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Aquel Monstruo que Se Alimentaba de Amor

Como si me adentrase en una fortaleza invisible, atravesaba los ramales con un presentimiento que poco a poco se iba tornando realidad. Había llegado al punto de encuentro. Podía escuchar a los lobos aullar tal y como si estuviesen arrancándoles la piel con decenas de cuchillos guiados por el placer de una mente perversa. Su carácter despiadado parecía haberse apoderado de la maleza que ahora me observaba. Aquellos árboles centenarios parecían escrutarme como lo haría un científico dominado por una psicopatía reprimida que perseguía con la mirada a su rata de laboratorio. Era entonces cuando los escasos girasoles marchitos se rozaban con mis piernas en un sollozo mudo de alerta, tratando de protegerme inútilmente de las garras de mi raptor. Estaba allí, podía sentirlo.

Sabía que su mente perturbada ya había comenzado a dominar mi voluntad. Sabía, que como un reptil de sangre fría percibiendo el calor de su víctima en la distancia, hacía crecer su apetito a bocanadas y se alimentaba del profundo amor que yo aún sentía por él. Me estaba entregando a sus caprichos, una vez más. Sabía entonces que era demasiado tarde para volver a tomar el control de mi cuerpo y que ahora estaba a merced de su llamada a través del viento. Como si se tratase de su aliento, aquel viento iba poco a poco inundando mis pulmones, cada centímetro de mi piel. Distorsionando los pliegues de mi ropa y envolviéndome en ese atractivo caos donde todo estaba fuera de mi alcance y en el que era capaz de sentirme más libre que nunca. El silencio se había apoderado de aquel lugar y sólo la maleza y yo sabríamos a donde me llevarían mis sentimientos por aquel monstruo.

Los sauces llorones me observaban contorsionándose. Estaban siendo atravesados por aquel grito en forma de viento y en sus movimientos parecían intentar alcanzarme y pedir clemencia ante lo que estaba a punto de acontecer. Las pinedas sin embargo, se mantenían erectas, sólidas e implacables, como si estuviesen al margen de la justicia divina. Cual testigo que presencia el más sórdido crimen y se marcha de este mundo callando, en eterna fidelidad con su sanguinario amigo, aquello que sólo él pudo ver.

Y yo quería ser pineda, y deseaba ser el próximo cuerpo sin vida que el monstruo dejase a su paso. Quería entregarme a sus designios en mi inmenso amor por el psicópata de la calle 43.

Al fin, envuelto en aquella tormenta de viento y violentado por el rugido de su grito mudo pude ver su silueta, observándome entre los putrefactos rastros de la carcoma sobre los troncos moribundos.

Su imagen emergió en mis pupilas haciendo estallar un torrente de adrenalina y ahora la sensación de abandono se había hecho patente en aquel tornado de gritos silentes. Envuelto en él por completo, me entregué a los deseos que aquel monstruo tenía de arrancarme la vida. Y aquellos gritos crecían enfurecidos, tiñendo el cielo de nubes oxidadas mientras su mandíbula se aproximaba a mi cuello. Mientras sus dagas atravesaban mi costado. Mientras el dolor alcanzaba su auge y mi sensación de pertenencia se sobrepasaba a sí misma.

Y los sauces miraban, fuera de si, tratando de acariciar mi rostro. Y la muerte se abalanzaba sobre mí, adquiriendo la forma de un torso masculino, sediento. De aquel grito en forma de viento que me llevó a las entrañas de ese ser monstruoso al que tanto amaba.
Proust18 de julio de 2020

1 Recomendaciones

1 Comentarios

  • Unodealcoy

    Ha sido un relato, dentro de la tragedia, cautivador. Muy buena literatura, enhorabuena Proust.

    21/07/20 11:07

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