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SimetrÍa CapÍtulo Iv

SIMETRÍA CAPÍTULO IV

LA ENTREVISTA


El comisario Moss aparcó su automóvil frente a la vivienda de Carlota y Frederic Snobs. El matrimonio vivía en un pequeño barrio residencial donde las casas eran idénticas. Cada una gozaba de un pequeño jardín que rodeaba por igual la edificación. En los años 30 una compañía que explotaba la mina de cobre cercana las construyó para sus operarios de alto rango. La empresa cerró años atrás, cuando dejó de ser rentable el mineral, pero como la mayoría de los trabajadores habían alcanzado la edad de la jubilación permanecieron habitando en el mismo lugar. Era una colonia homogénea que parecía una pequeña ciudad distinta dentro de la ciudad. El policía se admiró de que los habitantes de esa urbanización hubieran mantenido la estética también en los jardines que contaban con una vegetación muy similar. Las mismas plantas y flores los adornaban sobre un césped bien cortado. Los cipreses que reforzaban el muro exterior formaban un rectángulo verde, tupido y bien delimitado.
-Estos mineros mantienen el orgullo y el espíritu corporativo- pensó. Cada vivienda es un réplica de la otra. Como si estuvieran clonadas. Es admirable tanta homogeneidad en un grupo extenso de personas. Nadie ha decidido dar un toque personal a este ambiente unificado.

Moss prefirió utilizar su coche privado y actuar solo para llamar lo menos posible la atención. De traer como acompañantes a cualquiera de sus atrabiliarios subordinados, antes o después hubieran armado jaleo. Aparte de eso dos o más miembros juntos constituían una fuerza coactiva para los viejos y Moss quería ganarse su confianza. De comenzar un interrogatorio acompañado de una panda de tipos uniformados con malos modos y aspecto amenazador no sacaría nada en claro. No consiguió su objetivo de disimular su presencia porque de inmediato dos enormes perros de una raza que no supo determinar se encaramaron a la valla en actitud amenazadora ladrando con estrépito. Por fortuna los transeúntes estaban acostumbrados a esos sonidos poco agradables y nadie se percató del intruso. Tampoco los habitantes del lugar se inquietaron por los aullidos. Esperó unos momentos sin detectar ninguna luz encenderse en las ventanas. Junto al buzón de los Snobs incrustado en un pequeño muro que soportaba las rejas, colgaban dos hilos de cobre de colores y un apéndice redondo de plástico que no podía ser otra cosa que un timbre. Sin desechar el temor a electrocutarse pulsó el botón dos veces con el dedo índice apartándolo instintivamente.
No tuvo que esperar mucho. Un hombre de avanzada edad abrió la puerta. Escrutó con la mirada y de inmediato le reconoció.

-Adelante comisario si empuja la puerta se abrirá. Tengo que arreglar pronto esa cancela que lleva tiempo rota.
-Si es tan amable me gustaría que controlara a los perros. Creo que no les gustan los extraños.
El viejo con una agilidad impropia de su edad neutralizó a los canes sujetándolos con correas de cuero que ató a la valla.

-Sabíamos que, antes o después, vendría comisario. Ayer le estuvimos observando cuando se llevaron el cadáver de la pobre Dorotea. Mi esposa fue quién les avisó. Tres días sin ver a la señora Hunt no presagiaban nada bueno. ¡Qué fatalidad!

Mientras hablaba el señor Snobs acompañó al comisario hasta el dintel de la entrada. Con un gesto casi reverencial le indicó que pasara. El hogar estaba impregnado de un estupendo aroma a café. De pié junto a una mesa redonda adornada con un mantel blanco de hilo se hallaba Carlota Snobs vaciando la cafetera en tres tazas de porcelana. A Moss le llamó la atención la diferencia de edad del matrimonio. La mujer debía tener veinte años menos. Y vista de cerca confirmó que las facciones lustrosas que percibió el día anterior no fueron un espejismo. Carlota, bastante excedida de peso, jadeaba con sobrealientos de asmática cada vez que hacía un movimiento aunque no requiriera ningún esfuerzo.
Con la misma cortesía que su marido, invitó al comisario a sentarse mientras le echaba azúcar en el café. El policía con disimulo observó con atención la vivienda para intentar hacerse una composición de lugar y situar a la pareja en el entorno correcto o captar algún detalle revelador. La única información que logro por este método fue comprobar que el matrimonio mantenía la casa con una pulcritud envidiable.

