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El Enigma de la Cacatúa



El enigma de la cacatúa

Rafael Homar Ferragut

Capítulo 1 de 50




Una lamparita alumbra la mesa de mi despacho y apenas al resto de la habitación; en la mesa hay bastante desorden, y mientras avanza la noche sigo inmóvil como una estatua sumido en complejos devaneos. Se me acumulan los recuerdos en la cabeza y me doy cuenta de que son infinitas las ramificaciones que me llevan de un lugar a otro, cruzando con gran velocidad recuerdos dispersos en el tiempo. Pienso en Paco, mi alegre cerdito, el juguetón, y sin poderlo evitar me distraigo recordando la alegría de tantos momentos felices; cuando nos revolcábamos juntos en el fango o cuando lo tuve por primera vez en mis brazos. ¿Cuántas veces habré llorado a su lado? Es difícil de decir.
Pienso también en Joaquín Buenpie, personaje entrañable, buen amigo y compañero de trabajo en el restaurante “La Cacatúa”, cuando nos conocimos y cada uno de los días que compartimos, durante dos años de nuestras vidas, las penalidades de aquel trabajo extenuante y represivo. A pesar de haber transcurrido más de diez años recuerdo con claridad su semblante alegre de grandes mofletes, el tambalearse de su extrema obesidad y el arte con que zapateaba el suelo, dando palmadas a su vez al son de la música de José Caracol, su ídolo. Daba la impresión que la inconsistente grasa que cubría su cuerpo por todos lados pudiera salir desprendida debido a la fuerza centrifuga de sus insólitos movimientos de baile. Por las noches, cuando ya se habían ido los clientes y empezábamos a limpiar, se ponía muy contento y pasaba la fregona cantando con gran sentimiento y pasión. Como yo, vivía en el restaurante “La Cacatúa”, en las habitaciones de la parte de arriba.
Pronto se disipan de mi mente estos gratos recuerdos y se instala en su lugar con una reincidencia excesiva la inquietante expresión de su rostro el día de su muerte, dejándome, como siempre profundamente abatido. Sus angustiosos llantos y gemidos de dolor me han perseguido en sueños desde entonces, recordándome el extremo sufrimiento de los últimos momentos de su vida, cuando en un estado de visible desesperación, completamente alterado, apareció medio desnudo en mi cuarto chillando como un energúmeno. No berrea con mayor desafuero una cabra, cuando envestida por un toro emprende el primer vuelo de su vida al tiempo que escampa sus vísceras sobre la tierra. Tampoco se altera tanto la gallina clueca cuando del huevo que estaba empollando en lugar de un pollito sale un lagarto y éste la ataca mordiéndola en una pata.
Sufrió el pobre Joaquín Buenpie un ataque paranoico acosado por la alucinación de una rata gigante. Víctima de esta paranoia podía sentir incluso como la rata trepaba por su cuerpo y en todo lugar donde miraba creía ver la gigantesca rata, preparada para atacarle, mirándole con ojos ensangrentados. El pavor le tenía dominado y parecía sufrir un colapso nervioso.
Aquella noche sería la última de la existencia de Joaquín Buenpie, pues poco después de que le sacara de mi cuarto sacudiéndole con una fregona, saltó, presa del histerismo, por la ventana de su cuarto, que aún no siendo una altura excesiva bastó para que todos los órganos de su cuerpo sucumbieran a un fatal aplastamiento. Debería haberle ayudado, pero no fue lo que hice. En ningún momento pensé que pudiera cometer alguna locura, pero así fue. Cuando tuve noticia de su muerte sufrí una conmoción y fui ingresado en un psiquiátrico.
La extraña muerte de Joaquín Buenpie fue un acontecimiento terrible y doloroso, pero fue tan sólo el principio de una serie de desgracias imprevisibles y desconcertantes. En Santa Julieta, pequeño pueblo del centro de Mallorca, ocurrieron otros misteriosos sucesos que llenaron de espanto y congoja a los vecinos del pueblo.
Como la picadura de una araña, que disemina la ponzoña infecciosa produciendo un gran dolor, se extendió la más deplorable providencia por Santa Julieta, dejando a su paso la desesperación y el dolor entre las inocentes gentes del pueblo. Sin poder preverlo se vieron envueltos en una secuencia de espantosos sucesos impredecibles bajo todo examen, que truncaron sin esperanza las ilusiones de muchas personas. El vasto poder que esgrime la fatalidad, con el cual controla el devenir de la vida de los hombres, se abalanzó sobre el pequeño pueblo con la fuerza con que una maza hiende sobre la dura tierra la colosal piqueta, golpeándola una y otra vez con la esperanza de que el burro no se vuelva a escapar. Maldad inesperada que como un cepo oculto jamás duda en cernirse con desmedida contundencia al paso del tierno cabritillo, que distraído jugaba con las mariposas. Bala con desespero su madre atrayendo al siniestro cazador, el cual, al ver semejante desastre, se siente orgulloso de su ingenio y perspicacia. Cruel, indiscriminado e irracional fue igualmente el horror que se cernió desmedido sobre la vida de aquellas humildes personas, que sucumbieron desconsolados ante tan inesperadas desgracias.
