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El Rescate (memorias de un Príncipe Vago)

Gael el príncipe vago, valiente, pero vago.
Se egresó de la academia de los Azules con las mejores calificaciones en flirtreo, doma de serpientes aladas, arquería y mención de oro en besos de despértares mágicos, pero aún así, poco le importaba rescatar personas en construcciones perdidas en medio de montañas y bosques del demonio.
No entendía la época, no entendía las costumbres, no entendía que padres abandonaran y encerraran a sus hijas en castillos, y que se matara sin culpa a dragones en peligro de extinción. No le cabía en su cabeza que autoridades avalaran tales atrocidades como tampoco comprendía la comodidad de las muchachas que preferían ser rescatadas a rescatarse solas, como si le dijeran al mundo que no tenían la fuerza para hacerlo. Y odiaba al que romantizó estas locuras.
Sanciones, multas y días de calabozos es lo que recibía por cuestionar las leyes y decisiones ya estipuladas por los más ancianos. Sus padres, reyes, los Reyes de Hipo (para ser más exactos) lo castigaban con viajes a los poblados más pobres para trabajar los campos, camuflado, como un peón más. Decir "castigo" es solo formalidad, Gael disfrutaba de esos trabajos, se sentía útil, pleno. Incluso renegaba de la suerte de haber nacido entre lujos y riquezas que lo asfixiaban. Su guardaespalda, Ramón (también camuflado), relataría tiempo después a sus nietos que tal vez su estadía allí la disfrutaba a causa de la chica de rulos danzantes que se volvían dorados al caer la tarde.
Gael nunca perdonó a sus padres el hecho de llevarse a su hermana a sufrir en una de esas torres del infierno. Afortunadamente su amigo Rigarde, uno de los más valientes de lugar, fue rápido en su rescate, triunfando en su misión y trayendola justo para su graduación. Inevitable fueron lass charlas de secretos y consejos sobre lo que rodeaba a estos inventos fantasiosos, terroríficos y para nada mágicos.
Gael no sabía que hacer con su vida. Con cada diploma, no solo se recibe un título de príncipe azul, sino que al dorso viene impreso el nombre de la princesa a rescatar con todas las instrucciones, reglas y tiempo estimado para realizarlo. Para él, le fue reservada: Angélica. Angélica tenía la sangre de la familia de los Otrodes, apellido poderoso y milenario, dueña de los terrenos que cubrían gran parte del país. Por tal motivo, no sería el único elegido que iría en su rescate, hasta ese momento ya lo habían intentado cinco muchachos que quedaron mal heridos y mal trechos en los campos de batalla. Y pronto lo intentarían otros nueve más. Gael supuso que uno de ellos debería ahorrarle el viaje y el crédito por el "acto tan heroico de matar un bicho fastidioso que escupe fuego". De los nueve que fueron, murieron seis. La tarea no era sencilla. Y la alarma se encendió en todos los reinos y un ejercito se preparaba como última carta.
Gael el príncipe vago, valiente, con título de Azul, pero vago.
Bajo el cielo no se hablaba de otra cosa, la visita de los Reyes Otrodes venían a exigirle a Gael que fuera en busca de su hija cuanto antes. Reprendido por su pereza, presionado y sin más opciones que la partida, partió. Bien aconsejado por su hermana y escoltado por lo mejor de la guardia imperial de sus futuros suegros, atravesó los "callejones eternos"(por donde desfilaron los más valientes de la familia) vitoreado por todos los habitantes que le rendían honores al pasar. Eso si, ni bien llegaron a los limites del castillo del dragón más feroz del planeta, salvo Ramón, el resto huyó ante los primeros alaridos de la bestia. "Cobardes... llevenme con ustedes", pensó, pero eso no lo detuvo, inmediatamente, escondió los caballos cerca de los pocos árboles que quedaban entre las cenizas y rocas putrefactas de una tierra maldita. Luego de un día espiando y auscultando el lugar, diseñaron un plan para no morir aquel día (o por lo menos intentarlo).
Las primeras horas de la mañana lo encontró atravesando sigilosamente los primeros portales (pues Ramón quedó cuidando las pertenencias con la orden incuestionable de irse sino regresaba hasta la medianoche), seguido de dos patios tatuados con fuego acumulado de siglos, subiendo escaleras, escalando paredes cuando partes del camino estaban derrumbados o destruidos, descansando, corriendo en un laberinto sin final. En esos descansos, pensaba en los genios que diseñaron los planos de tan inmensa construcción con el fin de encerrar princesas y dragones adentro. "Vaya trabajo", se decía. En cuanto al dragón se escuchaba sus alaridos y vientos calientes agitados por sus alas en la distancia, no lo vió sino hasta el final, pero para eso antes debían suceder varias cosas...
Hacia la noche, un pasillo larguísimo de esqueletos dispersos lo separaban de Angélica. Fuertemente aferrado a su escudo y espada, sin la mitad de su armadura que fue tirando durante el día y un rosario de oraciones que venían a su cabeza y corazón, pidiendo por la vida de la joven ya que cualquier otra realidad le supondría tener que regresar a dar explicaciones a reyes insoportables sobre lo inútil que fue para permitir la tragedia pincesal, y sobretodo, para no sentir que su viaje fue una completa perdida de tiempo.
Ya parado ante la gran puerta golpeó tímidamente un par de veces. Del otro lado un séquito de guardias y sirvientes (algo así como 12 personas) lo recibieron entre besos y abrazos, cantos y alabanzas. Haciéndolos callar, preguntó por la princesa y le dijeron que no era un día de buenos ánimos, por lo que debería aguardar hasta que se calme. Quiso creer que era una broma, no lo era. Enojado entró en la habitación y se presentó ante la muchacha. Ella lejos de agradecer el rescate, lo abofeteó, lo empujó, y casi arrinconándolo con gritos e insultos, exigió las explicaciones formales por la demora de su llegada. Gael cansado y harto de esta aventura, le pidió silencio y de su morral sacó una pequeña cajita metálica, y con audaz movimiento le pidió que se acercara, lo sostuviera con sus manos y mirara hacia el espejo mágico en el fondo. Entre refunfuños y desconfianza, lo hizo. Viéndola distraída con el juguete, Gael se acercó rapidamente y apretando un botón que traía a un lado, se alejó, y un gas espeso la envolvió y la desmayó al instante (un regalito del primo Fredardo el alquimista). Cerró la caja y la guardó inmediatamente. Luego, pidió a los sirvientes que lo ayudaran a preparar todo para escapar de allí cuanto antes. La cargó en sus brazos y salieron por una puerta secreta con rumbo al bosque maldito (un nombre que podría atemorizar a cualquiera, pero solo era el mote a un bosque quemado por los eructos del dragón). En cuanto a la puerta, la descubrió en ese ir y venir por el castillo, intuyendo que podría serle útil en algún momento.
Llegaron hasta Ramón y los caballos escondidos con la luna en sus espaldas, allí los sirvientes y soldados pudieron descansar aliviados como si la pesadilla hubiera terminado. Ellos debieron seguír el protocolo que los obligaba a suicidarse ni bien el príncipe azul besara a la princesa, sin embargo "el beso nunca ocurrió, por lo que toda ley se rompía" dijo Gael, convenciendolos de no hacer tremenda estupidez ordenada por una sociedad estúpida a la que el no le daría ese gusto. Hizo un trato con ellos, ni bien llegaran a la ciudad más cercana cada quien seguiría viaje y no volverían a verse las caras jamás. Antes, otro plan fue desplegado. La misión de Gael estaba en parte cumplida, pues faltaba matar al dragón, lo cual haría "valientemente" en las próximas horas (o por lo menos lo intentaría) pero si por esas casualidades no se aparecía hasta el mediodía siguiente, tenían el permiso de partir sin mirar atrás. Ramón supo que algo tramaba aquel joven de mirada enamorada, quien le encargó (de no regresar) despertar a Angélica con un beso, después, claro, que tanto soldados como sirvientes se perdieran por los caminos del viento.
Con el sol sobre sus cabezas, Ramón levantó a la princesa y fueron hasta el poblado más cercano.