A Moss le escamó que de entrada los viejos le recibieran con tanta amabilidad y pocos recelos. En un primer momento, el día que conoció la muerte de Dorotea, le asaltó alguna sospecha en cuanto a la posibilidad de que viejas rencillas entre vecinos hubieran llevado al asesinato de la vieja. Al conocerlos personalmente descartó por completo esa opción de inmediato. Al menos en apariencia eran incapaces de cometer un crimen.

Le vinieron a la mente recuerdos de alguna película en la que dos venerables ancianos, de puertas para afuera, asesinaban a cuantos incautos osaban acercarse a su casa, convirtiendo el jardín en un cementerio y el sótano en la cámara de los horrores. No adivinó finalmente el título quizás porque estaba confundiendo varios filmes distintos, pero la idea no se apartó de su mente durante todo el tiempo que le ocupó la visita. Mayor horror le produjo el imaginar por allí a la horda de bestias que tenía bajo su mando excavando compulsivamente en busca de restos humanos. Ni en la peor misa negra se llegaría a ese grado de irreverencia.

-Celebro su hospitalidad y estoy seguro que colaborarán en cuanto sea posible. El motivo de mi visita lo conocen de sobra y las preguntas se ajustarán al guión que ustedes esperan, así que pueden empezar a contarme lo que consideren relevante -dijo para evitar cierto rubor que comenzaba a reflejarse en su rostro.

Moss advirtió que la pareja estaba orgullosa de tratar con la policía. Les hacía sentirse importantes.

-Dorotea tenía un carácter especial- comenzó a hablar la mujer sin dejar de respirar fatigosamente. Desde luego no se granjeó las simpatías de nadie. Pero no era un monstruo. En ocasiones te retiraba el saludo por la nimiedad más simple y en otras hubiera dado gustosa su sangre por favorecerte. Más bien sería de esa clase de personas que no tienen amigos ni enemigos. Una vieja maniática tan insignificante que costaba reparar en ella.

-¿Saben algo de su economía? ¿Conocen si había suscrito alguna póliza de vida o si tiene herederos impacientes? -inquirió Moss
-Era una pensionista de viudez- la señora Snobs se había autoproclamado interlocutora- y claro, nosotros no estamos al corriente de sus finanzas, si bien creo que la totalidad de su patrimonio lo constituía la casa.

Al comisario le descomponía el trabajo en vano. Había perdido toda esperanza de encontrar un mínimo indicio que seguir. Tenía la seguridad que las siguientes preguntas no iban a tener una respuesta que le llevara a alguna parte. No estaba dispuesto a pasar la tarde escuchando los cotilleos propios de vecinos con mucho tiempo libre y sin otras ocupaciones que cuidar el jardín. Decidió abreviar.

-Bien díganme si observaron algo extraño, diferente en el comportamiento de Dorotea los días anteriores a su muerte. O si vieron entrar o salir personas desconocidas. Algún grito o ruidos de pelea, nunca sabemos dónde puede haber una pista.
Se produjo el primer silencio en la asamblea. Moss percibió que había llegado al punto donde la pareja tenía algo que decir.

-Creo que deberías contárselo Carlota- por primera vez desde que se sentaron habló Frederic Snobs. Lo hacía como disculpándose por terciar en la conversación.

-Bueno…tartamudeó la señora. Igual es una tontería y el comisario me toma por una chiflada. No sé si tiene la importancia necesaria para ser tenido en cuenta por la policía- mintió la anfitriona pues nada deseaba más que contar lo que sabía, lo que no sabía y lo que imaginaba.

