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Belén

El sendero de luz parecía llamarme; caminé despacio por miedo a caerme. Unas coronas con flores anaranjadas, violetas y rojas daban la bienvenida al lugar. El sabor de la podredura se sentía en el clamor de la reunión social que presentaba tantas caras conocidas. Al final de un pasillo de pisos enmaderados se ubicaba una puerta color cobre, con un papel blanco que indicaba el nombre de él.

Al abrir la puerta uno ingresaba a una sala, subdividida en tres partes unidas por un pasi-llo. En la primer parte había unas sillas ocupa-das por unas señoras llorando, en la segunda parte estaba Jorge, y en la tercer parte había más sillas, más viejas llorando, y más deser-ción. Más allá había un baño y una cocina, am-bos bastantes precarios.

Me acerqué hasta la sala donde estaba Jorge: miré el cajón, en llantos esbocé algunas pala-bras, como recordando nuestros diálogos, nuestra historia. Siempre me dije que si se moría no lo iba a llorar, porque yo sabía que Jorge se iba a morir, al igual que su hermano. Pero ahora que estaba allí, viendo la tiesa caja de madera, no pude dejar de recordarlo y llorar. De fondo percibí que una de las amigas de Jorge le explicaba a otra como había sido su muerte.


En una esquina del barrio de Once, colindante a una plazoleta, siempre hay una selecta cantidad de prostitutas. Una de ellas es Belén. Es de las buenas y de las que cobra caro.

Circundantemente selecciona un par de clien-tes por noche, y por una buena cantidad de dinero ofrece ciertos servicios, que ninguna de las otras chicas de por allí puede ofrecer. Además, Belén es travesti.

La madrugada del diez de Agosto, Jorge, bendecido por ya tener treinta, triste, solo; melancólico por haber terminado tan decrépito su trigésimo aniversario de vida buscó un dejo de consuelo en una activad que le era familiar, conocida. Pasó por la plazoleta de Once y se sentó en una de los bancos del lado derecho, sabía que alguna de las chicas ya se iba a acercar.

Belén caminaba despacio pero segura, conocía las caras de sus futuros clientes, le dijo algo al oído a Jorge. Él sonrió y la siguió dos cuadras, en el camino él trató de hablarle pero ella no esbozó sonido alguno.
Llegaron a un edificio de ladrillos vistos, tenía unas rejas negras y una leve porción de gramilla en la parte de enfrente. Entraron.

Él vio que el departamento era amplio, estaba ubicado en planta baja y tenía un empapelado color siena en la parte principal: allí estaba ubicada una cama grande, al lado una mesa de luz beige y una lámpara sobre ésta alumbraba el lugar, dejando ver que el empapelado poseía dibujos de crayón, como si los hubiera hecho una niña.

Belén le pidió a Jorge que se desabroche el pantalón, que se desvista. Pasados unos minutos de la felatio ella indicó que iría al baño. Al volver lo encontró acostado, masturbándose. Ella colocó su cuerpo en posición y él comenzó. Siete minutos más tarde el flujo salió de él y quedó en ella. Él complacido, sonrió; ella prendió un cigarrillo. Él aún no pudo percibir el tono de su voz, ella sólo dijo contadas palabras y siquiera si gimió. Ella le dijo el precio, y le anticipó que su proxeneta era taxista, por lo que en la tarifa de ella estaba incluido el viaje al punto de la ciu-dad que él quiera. Él, trágicamente, aceptó.

Pensé que se estaba moviendo, pensé que iba salir del cajón e iba a dispararme una de sus irónicas carcajadas. Lo veía vivo, allí en ese momento aunque el cajón estuviese cerrado. No podía dejar de llorar. Era Jorge, y era yo. Era vida y muerte, y muerte de nuevo.

El taxi era un Renault 12 destartalado, medio oxi-dado, sin patente a la vista y con un conductor apelmazado, de tez negra y rasgos prominentes. Con una ostentosa voz acuño algunas palabras, preguntó a su pasajero a donde lo podía llevar, y él respondió que lo llevara a Mitre y Paso, allí cerca tenía su departamento.

Las manos de él, del conductor eran trémulas, algo callosas, con su sesgo parecía prometer no emitir palabra alguna durante el viaje y llegar rápido a destino. En un momento el coche se detuvo, él dijo que esperara un minuto, que algo andaba mal con una de las rudas, que creía que estaba pinchada. Él espero, y él abrió la puerta del pasajero, le pidió que se corra con un brío imperativo, sacó una llave en forma de cruz para desajustar la rueda y le pidió a su pasajero que le alcance un destornillador que se ubicaba del otro lado.

Él se agacho y él hundió la llave de cruz en su cuello. Cuando él se levanto se sabía maniatado en un des-campado de altos yuyos. Él desfundaba su hombría en pos de su cuerpo, e introduciéndosela él le decía que sólo una mierda de persona podía violar a su hija, y pagarle esa miseria. Él gritaba pero la tela que cubría su boca ensordecía el auxilio. Él seguía violándolo, hasta que la sangre comenzó a fluir, él sentía como la cuchilla se clavaba en su espalda, y salía, y se clavaba nuevamente, ahora cerca de su costilla, y en el diafragma, y así continuó. Se hundió, la cuchilla, en él, una vez, y se volvió a hundir vein-ticuatro veces más.

El rió sería el perfecto nicho para su cuerpo ultraja-do, y luego de unos meses, el de él y otros tantos cuerpos más fueron descubiertos, la ecuación le cerró al fiscal que pronto encarceló a Belén y a su padre. Ella saldría a los pocos años, él moriría en prisión.

Y aquel otro él, el pobre Jorge se cubriría con el roble de un cajón, cual sudario santo para sanar las heridas. Y allí estaba yo, buscando algún sudario capaz de sanar las mías.
Misterf23 de enero de 2011

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