La misteriosa muerte de Joaquín corrió de boca en boca por Santa Julieta tan rápido como si la noticia hubiera sido dada con un megáfono. Al día siguiente otro compañero de trabajo del restaurante “La Cacatúa”, un ayudante de cocina llamado Paco Cochino, único testigo presencial del suicidio de Joaquín, desapareció sin dejar rastro, esfumándose como el conejo que ve bostezar a un cocodrilo. Se volatilizó como aquel que andando distraído por el campo masticando un bocadillo se cae en un pozo, sin haber dado explicaciones a nadie y sin haber podido proferir, al tener la boca llena, su postrer grito de auxilio.
La desaparición de Paco Cochino sorprendió mucho a sus más allegados, y rápido se extendieron diversas suposiciones sobre su paradero, llegando a decir alguno que había sido abducido por unos extraterrestres, que vio aparecer un platillo volante que le elevó del suelo envuelto en un haz luminoso, cosa que finalmente se pudo demostrar falsa. El día de su desaparición coincidió con otro suceso mucho más sorprendente y aterrador que eclipsaría completamente la trascendencia de su desaparición. Sin lugar a duda de entre todos los acontecimientos funestos de aquellos días, el que generó más expectación y desconcierto entre las gentes del lugar fue la aparición de una momia en pleno centro de Santa Julieta. Muchas personas vieron a la momia y todos coincidieron en calificar su aspecto de absolutamente aterrador. Lo más escalofriante que habían visto en su vida.
Durante meses, en el pequeño pueblo de Santa Julieta, proseguían los ecos de variados comentarios, dando pie a numerosas versiones de esta historia, todas ellas incompletas y carentes de veracidad. La imaginación de las personas ávidas de murmuraciones truculentas no encontraron limite que contuviera la sarta de especulaciones alocadas con que deformaron una verdad que desconocían. Las más descabelladas hipótesis proliferaron entre los niños pequeños del pueblo, muchos de los cuales vieron a la momia con total claridad, a plena luz del día. Un niño del pueblo de apenas doce años, llamado Pepito Grillo, tras su encuentro con la momia sufrió de envejecimiento prematuro, caneándose su pelo y quedando su rostro surcado de angustiosas arrugas. Perseguido por la momia consiguió finalmente eludirla tras furibunda carrera quedando el pobre niño histérico y trastornado para el resto de su vida.
La única baja que hubo que lamentar fue la del párroco de Santa Julieta, que enfrentándose a la momia con un crucifijo, descubrió demasiado tarde que tal truco sólo funciona con el Conde Drácula, y aún así creo que difícilmente, y sucumbió el párroco al letal abrazo de la momia. El forense determinó que la muerte fue debida a un paro cardiaco, pero quienes vieron el cuerpo del difunto confirmaron que la expresión de su rostro era la de un mortal espanto.
Nunca más se volvió a ver a la momia, pero aún hoy, diez años después, sigue celebrándose en Santa Julieta la festividad de la momia, disfrazándose sus gentes, unos de momia, otros de cura, organizándose bailes y juegos conmemorativos del espantoso suceso.
La investigación de este misterio corrió a cargo del inspector Eustaquio Trompeto, individuo sobresaliente de gran personalidad y carisma, con el arrojo de un león hambriento encerrado en la jaula de un circo, que gustoso atraparía con sus zarpas la cabeza de un niño para devorarla entre los barrotes. No desmerecería al compararse con Héctor de Troya, quien no dudó en enfrentarse con el mítico guerrero invencible Tobillo. Tampoco quedaría en mal lugar al compararse con el mismísimo Tarzán, que con Chita al cuello pega un gran salto de un árbol a otro al tiempo que exclama su inhumano alarido.
El inspector Eustaquio había nacido para impartir justicia. Superó las pruebas de ingreso a la academia de policía con sobrada holgura y se graduó con honores con la mejor calificación de su promoción entre aplausos y aclamaciones de sus compañeros y superiores, a los que se les caía la baba de pura envidia y satisfacción. Fue un ejemplo destacado en la mejor generación de agentes en la historia de la Academia Policial de Cuenca, repleta de grandes talentos, todos ellos alentados por su ejemplo. Siendo policía destacó por su vigor en el manejo de la porra y su perseverancia en las persecuciones, y nunca desfalleció en su firme empeño de resolver los diferentes problemas de las personas. Intolerante con la delincuencia, arremetió con decisión firme cualquier atisbo de ilegalidad y rápidamente hizo meritos por los que fue ascendido y trasladado a la comisaría de Lorito, pueblo cercano a Santa Julieta.
Como inspector de policía demostró inigualables dotes para resolver los casos. En intensa labor, despachaba cada día dos o tres casos de difícil solución, como por ejemplo el robo de una gallina o la desaparición de un zapato, y no encontró problema al que no diera solución. Fue un inspector incorruptible, totalmente insobornable y nunca vislumbró su alma la más leve amenaza de la tentación. Pronto se extendió su fama de severo y eficaz, y cada vez eran más los que le confiaban sus problemas. Las madres, cuando sus hijos no querían hacer los deberes, les amenazaban con hacer venir al inspector Eustaquio. Su carisma y determinación arrastraba a las gentes a una confianza absoluta en su capacidad.