-Dispongo de tiempo señora Snobs, creo que nada perderé por escucharla. Adelante por favor-dijo al comisario con poca convicción mientras anudaba los dedos de las manos en torno a la rodilla derecha que tenía flexionada.

-El caso –Carlota bajó el tono de su voz hasta convertirlo en sigiloso- es que la noche que falleció, Dorotea anduvo por el jardín de una manera bastante extraña. Me asustó un poco verla comportarse de esa manera-
Moss no quiso interrumpirla y la interrogó con la mirada.

-Ya había caído la noche y la iluminación de su jardín era escasa. En este barrio hay pocas distracciones y a riesgo de lo que usted pueda pensar, no tengo vergüenza en reconocer que me gusta mirar por la ventana. Me siento como acompañada cuando lo hago. Dorotea se dirigía del jardín al porche, después de regar las plantas y cortar unas flores para decorar la mesa, pero, y aquí empezó todo, andaba al revés, hacia atrás. Sin embargo no sabría decirle cómo, pero se acercaba a la casa. ¿Ha visto algo semejante comisario? Debió intuir que yo la observaba porque se detuvo un pequeño instante, giró la cabeza y me miró, pero no hizo gesto o ademán de saludarme. Estaría por jurar que no me reconoció. Como si nada hubiera ocurrido, continuó el pequeño paseo en dirección a la puerta. Mi primer pensamiento fue que había perdido por completo la cordura o que tal vez estuviera enfadada conmigo a causa de cualquier pequeñez sin importancia. Eso era frecuente en ella. Pero intrigada por aquella actitud tan extraña me mantuve espiándola, por así decir. El que me negara el saludo, insisto, no fue lo que me llamó la atención, pero que hiciera un extravagante ejercicio digno de un showman, si. Esa forma de proceder ya era rara, sin embargo, lo escalofriante es que era Dorotea, pero no era ella. Estaba como apagada. Mi vocabulario es escaso y describirla me resulta complicado por lo que en este punto precisaré de su máxima atención. Hace tiempo que Dorotea se abandonó bastante y no le importaba deambular por las proximidades de la casa en camisón u otras prendas poco aconsejables para ser vista en público. Cuando alguien aludía a esa manera de vestir, respondía ofendida que su casa era un castillo y actuaba en cada momento como mejor le parecía. Digo esto porque justo esa noche llevaba puesto un batín blanco que, como ella, se antojaba sombrío. Y al decir sombrío y oscuro no me refiero al sentido siniestro del término, ni al color de la prenda, sino a una evidente falta de luz- la mujer parecía dosificar las palabras, las medía y vocalizaba poco a poco para que fuera calando su impacto mas profundamente y la atención del policía se centrara por completo en su argumentación.

