarme ir en ese inmenso mar de ternura.
- No vieja, no quiero dinero. Tan solo quiero un abrazo. Me siento solo. Muy solo. Abrázame. Abrázame y apachúrrame. Cúbreme con tu amor, como siempre lo hacías.
- ¡Que cosas dices mijito! ¿Por qué tan triste? ¡Si siempre has sido un muchachito alegre!
- Es la soledad vieja. La soledad.
- ¡Que soledad ni ocho cuartos! Vengase pa´ca, que ahorita lo curamos- exclamó abriendo sus brazos, apremiándome a entrar en ellos. Me dejé ir envolviéndome en su inmenso ser. Era tan grande mi ansiedad que no pude evitar llorar en su seno.
- Sé que estas muerta y que esto no es real, pero para mí es más de lo que la vida me da. Gracias vieja gracias....

Desperté sollozando, desconsolado, con un fuerte nudo apretándome el estómago y una gran sensación de pérdida. Justo cuando por fin encontraba consuelo en los brazos de mi Nana ya fallecida, despertaba otra vez a enfrentar a mi maldita soledad.

Mcluna29 de noviembre de 2019

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2 Comentarios

  • Clopezn

    Triste, muy,muy triste, pero tremendamente hermoso y bucólico el retrato que haces de esa compañía y de esa ternura que a lo largo de la vida despreciamos, para llegar a ese punto sin retorno en el que ya no tiene remedio y a lo mejor hemos agotado todos los cartuchos en esta nuestra cruda realidad, en la que para combatir esa profunda soledad sólo podemos refugiarnos en esos recuerdos, que nos transmiten pesar.
    Un saludo cordial

    29/11/19 06:11

  • Regina

    MAGNIFICO TEXTO!!!,tengo un nudo en la garganta de vivir esto que nos cuentas con una exquisitez en tus palabras, un abrazo compañero, te salió GENIAL!!!.

    29/11/19 09:11

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