Era el inspector Eustaquio Trompeto como un toro salvaje, henchido de bravura y coraje, pero así como el toro bravo encuentra en una tela granate un adversario imbatible al que no es capaz de hacer mínimo rasguño, encontró el inspector Eustaquio en el restaurante “La Cacatúa” el digno adversario que se interpuso en su camino hacia la fama y el reconocimiento. Allí, en aquel restaurante donde yo trabajaba, dio comienzo el fin de su impresionante trayectoria policial digna de eterna alabanza.
Investigando la aparición de la momia apareció por el restaurante “La Cacatúa”, y allí recibió una calurosa bienvenida. Fue salvajemente agredido por el personal del restaurante, vapuleado como si fuera un monigote y recibió una mortal paliza como la que nunca le dio su madre cuando era pequeño. Aunque maltrecho, pudo escapar con vida, pero al huir con su coche apresuradamente, sufrió un aparatoso accidente de circulación por el que estuvo una semana en coma y perdió parcialmente la visión de un ojo. Yo no participé en el linchamiento, si no al contrario, pues intenté ayudarle en lo posible advirtiéndole de su temeridad.
El inspector Eustaquio Trompeto nunca habló de lo sucedido, ni interpuso denuncia contra el personal del restaurante, pero a las primeras visitas que tuvo en el hospital, sus familiares y amigos, les dijo haber sido atacado por un monstruo mutante, un engendro de laboratorio horripilante y descomunal que alzándole como si fuera una pluma le lanzó contra la pared con una fuerza asombrosa. A pesar de las contusiones ocasionadas en el fatal batacazo contra la estantería del fondo, huyó despavorido el inspector Eustaquio Trompeto a una velocidad digna de un atleta, pero perseguido por el monstruo eligió mal la dirección de sus pasos y se metió en la cocina del restaurante, donde la persecución se volvió más acuciante y donde recibió dos fuertes manotazos en la cara que por poco no dan fin a su estrepitosa huida. Milagrosamente pudo escabullirse, pero poco después, al escapar con su coche a gran velocidad, impactó con un muro de piedra reventando el auto en miles de pedazos.
El monstruo al que hizo referencia y que mencionó reiteradamente durante los delirios de su convalecencia se trataba de otro compañero del restaurante, individuo de aspecto singular pero que, como veremos más adelante, no actuó con mala fe, sino al contrario, con la mejor intención del mundo.
Al haber sido ingresado el inspector Eustaquio en el hospital “La Sangre” de Palma de Mallorca en estado comatoso no pudo dar parte inmediata de sus averiguaciones y las investigaciones en el restaurante por parte de sus compañeros del cuerpo de policía se centraron en el accidente de tráfico que había tenido el inspector, del cual, el personal del restaurante dijo no saber nada. La muerte de Joaquín Buenpie no había levantado aún sospechas criminales y nadie había denunciado aún la desaparición de Paco Cochino. Tampoco sospechaba nadie, salvo el inspector Eustaquio Trompeto, las conexiones habidas entre la aparición de la momia y la muerte de Joaquín en el restaurante “La Cacatúa”.
Con el primer indicio de recuperación tras varios días en coma profundo ordenó el inspector Eustaquio la autopsia de Joaquín Buenpie y la búsqueda de Paco Cochino, que como ya se ha dicho, había desaparecido del mapa así como desaparece el calamar abisal ante los atónitos ojos del congrio malayo, después de haber soltado un buen chorro de tinta. Yo, que poco antes de su desaparición había estado con él, no vislumbré en su actitud indicio que me llevara a considerar nada extraño.
La búsqueda de Paco Cochino fue infructuosa durante más de una semana, hasta que llegó a través de una postal remitida desde Ecuador la noticia de su secuestro por una banda de terroristas que se hacían llamar la guerrilla ecuatoriana. Eran un pequeño grupo de gente armada que se dedicaban a diferentes labores delictivas, entre ellas el secuestro, asesinatos y tráfico de estupefacientes. En la postal se exigía un rescate en moneda americana que debía entregarse en una fecha exacta en un enclave montañoso de la cordillera de los Andes perteneciente a Ecuador. Estaba aún convaleciente el inspector Eustaquio, e intentando aplacar el dolor de las heridas que en su orgullo se habían abierto, cuando recibió la noticia del secuestro de Paco Cochino.
Era el inspector Eustaquio persona de natural perseverante, además de orgulloso y arrogante, y esta espina sangrante clavada en el centro de su orgullo se retorcía con cada pensamiento de la humillación sufrida. La rabia contenida, a un punto de desencadenarse, le debía de mantener bajo un estado de fuerte agarrotamiento muscular que lo tenía paralizado, cosa que explica que no cogiera su pistola y la emprendiera a tiros con el personal del restaurante.
Aún sin estar completamente recuperado salió del hospital, y centró la investigación del caso en el rescate de Paco Cochino, de quien sabía que fue testigo presencial de la muerte de Joaquín y única persona de la que podía esperar declarase abiertamente sobre su muerte. Al interrogar la policía al personal del restaurante por indicación del inspector Eustaquio se encontraron con una barrera insalvable de imprecisiones con las que ocultaban toda información relevante. Tampoco se pudo realizar la autopsia de Joaquín Buenpie al haber sido su cuerpo incinerado con una anticipación sospechosa.