-¿Les consta si tenía alguna hermana o familiar que se le pareciera?- esta vez el comisario entendió mejor centrar la cuestión- ¿Una hermana gemela quizás?
-No, no, le digo que era ella, pero como en una versión diferente. Algo similar a cuando ves un negativo fotográfico si tuviera que utilizar un símil. Su actitud, sin embargo, la calificaría de natural. Ese doble fantasmal se movía con normalidad, sin aparentar nada extraño. El semblante y los gestos no mostraban el menor síntoma diferente, aparte de esa opacidad que le he mencionado. Creo que era igual de ignorante de los hechos que iban a producirse como la propia Dorotea. Y hay más comisario. Antes le he mencionado que era noche cerrada y había poca luz. Ahora bien, mi vista aún es buena y sobre todo estoy acostumbrada a mirar en la oscuridad. El área por la que transitó esa Dorotea estaba más oscura. Su negrura vaciaba algo de la escasa luz que había. Una especie de cono negro la rodeaba. Incluso las farolas del jardín que a esa hora ya las había encendido no alumbraban. Como si la luz estuviera retenida dentro de las bombillas que sólo emitían un haz mortecino. Quisiera plasmar bien lo que trato de decirle comisario, me entenderá mejor si le digo que la zona estaba falta del brillo natural de las cosas. No fue una alucinación ni un sueño. Lo que vi fue tan real como usted o como yo- la entonación de Carlota Snobs había llegado a un punto siniestro.
Los tres congregados parecían contener la respiración. El tic tac de un reloj de péndulo que se hallaba en la habitación contigua se escuchaba con claridad, sirviendo de lacónica banda sonora a la triste reunión. Moss trató de romper el clima tenebroso que comenzaba a reinar. Estaba entrando tan de lleno en la historia que se sentía seguro dentro del saloncito con la compañía del matrimonio. El resto del mundo fuera de aquella estancia le parecía frío y hostil. Y hasta le entró cierto temor irracional al pensar que antes o después tenía que salir y enfrentarse a lo que hubiera fuera. Sonaron siete campanadas en el reloj. Moss esperó que terminara el gong de la última para volver a preguntar. Ganó tiempo porque durante unos instantes no sabía qué decir. De haber estado solo hubiera sido incapaz de ir a mirar la clase de reloj que anunciaba la hora con esa solemnidad. Ni con su pistola en la mano. Atravesar pasillos oscuros con puertas amenazadoras a los lados le producía escalofríos sólo de pensarlo. Los viejos mantenían el resto de la casa en la penumbra más absoluta. Buena forma de observar detrás de una ventana sin ser vistos, pero consideró particularmente aterrador vivir en esa casa donde la luz parecía restringida únicamente al habitáculo donde se hallaban los propietarios en cada momento.
Moss pensó lo interminables que podían ser las tardes lluviosas de invierno en aquel ambiente, cuando la noche adelantaba su llegada poco después de pasado el mediodía.

-¿Tiene usted inquietudes religiosas? ¿Me intenta convencer que el alma de Dorotea al fallecer andaba paseando plácidamente por el jardín?

Moss sin pretenderlo resultó irónico. Conjeturó que Carlota quizás escenificaba una recreación de sus pensamientos. Que podía estar dando forma a cualquier arquetipo de su subconsciente. Tal vez estuviera construyendo una historia en torno a creencias preestablecidas. Por eso intentó descubrir las bases más íntimas de la psicología de la mujer. Aunque Carlota hablaba con una determinación bastante convincente. Moss no se hallaba ante una persona ignorante ni supersticiosa. Al contrario, su discurso era más propio de una persona con una cultura más notable de la que Moss esperaba en un principio. En el exterior se escuchó el ladrido de los perros que fueron bajando el tono hasta parecer un lamento.

-Comisario no debo explicarme bien. Esa figura espectral apareció cuando Dorotea vivía y era ajena al terrible fin que le esperaba. De eso estoy segura. Tenía unas costumbres rutinarias y escuché como a las nueve apagó la radio para encender el televisor y ver su serie favorita. Por unos instantes, no fui capaz de pensar con lógica. Me invadió un pánico sobrenatural y vine a sentarme al sofá a recapacitar sobre lo que había visto. Estaba tan nerviosa que tardé más de una hora en contarle a mi marido la experiencia. Y lo que sigue puede que fuera debido a la sugestión, pero cuando venía a sentarme a recapacitar sobre lo que acababa de ver, juraría que a mis espaldas brilló como un resplandor, el destello cegador de un fogonazo, algo similar a un relámpago con una intensidad que debió verse en muchos kilómetros a la redonda. Pero la duración fue aún mucho más breve que la de un rayo. Un lapso infinitesimal, tan corto que ni el tiempo pudo capturarlo. Mucho más rápido y breve que un pensamiento. Al fin, se impuso el terror a la curiosidad y no pude soportar mucho tiempo en mi mente esa visión de Dorotea. Ni por todo el oro del mundo hubiera vuelto a mirar por la ventana esa noche, ni en el sentido de la vivienda de Dorotea, ni en cualquier otro- la señora Snobs al rememorar tales momentos denotaba un nerviosismo cercano al miedo. Su marido se atrevió a confirmar la narración con una anécdota.

