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El Hombre Niño

Llegó a la casa con sus manos pequeñas y sucias cansadas, con sudor de niño en su camisa, las orejas encostradas y una rodilla raspada. Se había ya quitado las botas de rojas, esas de hule, a la entrada de su casa. Jadeando y corriendo se asoma en su habitación y encuentra el carro de madera con su mecate amarrado, el que le gustaba halar, un cuaderno viejo y rayado sobre su cama, y el par de sandalias que descansaban sus pies después de la larga jornada.

Su mamá apurada le llamó a la mesa para almorzar, se dio cuenta que había llegado Juan y Rodrigo pues los caballos relinchaban en el patio. María mientras espantaba a las gallinas que se metían a la cocina buscando uno que otro grano en el suelo, y él se lavó las manos minuciosamente. Corrió hacia la mesa acompañado del sonido de sus tripas al mediodía, quería ocupar un buen sitio, pero sabía que el lugar de la ventana con vista hacia los potreros ya estaba ocupado. Con las ganas y la sed de la jornada se sirvió un vaso de fresco de limón con abundantes cubitos de hielo que sonaban mientras golpeaban el cristal del pichel y el plástico del vaso al caer; ya su mamá tenía preparado el limpión con el cual iba a secar el reguero sobre el mantel.

Satisfecho y apurado se limpió los bigotes de achiote en la manga de la camisa mientras se escondía de su madre y de su hermana María. Saliendo despacio, mira con nostalgia el carro con el mecate amarrado, se pone las botas que estaban en el umbral de la puerta esperándole y despide su casa bajando la cuesta de piedras de río, calculado las que estaban sueltas y así resbalar con ellas.

Pasó la cerca de alambres de púas, agarró el machete que se había quedado clavado en el tronco de la misma y poco a poco entre riñas contra piratas y encuentros espadachines siguió su labor del día. Llegó las 3 de la tarde y ya deshidratado y esperanzado por la caía del sol, se acercó al riachuelo para beber agua y descansar bajo la sombra del árbol de los duendes. A lo lejos vio a María en el caballo que se acercaba con una bolsa amarrada en la cintura. Entusiasmado se levantó y corrió a toparla. María había traído el sabroso pan con mantequilla y mortadela, una botella con fresco de limón del almuerzo y la sorpresa de un confite en el fondo de la bolsa.

Terminado el trabajo de la montaña, su padre le manda a llamar con José que se aproximó en la yegua blanca, le ayudó a subir y se fueron a la siembra. Don Rodrigo, su papá, ocupaba que fuera a traer las vaquillas que estaban en el cerco y al llegar se dio cuenta que había escapado una. Con la yegua de José echó a andar, y como futuro príncipe de cuentos, iba en la aventura de la doma de las bestias enormes y tercas que se encontraba en las lejanías del castillo.

Cansado y tarde volvió a casa, su mamá preocupada por la tardanza le esperaba en la mecedora del corredor. Con alegría de ver a su madre, se quita las botas en la entrada, las deja en el umbral de la puerta, la abraza con fervor, descargando en sus brazos todos sus miedos y tristezas. Entró y vio a su papá sentado con José y Rodrigo platicando, guardan silencio a su paso, recibió el gesto de asiento de su papá, se lavó las manos y comió callado a la mesa en compañía de María, que le acaricia con ternura su carita sucia. Le recogió su plato y dejó en la orilla de la mesa la sorpresa del dulce para el pequeño muchacho.

Ya satisfecho y cansado se dio un baño, entró en su pequeño cuarto, se colocó las sandalias y miró el carro de madera con agrado, lo haló del mecate por la habitación callado y luego sin fuerzas agarra el lápiz de carbón, hizo uno que otro trazo en su cuaderno de historias y aventuras, y ya vencido se acomodó entre las sábanas de su infancia, desalentado por la madrugada que le espera, le da un fin a su día con una risa de ternura y silencio, mientras sueña con los dragones y las hadas del bosque encantado que conquistó.
Naty10 de enero de 2010

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