El inspector Eustaquio, aún aquejado de algunos dolores, viajó a Ecuador con el dinero convenido, dispuesto a interceder en el rescate de Paco Cochino, pero más le hubiera valido haberse quedado en la clínica, remugando un poco más en la cama, que no emprender tan arriesgado viaje. Lejos estaba el inspector de vislumbrar las arenas movedizas que se disponía atravesar, impelido por su propia obstinación, quedando atrapado en las redes del infortunio más extenuante y demoledor. El destino cruel que tanto engaña a los hombres en sus proyectos cayó inflexible sobre el inspector en la misma forma que el ponzoñoso aguijón de un escorpión cae, a veces, sobre si mismo. Son designios divinos que su justicia no podemos rebatir, pero no propició la suerte incierta de los hombres que disfrutara el inspector de merecida gloria. Muy estrecho se hizo el camino por donde habían de discurrir los días del inspector Eustaquio en su madurez. Quiso Dios satisfacer el orgullo que siente por su propia obra, viendo como el inspector renaciera de entre sus cenizas, admirado al verle soportar la más dura adversidad y penuria.
—No fueron tan bien las cosas como se esperaba, ¿verdad, señor inspector?
—No, la verdad es que no.
—Se pensaba que iba a ser llegar y besar el santo, ¿verdad?
—Sí, la verdad es que no pensé que iba a ser una misión tan arriesgada.
—Menudo fracaso. Chiquito traspiés.
La investigación de los hechos ocurridos en Santa Julieta sufrieron un inevitable receso al ser también secuestrado el inspector Eustaquio en la selva de “La Papaya” por la guerrilla ecuatoriana, donde le tuvieron encerrado durante ocho años, atormentándole diariamente con castigos insufribles. Fue vilmente engañado y se lanzó de cabeza en una trampa mortal que estuvo a punto de acabar con su vida. Cayó en una emboscada y ni siquiera solicitaron un rescate. Hubo de pasar por una prueba de resistencia extenuante sometido a un tormento inhumano de la más infame impiedad. Tras propinarle una brutal paliza lo tuvieron encerrado en una choza al borde de un acantilado, haciéndole soportando la intemperie y unas pésimas condiciones de vida.
Sobre esto tampoco pudieron evitar especular las gentes de Santa Julieta, considerando algunos que el inspector se había ido de vacaciones al Caribe con el dinero del rescate; unos decían que se había ligado a una mulata de doscientos kilos y otros que mendigaba en las calles abrazado a una farola; pero no era así, estuvo encerrado en pésimas condiciones más de ocho años de su vida, en una edad cercana al retiro muy poco adecuada para sufrir la extrema penitencia y cotidianos tormentos de su secuestro. Tras ocho años de cautiverio consiguió el inspector finalmente evadirse, tras numerosos intentos; por su propio pie recorrió kilómetros de selva, alimentándose de insectos y pequeños lagartos. A su regreso, ingresó en la sección de agudos del departamento de psiquiatría del hospital “La Soledad” sin haber podido solucionar el caso y sufriendo profundos delirios y paranoias.
Durante el tiempo que el inspector Eustaquio estuvo secuestrado, mi vida también dio sorprendentes giros; tras dejar el trabajo en el restaurante “La Cacatúa” me dediqué junto al doctor Gabriel de las Cuadras, propietario del restaurante, al estudio de la psiquiatría, y empecé a trabajar con él en el hospital “La Soledad” llegando a ser elegido, tras siete años de dedicación y esfuerzos, comisario del gabinete del departamento de psiquiatría del hospital.
En todo momento tuve presente al inspector Eustaquio en mis oraciones y en mi pensamiento. Podía sentir en mi consciencia su sufrimiento lejano y con mis rezos le hacía llegar voces de ánimo y consuelo. La bondad divina lo trajo de nuevo a mi lado para que pudiera atenderle en “la Soledad” y ayudarle en una recuperación que en un principio se planteaba dificultosa.
Nuestra estrecha relación y prolongado trato durante el tiempo que me encargaba de supervisar su estado mental y le sometía a diferentes terapias experimentales en el hospital “La Soledad”, me permitió llegar a conocer al inspector Eustaquio Trompeto bastante bien e incluso llegar a apreciarle sinceramente. Una amistad reciproca que podría ser comparada con la que tuvieron Rocinante y el burro de Sancho Panza, si es verdad lo que dicen de ellos los eruditos en el estudio de este asunto.
Aún fascinado y apasionado al rememorar sobre la notable persona del inspector Eustaquio no tendrán mis palabras sombra de adulación. Aun siendo un grato esfuerzo, y reconozco que así es, aclamar al señor inspector con la dignidad que se merece, estas palabras nunca podrán pasar de ser una insignificante reseña, mísera e insuficiente, sobre la personalidad de una de las mentes más inspiradas de nuestro siglo y del que viene. Grandes hazañas prometo, pero pocas van a igualar la majestuosidad del inspector Eustaquio en sus fenomenales intervenciones.