-Fue la primera vez que los ojos de Carlota revelaban terror en los veinte años que la conozco. Mi mujer nunca ha apartado la vista ante una escena desagradable. Hasta una vez que atendió a un herido en un espeluznante accidente de tráfico lo hizo con un valor y fortaleza encomiables-dijo entre orgulloso y adulador Frederic.

Moss se felicitó por tener delante el magnífico café. En ese momento hubiera pagado una fortuna por él. Advirtió que tenía la boca seca. Sorbió un largo trago, dejó caer la taza sobre un pequeño plato que resonó con fuerza, suspiro profundamente y continuó el interrogatorio.

-¿Entonces la muerte adoptó una forma corporal para venir por ella?- Eric se preguntó que hacía allí y por qué desvariaba de esa forma.

-Entramos en un terreno difícil comisario. Soy una persona ignorante y no tengo ninguna teoría formada, ni tampoco me veo capacitada para hacerlo. Dudo mucho que la muerte adquiera figuras humanas o de cualquier otra naturaleza. Eso queda para la mitología. Lo único que le puedo asegurar es que “aquello” era Dorotea, “otra Dorotea”. Y prueba de ello, y es algo que he recordado después, es que ni uno sólo de los más de treinta gatos que Dorotea cuidaba, rondaba por allí. Eso para quien conocía un poco a la difunta es imposible. Los gatos eran parte del mobiliario de la casa y de los aledaños. Fue la primera y única vez que se alejaron de ella. Sin duda percibieron algo que les asustó. Las palabras en ocasiones no describen con exactitud lo que la vista percibe. Ahora tendrá que emplear la mejor intuición de policía para captar lo que le quiero decir; diría que en aquel ser, había una parte que era Dorotea y otra que no lo era.
-Desde esa noche supe que algo iba a cambiar. –Carlota no mostraba el menor interés en que el comisario se marchara y continuó hablando- Me mantuve alerta y por desgracia mis temores se confirmaron. Varias veces estuve tentada de acudir a su casa con cualquier pretexto para comprobar que todo seguía en orden, pero su carácter huraño me detuvo. De ser imaginaciones mías, Dorotea, que no tenía nada de tonta, se hubiera ofendido bajo la creencia que algún interés oculto me llevaba a su casa. En estos instantes tengo remordimientos por dejar pasar tanto tiempo antes de poner sobre aviso a las autoridades. Es terrible, la infortunada vivió y murió sola sin que nadie la echara en falta en varios días- la voz de Dorotea sonó con una tristeza superior a la Moss hubiera esperado después de toda la charla.

Moss terminó simpatizando con aquella cuarentona de mejillas sonrosadas. El instinto policial le decía que la mujer fue sincera en cuantas cosas dijo ver y sentir. Otra cuestión es que fuera una experiencia subjetiva. Un poco violento por el exquisito trato recibido, se despidió del matrimonio con toda la educación que fue capaz. La pareja de pensionistas quedó algo decepcionada al no obtener del policía la promesa de mantenerles informados. Como testigos directos esperaban tener un protagonismo importante en el asunto. Una mirada de complicidad se cruzó entre ellos. A pesar de las cordiales protestas de Moss le acompañaron ambos hasta la puerta de la calle, obligándole a que se llevara como regalo un pastel que era un manjar de dioses, en opinión de Frederic.
Una vez sentado de nuevo al volante, Moss pasó unos minutos meditando sin arrancar el motor, hecho que no pasó desapercibido para el matrimonio Snobs que se atrincheró de nuevo detrás de la ventana. El relato de esa fisgona le había impresionado más que cuando se enfrentó a un atracador pistola contra pistola. Durante el camino de vuelta su pensamiento no fue capaz de desprenderse de una vieja oscura compuesta de cenizas que sonreía con una mueca siniestra.



Parzenon6031 de agosto de 2015

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