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Paseo

Era un día gris cualquiera. Gris plomo. El cielo bajo, sin dejarnos apenas espacio para respirar. Llovía en un fino rocío que avanzaba imparable hacia la piel. Yo, como siempre, me había levantado sin ganas, hambriento, y tarde. Siempre me tomo mi tiempo en escapar de la cama. Todo el mundo debería poder dormir todo cuanto quisiese, el mundo seria de color de rosa. Después de los rituales matutinos habituales, y ya dándome cuenta de que llegaba tarde me dirigí al metro. Llegaba lo bastante tarde para no tener que correr, eso no iba a cambiar nada. Me había vestido sin ganas, ni siquiera me había puesto unas botas y me estaba mojando los pies. Paso a paso, pensando en la eternidad del vació y otras cosas similares, me acerque a la parada del metro. También podía ir en autobús, pero hoy estaba de un animo mas bien suburbano. La tal parada era vieja. Unos cartelones gigantes indicaban el nombre y aparecían, bien grandes, los logos de la empresa. Según se asomaba uno a las escaleras (sucias, mojadas, gastadas, tan arrastradas como nosotros los viajeros) podía empezar a aspirar el aire recalentado de los miles de gargantas y de los cuerpos sin lavar que pasábamos por allí. También, si así es nuestro deseo, podemos mirarnos en las paredes embaldosadas en blanco. Podemos hacerlo y ver nuestras caras ojerosas, desganadas, grises y desconchadas. Entramo y busco mi linea. Tras un pequeño examen al mapa la encuentro y allí me dirijo, cual alemán a conquistar Polonia Hay que tomárselo con humor, y siempre me ha gustado la imagen de jinetes alemanes avanzando sobre Polonia mientras suenan las valquirias de Wagner y algún alférez bábaro lanza unos cánticos guerreros. Mientras empiezo a encaminarme con mi paso vivo, digno de una de las tales valquirias, al tren que ruge en el fondo, me doy cuenta de que todo está extrañamente silencioso. Ni mendigos pedigüeños, ni músicos argentinos con rastas ni vendedores de flores, ni los habituales remolinos de caras serias y apresuradas. Solo mi reflejo en los miles de baldosínes de las paredes. Un par de pisadas se oyen rebotar, ecos ya al fondo del túnel. El silencio empieza a ser denso, a vibrar. Es una especie de melaza que se mete en los oídos, que marea. Es un fantasma opresivo que te abraza como una amante celosa de perderte. Es todo eso y eres tu pensando una vez mas que te has vuelto loco, y que esta es la definitiva. Pestañeos rápidos y mirar atrás, con disimulo. Intentar robarle una confesión a los adoquines, al aire cómplice del silencio y de la soledad. Por ultimo me planteo volver atrás, pero al momento pienso que eso no tendría ningún sentido, y que tengo que seguir. Algo frío empieza a enroscarse en mi columna. Se agarra ahí como una sanguijuela venida del polo y dispuesta a sorbes mi siempre escaso valor. Sacudo la cabeza un par de veces, en un amago de ritual pagano para alejar fantasmas, y aprieto mi paso, desconfiado. Doblo una esquina a la izquierda, bajo un par de peldaños, esquivo una maquina de patatas fritas y estoy en el anden. los últimos pasos los he dado especialmente rápido, esperando acelerar el fin de mi soledad y encontrarme con los otros tíos que esperan el metro. Solo alcanzo a ver por el rabillo del ojo una silueta desapareciendo por el otro extremo del túnel. Camino un par de pasos sin acabar de creerlo. Me paro, ya en tensión, aun sin saber por que. Giro la cabeza esperando ver a alguien. NADIE. La soledad no es normal. Es especialmente densa y espesa. Opresiva. Reculo mirando a los dos lados. Rezando para que llegue alguien. Por momentos me pregunto a que se deben mis nervios desquiciados. Por momentos simplemente siento que algo va mal. Decido sentarme en uno de los bancos que habitualmente ocupan los mendigos que chupan sus cartones rancios y se ríen del mundo. Desde ahí puedo ver la mayor parte del anden y me siento mas seguro. Espero. Un minuto. Dos minutos.tres minutos. Nada. Ningún tren. La pantalla esta estropeada y no dice nada. Estoy enloqueciendo por momentos y decido largarme. Llamaré y diré que estoy enfermo. Si, eso es lo que haré. Sin duda es cierto, estoy enfermo. Me levanto decidido a salir. Al pasar por delante de la maquina de refrescos, creo que sera una buena idea tomar algo. Quizás solo estoy asustado porque no he comido nada y tengo el azúcar bajo... una coca cola. Mano a la cartera, moneda a la maquina. La lata cae rodando, y queda aprisionada en su trampilla. La cojo. Esta deliciosamente fría y parece sudar refrescantes lagrimas de agua. La abro y el escape del gas rompe la espesura del silencio. Doy un trago largo. Me empiezo a sentir mejor por momentos. Decido que al final de todo, puedo coger el metro. Doy media vuelta.