Capítulo II




En las sesiones del tratamiento psicológico del señor inspector analizábamos los sucesos ocurridos en Santa Julieta como parte de su terapia de recuperación. Gracias a la grabadora que de un casual le pude robar al inspector Eustaquio mientras éste hacia sus necesidades, dispongo de numeras grabaciones de las sesiones, en una de las cuales el inspector Eustaquio relata sus primeras impresiones sobre el caso y los motivos que le llevaron al restaurante “La Cacatúa”.
Eliminando algunas expresiones reiterativas no necesarias para su comprensión y las modificaciones mínimas que hagan más sencilla su lectura, pues el señor inspector era muy dado a las onomatopeyas, las blasfemias y a imitar con la voz las intervenciones de sus interlocutores, he compuesto una trascripción de la grabación que es perfectamente fiel a su testimonio.
Señoras y señores guarden silencio, por favor. El señor inspector en uno de sus brillantes momentos de lucidez, gracias también a los despilfarros que la estupenda enfermera del ceño fruncido hace con las dosis de morfina que comparte con los pacientes, se dispone a deleitarnos con ameno discurso y con información clasificada sobre los sucesos ocurridos en Santa Julieta.
—Buenos días señor inspector —le dije al cruzar la puerta de su habitación—. ¿Qué tal se encuentra hoy?
Muchas veces no me contestaba, y se limitó a mirarme con una expresión de odio absoluto. No era un paciente fácil de tratar y sufría además de bruscos cambios de humor, pudiendo compararse sus arrebatos a la erupción de un volcán o al estallido de una bomba. Era conveniente mucha sutileza y romper el hielo con unas palabras de elogio, para dar cebo a su vanidad.
—Hace usted muy buena cara; con la dentadura postiza parece haber rejuvenecido veinte años por lo menos. Por un momento me ha hecho recordar al apuesto inspector que conocí en el restaurante “La Cacatúa”.
Mientras el inspector Eustaquio mudaba su expresión en una sucesión de gesticulaciones terroríficas, yo continué diciendo:
—Han pasado ya muchos años desde entonces, ¿verdad señor inspector? Yo siempre le he estado muy agradecido de que salvara la vida de mi cerdo. Qué gran hazaña. Estoy seguro que debió ser una de sus intervenciones más meritorias. Demostró usted una gran perspicacia.
—¡Yo no creo que fuera para tanto! —me gritó el inspector, incendiándose su cara por una ira incontenible, simulando con las manos estar retorciéndome el pescuezo con una saña excesiva—.
—Que cosas dice. Aquellos fueron los buenos tiempos, su momento de gloria. ¿Piensa que no, señor inspector?
—Y una mierda.
—Sí, tiene usted razón, cometió algunos errores, pero aún así, ¿no cree que aquellos tiempos eran mejores que los de ahora? Antes por lo menos no tenía que llevar pañales.
—Los únicos buenos tiempos de mi vida son antes de conocerte —me dijo con visible enfado apuntillando la frase con calificativos despectivos como desgraciado y anormal—.
Esto, en verdad, me disgustó bastante, pero no tanto como otras cosas que me llegó a decir sin pensar. Podía llegar a ser bastante desagradable.
—Quería que habláramos un poco sobre el restaurante “La Cacatúa”. Quisiera me contara cómo intuyó usted que la vida de mi muy querido cerdo estaba en peligro. Yo nunca he entendido cómo lo supo usted, y cómo apareció usted tan oportunamente, en momento tan trascendental.
—¡Otra vez! —gritó encolerizado—. ¡Ya te lo he dicho cientos de veces que la vida de tu cerdo a mí me importaba un pimiento!
—Ya bueno, quería me lo contase una vez más. A usted que más le da. Por lo que tiene que hacer.
—¿Qué es eso que tienes allí? Devuélveme mi grabadora que la vas a romper. Deja de hacer el payaso con mis cosas.
—Ya se la devolveré. Es que luego no me acuerdo de lo que me ha dicho. Y tenga en cuenta que si no me la deja y no me cuenta lo que pasó llamaré al doctor Laurencio para que le haga una sesión de acupuntura. Como usted quiera, una terapia u otra.
—No, no, eso no. Está bien. Pero luego me la devuelves.
—No se preocupe. Venga comience a hablar que ya está grabando.
—¿No estarás grabando encima de mi cinta de José Luís Perales?
—No, claro que no.
—Está bien, pero luego te vas a dar una vuelta y me dejas en paz un rato ¿vale?
—De acuerdo, pero hágalo como usted sabe, que ha de quedar bien y se ha de entender.
—Pues tú no interrumpas y ahora calla. Nos remontaremos a la mañana del 22 de septiembre del 86. Recuerdo muy bien aquel día, fue el día que tuve la desgracia de conocerte. ¿Seguro que está grabando?
—Si
—Pues atiende, haber si te enteras. Fue un día muy caluroso o tal vez fuera que las lluvias del día anterior hiciesen aumentar la sensación de vaho y humedad en el ambiente. En mi despacho el aire acondicionado estaba estropeado y puesto que no había mucho trabajo, me encontraba en el bar.
—Intente no irse demasiado por las ramas, por favor.
—Si quieres que te lo cuente, te lo cuento a mi manera y si me interrumpes se acabó.
—Está bien continúe.
