El Ventanal
Se abría de par en par. O se cerraba. O quizá estaba entreabierta. O era yo el que no miraba. No me habia fijado en ella. En su silueta. En la forma en que se daba al mundo. De color rosáceo o rojo oscuro, casi anaranjado. Era un apoyo, el alfeizar, o un tobogán infinito. Daba igual que fuera de dia que de noche; mediodía o madrugada; siempre oscuro, siempre claro. Se divisaba todo lo que un hombre qusiera ver, en el mundo, en su vida, si quisiera ver algo. Una ceguera premeditada o impuesta. Y claro, una cuchara, una mesa carcomida, de pequeño tamaño, roída con el paso del tiempo. Contrastes de luz, contrastes de sombra. Halos que dibujaban nuevas perspectivas al cabo del día, en medio de una inmensidad inenarrable. Un enjambre uniforme, vertical y horizontal, por partes iguales, pétreo e insalubre. Pero, ahí seguía la cuchara, oxidada, de una vajilla que cuenta mil batallas, por cierto, ninguna ganada. Y es, esa silueta, ese contorno, que vi por primera vez. Por el sonido de esa herramienta prehistórica, volví al presente, volví al futuro. Un golpe en el vacío que resonó a tambores de guerra. De la tumba de mis pensamientos, brotó un giro de nuca, una mueca no esperada, se alzó la mirada a tiempo completo. Fue un segundo eterno, de esos que preceden al sudor frío. Mirando ese caos ordenado, se subrayó en el cielo, un cambio de estación mental. Se cerraron sus ojos para siempre, con un jodido grito de auxilio o resignación. Temblaron sus párpados, sus pestañas perdieron grosor por el ímpetu. Y yo lo ví. Ojos que vieron otros ojos. Ojos que se cierran para que otros puedan ver. O ser vistos. No supe más de su interior, que durante esa porción de tiempo. Insignificante y a la vez eterna. Gasolina indefinida para el cerebro. Cavila y cavila. Sale de su hastío. Sufre una conmoción esperpentica. Lobotomía. Se asoma al vacío con plena consciencia. Sin ambages ni epidurales. Frente al precipicio de la vida, un chasquido insolente. Frente a la anestesia consaguinea, gritos de silencio.