Giro en la versión mas torpe posible de una bailarina rusa acabando un ejercicio, de forma que mi vista acaba en el suelo. De repente el tiempo se detiene. Mi corazón se acalambra dentro del pecho. En el brevísimo instante que tardan mis ojos en abrirse, después de haberse cerrado en un infantil deseo de esconderme me da tiempo a percibir ciertas cosas. Oigo respirar. Mi propia respiración, que interpreta su vieja melodía de sobra conocida aparece acompañada por algo. Algo que no me gusta. Un sonido cavernoso. Aire retumbando en un pecho de gigante. Una respiración digna de un titan griego. También percibo cercanía. Un leve calor de otro cuerpo; muy cerca de mi. Cuando muy a mi pesar mis ojos se abren, me encuentro con unas pesadas botas negras, viejas y pisadas un millón de veces. Subo poco a poco, como en cámara lenta. Como si pretendiese darle mas expresividad, mas potencia, mas intensidad a la escena. Veo unos pantalones marrones. Apestosos. Saturados de mugre y sudor. Una piernas fuertes como las columnas que sujetan al coloso de rodas. Aparece un cinturón, que ciñe una panza de dimensiones egipcias. El pecho, gigantesco, digno de un oso pardo.
Bombea.
Arriba.
Abajo.
Camisa a cuadros y chaqueta marrón forrada de piel. Brazos de vikingo. Un cuello de toro en el que se enrollan los músculos como enredaderas milenarias. Me da miedo mirar la cara. La cabeza es propia de un jabalí salvaje de las montañas del norte. Una barba densa y ensortijada como la noche cubre como un manto huraño y salvaje una dentadura destrozada. Melena leonina ciñe su cabeza, cual corona de un cesar bárbaro. Sus ojos estaban cercados de arrugas. Arrugas como cuchillas oxidadas. Solo se podían definir con una palabra. terror. Eran ojos despiadados de puro salvaje. Eran la expresión mas sublime de la irracionalidad.
Apestaba y, si creyésemos en las auras, veríamos un halo negro envolverle. Negro y podrido. Con la repulsión de un reptil que se alimenta de la carroña de los pantanos.
No dijo nada. Su boca se curvo en una sonrisa que helaría el infierno. Solo oí un gañido, sin duda el lenguaje primigenio de los semidioses antediluvianos. Me dio un golpe terrible, un golpe capaz de partir montañas y de abrir las aguas del mar muerto. Yo solo vi la negrura cayendo sobre mi. Perdí el conocimiento por un segundo. Me desperté en el suelo, sangrando de algún sitio. Totalmente mareado y pequeño. El se rascaba la barriga mientras me despellejaba con la mirada que salia de su cabeza ladeada. Terror. Yo sudaba y me ponía mas nervioso a cada momento que pasaba. Sudaba y empezaba a ver estrellitas, estrellas, soles, constelaciones y galaxias danzar como brujas ante mis ojos. Sudaba y le miraba y estaba bloqueado hasta para llorar. Donde estaban mi madre y mi padre. Donde estaba el gran BIEN que se supone que nos protege. Yo solo era un niño suelto delante de un salvaje, y nadie venia en mi ayuda. El mundo es un lugar terriblemente frío e injusto. Me di la vuelta e intente arrastrarme fuera de allí El me alcanzo en dos pasos, balanceando los brazos al andar, como un ogro despreocupado. Me agarro por un pie, asquerosamente relajado. Yo sufría, sentía partirse algo dentro de mi. Tal vez una costilla, tal vez el alma misma. Era la brutalidad, el sufrimiento, los cuatro jinetes del apocalipsis y las siete plagas de Egipto. Lo vi claro. Quería tirarme a la vía, quería acabar con lo poco que yo era. Se aburría y quería ver como me despedazaba el tren. Y luego se iría con sus brazos colgantes, y su cabeza ladeada rascándose la panza y sonriendo como un bobo. Yo estaba desesperado. Los dos metros hasta el borde del anden eran