“Yo había dado orden a la telefonista de pasarme la llamada a la cantina en caso de algo importante. No tardó en sonar el teléfono y me llamaron desde la barra del bar con un grito. Ring, ring, sonó cuando después del carajillo me estaba fumando un purito —tras decir esto simuló darle dos buenas bocanadas a un cigarro—. Contesté al aparato dando mi nombre y la telefonista me notificó haber recibido tres llamadas denunciando la aparición de una momia en Santa Julieta. Le dije a la recepcionista que llamara al instituto de arqueología que ese no era asunto de nuestra competencia y ella me dijo no tratarse de ningún cadáver, y que si lo era se movía como si estuviera vivo. En un principio la telefonista pensó que era una broma, me confesó, y hasta que no llamaron de jefatura no me quiso molestar. Por lo visto la policía nacional y la guardia civil habían recibido también numerosas llamadas denunciando el avistamiento de una momia. Desde luego que era asunto poco corriente que seguramente se trataba de una broma, pero cuando la policía llegó al pueblo un gran número de personas decían haber visto la momia. Se hizo un gran despliegue, registrando el pueblo y sus alrededores completamente, establos, pozos e incluso unas grutas de la montaña, pero la momia no apareció por ningún lado.
—Señor inspector, disculpe un momento —interrumpí—. ¿Está seguro de que era una momia?
—Claro que estoy seguro. Esto que te cuento es una verdad absoluta que si escuchas y no me interrumpes entenderás a la perfección.
“Yo nunca llegué a ver a la momia, pero algo había pasado en Santa Julieta, de eso no hay duda. Cuando yo llegué al pueblo había bastantes ambulancias trasladando los lesionados más graves y muchos de ellos estaban aún escampados por las calles junto con algunos desmallados. Había mucho barullo de gentes recogiendo la plaza, que parecía haber sufrido el paso de un tornado. Municipales proseguían la investigación interrogando a la gente. Algunas señoras tenderas se lamentaban con grandes gritos por las pedidas sufridas en su mercancía. Yo me fui al bar del centro, tenía la boca pastosa y me pedí un Bloody Mary; no tenía costumbre pero en aquel momento me pareció apetecible. El bar estaba muy concurrido.
“El dueño del bar se me quedó mirando desde detrás de la barra con expresión perpleja y me dijo:
—Señor, me temo que no voy a tener de eso. Estamos en España. ¿Lo sabía usted, verdad?
—Es un cóctel de zumo de tomate y vodka. Y no es tan raro —le respondí—. ¿Tiene usted zumo de tomate?
—Sí, pero como comprenderá no me voy a poner a exprimir tomates —me dijo—.
—¿No tiene de botella?
—Si
—Pues ya me va bien. En un vaso de tubo dos cubitos me pone el vodka y me trae el zumo, trocito de limón para exprimir unas gotas, pimienta molida y el tabasco.
“Le di a probar al dueño y tanto le gustó que se preparó uno para él. Sin salir del bar me enteré de todo lo ocurrido aquella mañana.
—¡Que sagacidad!
—No me interrumpas, que me desconcentro —dijo el inspector Eustaquio—.
“La noche anterior a la aparición de la momia había habido una gran tormenta que había causado inundaciones y algunos derrumbamientos. Según la gente del bar la tormenta había dejado la plaza de la iglesia bastante sucia, y tuvieron que trabajar duro y de buena mañana las gentes de Santa Julieta para dejarlo todo listo y poder así dar comienzo el mercado, que se celebraba todos los jueves. Los barrenderos hicieron servicios especiales y finalmente se pudieron montar los tenderetes. El sol resplandecía intensamente y las blancas telas adornaban la plaza entre el bullicio creciente. Música de Tomeu Penya sonaba por los altavoces cuando yo llegué, aunque pudiera ser que cuando apareció la momia estuviera sonando algún otro disco. Tenderos venidos de todas partes del mundo exponían en el suelo sus productos y parece ser que aquella mañana la plaza estaba muy animada.
“La primera noticia del avistamiento de la momia —prosigue el inspector Eustaquio tras una breve reflexión— la dio un chico de doce años muy conocido en el pueblo. Apunté con disimulo su nombre: Pepito Grillo, que después comprobé que no era su verdadero nombre sino Graullo, de ascendientes franceses.
“Según la opinión de los presentes en el bar, a pesar del jolgorio reinante en la plaza y la música de los altavoces no se dejó de oír los gritos de una estampida de niños que entraban a trompicones a la plaza desde el callejón de la iglesia. Los adultos de aquella parte de la plaza al verlos venir intentaron pararlos, quedando consternados al ver el susto extremo de los niños, que chillando con todas sus fuerzas se revolvían con fiereza y se intentaban escabullir, completamente aterrorizados. Gran sorpresa fue ésta, pero bastante menor a la impresión que produjo en los presentes el ver aparecer una momia en plena mañana bajando por la calle de la iglesia.