Extrañas son las historias que se tejen en el universo.
Angélica fue despertada con un beso que no fue del que la rescató, poco le importó y volvió a los brazos de sus padres lejos del azufre y los días de encierro. De aquel castillo junto al bosque maldito dicen los viajantes que aún se escuchan los gritos de un dragón herido. Los Reyes de Hipo, a su vez, hicieron semanas de duelos, con homenajes en todo el reino: monumentos y calles que fueron bautizados con el nombre de su hijo, incluso una estrella recién descubierta por Fredardo el alquimista fue nombrada en su honor. Escritores y poetas gastarían sus mejores frases en aquel muchacho que desconocían pero que les servía de inspiración para alimentar sueños de desesperanzados y románticos sin retorno. Ramón, quien no sabía leer le pidió a una joven de la ciudad que le leyera una carta que apareció misteriosamente entre sus cosas, era de puño y letra de Gael. Sentidos agradecimientos por los años de cuidado y fidelidad, más palabras afectuosas que le arrancaron un puñado de lágrimas eran parte de un papel que guardaría por siempre.
Pronto su nombre se olvidaría, como se olvidan los que fracasan y no redondean un final feliz en sus historias.

Muchos años después, el sol caía entre las montañas de los poblados pobres, Ramón paseaba junto a su esposa e hijos por el mercado, cuando vió unos rulos dorados bailando con la brisa, y junto a ella un hombre barbudo, canoso, desaliñado, con el detalle de sus manos quemadas, abrazándola dulcemente, con los ojos enamorados muy parecidos a los que supo ver alguna vez. Se miraron, sonrieron, ninguna palabra se dijo, la distancia los cubrió de una complicidad infinita. Y tal vez, solo intuyeron que cada quien escribe sus propios finales felices (o por lo menos lo intentan) entre tanta multitud que no lo sabe.

Y colorín colorado, si quieren cuentos mágicos busquen en otro lado.

ram
Ram08419 de octubre de 2019

1 Recomendaciones

2 Comentarios

  • Regina

    Muy muy buen cuento, intuyeron que cada quien escribe sus propios finales felices .
    Un saludo muy cordial Ramo84.

    20/10/19 09:10

  • Ram084

    Saludos Regina!!! gracias por leer!

    27/11/19 07:11

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