una pesadilla sin fin. Braceaba y me movía, pero su mano era un cepo para osos. No se que paso. De repente un hierro de mas de un metro apareció en mi mano, lo había cogido de debajo de un banco. No se que hacia ahí. Tal vez fuera el rascador de espalda de algún mendigo. Tal vez fuese la espada del arcángel miguel. Entonces me convertí a un estado de semiinconsciencia animal. Lo vi todo desde fuera. Un ensayo de una obra de teatro con dos actores y un hierro y un tren inminente. Y una vieja con una guadaña vestida de negro, a la que gustamos en llamar muerte, como única espectadora. Golpeo con todo. Toda la fuerza, toda la furia, toda la desesperación. En el brazo. La garra se abre. Luego en una de las gigantes piernas. Cruje, apenas se agrieta y la mole se tambalea. Se abalanza sobre mi rugiendo y buscando mi cuello. No dudo un instante de que podría partirlo como una paja reseca. No se que pasa, giro sobre mi mismo, golpeo en todas direcciones, me caigo al suelo y grito. Todo a la vez. El esta de rodillas, apoyado en una mano. Tiene el hierro clavado en el inconmensurable estomago. Resopla. De la herida sale sangre negruzca. Aun así se esta levantando . Arrancándose el hierro que le perfora las entrañas. Matar es mas importante que vivir. Sus heridas curaran. Yo yo no puedo pensar, ya estoy reducido al animalismo mas básico. Si tuviera fuerzas le arrancaría la cabeza de un mordisco y luego brindaría con su calavera. Solo puedo empujarle. Cae a la vía. Desde abajo, desde la oscuridad donde viven las ratas, sube una oleada de odio terrible. Se arranca el hierro con un rugido y me lo lanza. Falla y destroza la maquina de refrescos, que caen desparramados por el suelo. El tren llega sin hacer apenas ruido. Como fatigado. Como consciente de su deber. Lo destroza en un instante. Su sangre me salpica. Grito como un conquistador medieval, duchado en su sangre. Al instante caigo desvanecido.

Me despierto. Estoy desorientado. Sigo en el anden. Estoy entre la gente. mendigos pedigüeños, músicos argentinos con rastas, vendedores de flores, los habituales remolinos de caras serias y apresuradas. Todos ahí agitándose a mi alrededor. Yo estaba tirado en el suelo, entre la maquina de refrescos y la pared. Estaba manchado de algo que parece barro. Tenia la cabeza como si la hubiese machacado un expreso cargado de elefantes de plomo. Nadie me mira. Solo el borracho del banco, el que bebe vino de un cartón Me mira con ojos apáticos y esboza una media sonrisa. Yo no puedo creer que a nadie le importe lo que acaba de pasar. Me merecía la cárcel, el patíbulo O una recompensa y los favores de bellas vírgenes Pero esta claro que algo me merecía Era tarde en la mañana, había muerto un hombre, y a nadie le importaba Ni una mierda. Simplemente no podía ser. Se acerco un grupo de gente uniformada. Al fin, pensé yo. Me detendrán. Tendré que llamar a mi madre. Tendré que llamar a mi padre. Tendré que rezar varios padrenuestros. Tendré que pedirle perdón a los niños del mundo. Tendré que hace muchas cosas. Llegan a mi lado.
Billete, por favor
¿perdón?
BILLETE, POR FAVOR.
¿¿¿¿Pero no vienen a detenerme, no son ustedes la justicia, ciega e imparcial, no son la ley y el orden, que me busca????
oiga, solo queremos el billete.
Se lo doy. Se van. Yo vacilo un momento. Vuelvo a sentir miedo. Pero solo es un momento. Empiezo a caminar y me subo al primer metro.
Los mendigos, mendigando. Los músicos argentinos con rastas, tocando. Los vendedores de flores, vendiendo. Las caras, apresurándose. Y los hombres, como siempre. SUFRIENDO.
Paalge29 de marzo de 2009

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