“Todas las descripciones de la momia eran coincidentes y semejantes a la clásica imagen que uno tiene de una momia. Quienes vieron de cerca a la momia confirmaban que no se trataba de un burdo disfraz. El vendaje se desprendía de su cuerpo dejando ver un rostro desfigurado de piel sangrante repleta de mucosidades y supuraciones. Los ojos rojos, ensangrentados, dijo una señora, tenían la mirada del terror. Un bramido ahogado, a todo juicio espeluznante, emergía potente de su gaznate y nunca cerraba la boca. Al parecer, según la opinión de los presentes, llegó deslizándose como impulsado por una fuerza oculta agitando intensamente los brazos. Sea como fuere, la gente reaccionó con pánico.
“Todos los desperfectos en la plaza y el gran número de heridos se produjeron cuando la gente huyó en estampida, creando una avalancha imparable de cuerpos que llevados por la histeria arrasaron con la plaza, pasando unos por encima de otros. Los accesos a la plaza, rebosantes de tenderetes y gentes desconcertadas, dificultaban las salidas y empujados por el alud de gente asustada y debido a la pendiente y estando mojadas las calles de piedra, se produjeron deslizamientos generales de la muchedumbre y gran variedad de lesiones. Ya sabes que Santa Julieta se encuentra en la cima de un montículo y que algunas de sus calles son bastante empinadas. Los tenderetes quedaron desmantelados y desperdigados los diferentes productos de artesanía y ropas. Gracias a Dios no hubo que lamentar ninguna muerte.
—¿Y el párroco?
—¿Qué pasa con el párroco?
—¿No murió el párroco de Santa Julieta atrapado por el mortal abrazo de la momia?
—No, creo recordar que se desmayó pero no murió nadie.
—Pues, paciencia, que le vamos a hacer. Prosiga por favor.
“La momia, según opinión de los presentes en el bar, aún moviéndose con lentitud pasmosa perseguía a las gentes que habían quedado atropelladas en el suelo, que se alejaban de ella arrastrándose con el resto de sus fuerzas, gritando en demanda de ayuda. Un personaje del bar hizo una apreciación curiosa, pues dijo que la momia andaba como si su cuerpo estuviese dislocado, apenas doblaba las rodillas ni los codos y que avanzaba retorciéndose y estirándose. Dijo también que la momia en un par de ocasiones se quedó completamente paralizada, como si hubiera quedado agarrotada haciendo una convulsión.
“La callejuela más próxima a la momia, al otro lado de la iglesia, estaba taponada por un cúmulo de gente histérica y asustada, que al acercarse la momia quedó despejada en breves momentos. Unos se subían por la pared, otros por los toldos y pasando unos por encima de los otros dejaron libre la calle por donde se fue la momia. Y no se la volvió a ver. Se sabe que callejeó un poco y tras una esquina desapareció.
“Yo —prosigue el inspector— salí del bar y cruzando la plaza me dirigí hacia la iglesia. A mano derecha de la entrada principal de la iglesia, una callejuela de cantos rodados ascendía haciendo una curva, por donde supuestamente apareció la momia. Esta callejuela resbalaba bastante y daba a una pequeña plaza con una fuente, donde comunicaban tres calles más. En aquella fuente circular advertí una mancha de sangre bastante reciente, que por su forma parecía ser debida a haberse alguien golpeado con la cara. Recogí muestras para su posterior análisis. En una esquina observé otro rastro de sangre en el suelo indicando la calle del centro y proseguí en aquella dirección por una pendiente bastante acuciada. Era una calle estrecha cuyos balcones quedan muy cerca de los de enfrente y con unos enormes portones de madera.
“Subí por aquella callejuela hasta que vi en la acera una señora sentada en una pequeña silla de mimbre haciendo calceta, y le pregunté:
—¿Vive aquí Pepito Grillo? Me han dicho que vive por aquí cerca.
“Sin responder palabra me observaba la mujer con una mirada escrutadora semejante a la que pone una bruja mirando la bola adivinadora. Proseguía haciendo calceta a toda velocidad mientras mantenía fija su mirada en mí. Finalmente levantó el labio superior para mostrar los dientes, grandes e impolutos aunque un poco torcidos y dijo:
—¿Pregunta por el chiquillo?
—Sí, exactamente —le dije—. Me han dicho que él fue el primero que vio a la momia y quería hablar con él.
—Pues vaya a usted a saber por dónde andará. Y sí que vio la momia, que justo salía el chiquillo por esta puerta cuando la vio salir corriendo de la consulta del doctor. El chiquillo se dio un gran susto.
—Perdone, ¿de dónde dice que salió la momia?
—Pues de la consulta del doctor Gabriel. Salió corriendo tan rápido que se golpeó en la pared de enfrente. El pobre niño se dio un susto terrible y espantado salió corriendo como un loco. El Cochinillo rebotó en aquella otra pared y casi pasa por encima del niño, y resbalando llegó hasta la fuente. Había algunos niños por allí que estaban jugando en la fuente.
—¿Quiere decir que usted también vio a la momia? —pregunté a la señora—. ¿Qué dice usted de un cochinillo?
—Pues hombre, que no se trataba de una momia, es claro. Era un tal Paco, el Cochinillo, que así le llaman, que tenía todo el cuerpo vendado. Lo tuve bien cerca. Daba pena verle. Apenas se le veía la cara, pero tenía los ojos hinchados, como si le hubieran golpeado. Los pelos se le asomaban por en medio de las vendas, que estaban ensangrentadas y parecía dolerse de golpes en las costillas. Apenas podía andar.
—¿Y está usted segura de reconocerle?
—Seguro. Esta mañana cuando terminé de hacer mis faenas salí a descansar un rato y me senté aquí mismo donde estoy y en ese momento salía de la consulta el Cochinillo, perseguido por la enfermera que gritaba su nombre. El pobre Cochinillo chillaba y estaba muy alterado. Trabaja en el restaurante de abajo “La Cacatúa”, a veces voy con mi marido, que es muy amigo del doctor.
—¿Paco no vive en el pueblo, verdad? —Pregunté aprovechando la sabiduría de mi oportuna confidente—.
—Creo que vive en el restaurante.
—Me ha sido usted de gran ayuda. Creo que haré una visita al doctor. Muchas gracias —le dije—.
“Todo aquello aunque seguía pareciendo una invención descabellada se empezaba a aclarar. Entré a ver al doctor. Era una clínica que me pareció estar muy bien. Pequeña, desde luego, pero limpia y ordenada. Cristal, mares y separaciones de madera lacada en blanco le daban un toque moderno. El recibidor era alto y espacioso, de paredes y techo de piedra caliza, haciendo una cúpula. En aquel momento estaban desbordados de trabajo, con numerosas personas en espera, gentes del pueblo accidentados. Enseguida una señorita realmente agraciada vino a atenderme al enseñarle la placa, saliendo cortésmente de detrás del mostrador.
—Buenos días, señorita —le dije—. ¿Podría hablar con el doctor Gabriel?
—En estos momentos no se encuentra aquí —dijo la chica dulcemente—. Hoy tenía cosas que hacer en Palma. Si yo puedo serle de utilidad.
—Pero esta mañana el doctor ha estado aquí —dije mirándola con gravedad—. ¿A qué hora se ha ido?
—Serian las once y media —me dijo, y luego me pidió si podíamos postergar la entrevista para un mejor momento—. Como puede ver tengo mucho trabajo que hacer.
—Dígame señorita —dije mirándola fijamente con gran seriedad—. Supongo que ya sabe usted que la momia que ha causado todo este revuelo salió de aquí, ¿verdad?
—Sí, ya sé —dijo ella—.
—Y supongo sabrá decirme que ha pasado —pregunté—. ¿Qué es lo que ha pasado?
“La enfermera manifestó cierta turbación ante esta pregunta, pero confirmó tratarse de un paciente que había sufrido importantes quemaduras en el cuerpo, y tubo que ser completamente vendado. Poco después de que se hubiera ido el doctor Gabriel, se fue corriendo sin decir nada. Averigüé su nombre completo y me confirmó tratarse de un trabajador del restaurante “La Cacatúa” de las afueras del pueblo.
—¿Quién se encargó de atender a el tal Paco Cochino?
“La enfermera se volvió a mostrar dubitativa, pero finalmente me dijo que al paciente, Paco Cochino, lo trajo el doctor Gabriel y que él mismo le atendió en su consulta. De lo que ocurrió en la consulta del doctor Gabriel aseguró la enfermera no saber nada. Tampoco se hizo ningún parte de ingreso.
—¿Le vio usted llegar a la consulta? —le pregunté—.
“Según me dijo la enfermera apenas vio entrar a Paco Cochino, pero asegura que cuando llegó, salvo que tenía la cara de un rojo incandescente y que estaba muy sucio, parecía estar bien. Dijo que andaba por su propio pie y que la miró con una sonrisa. Cuando el doctor Gabriel se fue, le dejó encerrado en su consulta.
—Quisiera ver, antes de irme, la habitación donde estaba Paco, si no le importa —le dije a la enfermera—.
“Me enseñó la consulta del doctor Gabriel y allí no encontré nada que pudiera ser revelador. Ningún rastro de sangre, ni allí ni en las otras habitaciones, que también quise inspeccionar. Con un interés creciente por dilucidar los hechos ocurridos opté por personarme en el restaurante “La Cacatúa” donde me habían dicho que trabajaba Paco Cochino, para buscarle allí, y cuando hablé contigo me enteré del accidente de Joaquín.”
—¿Responde esto a tu pregunta?
—Y que quiere que le diga. Creo que todo lo que ha dicho es un disparate terrible, aunque desde luego que para ser una invención es bastante sorprendente.
—Todo esto que te he dicho es la pura verdad y si no te enteraste de esto es porque eres tonto del bote, un zoquete.
—Sí, lo que usted diga, como siempre el inspector tiene razón, aún cuando dice las más obvias tonterías.


Rafaelho18 de diciembre de 2008

2 Comentarios

  • Fallinginlove

    Lei el primer cap?tulo! era largo pero lo lei....
    Y me rei mucho.... Siento pena por Eustaquio, pero gracias al secuestro se le hab?a de quitar todo el orgullo....
    Besos

    07/01/09 07:01

  • Rafaelho

    Muchas gracias, Fallinginlove, por haberme de dedicado tu tiempo. Me alegra mucho pensar que te pueda haber hecho re?r. Y que no te de pena el inspector Eustaquio Trompeto porque ?l es pura ficci?n.

    08/01/09 01:01

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