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La Muerte Del Mimo

Creo que una parte importante de mi vida la he pasado en la vía pública y puedo asegurarles que de todas las cosas que se pueden vivir en el meollo de esa selva urbana, hubo una sola situación que me fue difícil de digerir:... la muerte de un mimo.
Ocurrió en uno de los mejores días de mi vida, iba con mis ilusiones bordando optimistas expectativas para la noche, cuando el arte de un silencioso trotamundos me interrumpió con una hermosa patada que me enviaba directamente al mundo infante que se me fue. Recuerdo que al acercarme vi a un sujeto vestido de negro descolgando estrellas del aire, mirando a la lejanía, escapando, como si escuchase el sonido del mar y en sus olas cabalgara, luego volvía y nos sorprendía sacando un conejo gordo de una especie de baúl gigante o algo así, la cuestión es que era bastante pesado y le costaba bastante arrastrarlo hasta un señor preocupado que pasaba cerca del gentío. Como vio que ya no podía moverlo, le ató una cuerda y pidió a algunos que lo ayudasen, pero para complicarlo todo, un fuerte viento vino a empujarlos hacia el otro extremo, generándose una intensa lucha donde el viento fue más fuerte y sobre todo con el mimo, que salió despedido hacia un costado (cerca del pochoclero) para quedar estampillado contra un vidrio, del que tras varios intentos empañados, pudo despegarse, sintiéndose aturdido, balanceándose, yendo de un lado a otro y golpeando puertas dentro de ese inmenso castillo que fue construyendo con ladrillos que sacaba de las bolsas de supermercados de las señoras que se detenían a verlo. Pero eso no impedía que siempre se diera un tiempo para perderse en la lejanía. Después cayó, no una ni dos, sino miles de veces, tantas, como risas pudiera arrancar de los muchos espectadores que se arrimaban a matizar el momento. Yo reía como uno más del montón, pero quizás se debía más a las resacas de mi buen día que por los dibujos en la brisa que aquel loco pintaba. Aunque por mucho que intentara comprender si era tragedia o comedia (un dilema en el que siempre fracasé miserablemente), lo único que podía sacar en limpio (pero sin fundamentos) es que el individuo que nos divertía, de alguna manera no lo disfrutaba, porqué ese mirar lejano tenía un tinte demasiado triste como para ser actuado.
Cansado de andar, se lo vio avejentado por lo que empezó a desvanecerse lentamente a los pies de una niñita, esta, presintiendo el dolor que lo aquejaba, se alejó con el secreto a las faldas de su madre. Inmediatamente sin percatarse donde se había asentado, un ataque de hormigas juguetonas le recorrió el cuerpo, llevándolo a correr entre la gente y a sacudirse desesperadamente entre los adolescentes (que batallando contra esa renuncia de volver a su reciente niñez, terminaron cediendo en estrepitosas carcajadas). La función continuaba, y ahí se lo vio saltando sobre un campo de espinas que le rasgaban la piel y camuflaban las verdaderas heridas. De repente, una flecha con punta de plata lanzada desde esa lejanía que tanto miraba, acertó en el centro de su corazón remendado que parecía salírsele del pecho como anticipando el final de la jornada, pero no, aún no acababa. La sangre brotaba a borbotones, sus manos trataban de detener lo inevitable y aún así tuvo tiempo para sacar una flor sin color de su bolsillo y apoyarla suavemente a la pintura natural de sus latidos líquidos, y cuando creyó haber coloreado lo suficiente cada pétalo, la acomodó en una botella junto a sus piernas, para luego romper con el silencio sepulcral que lo identifica y susurrar tres palabras junto al oído de una de las mujeres más preciosas del público (muy parecida a la razón de mi buen día), luego si, se fue derritiendo en un cielo de aplausos. Los niños habían dejado de reír al igual que aquella niña que lagrimeaba a escondidas, comprendiendo exactamente lo que los mimos no pueden callar, sus ojos. En cambio los mayores, exagerando sus impulsos jocosos, extendían sus manos a un sombrero que se colmaba de monedas y que por mucho que se llenara, no podrían curar las llagas de aquel músculo anémico que se desangraba cada día.
Volví en la siguiente tarde, pero después de ahí no pude hacerlo más, pues la historia decía que existió un mimo que hacía reír, que existía una mima que lo mimaba, y que también existía el señor de los globos multicolores rompiendo el décimo mandamiento y con las alas malditas, listas para llevársela hacia una lejanía que los ojos del mimo siempre recordarían como ruta para su tristeza.

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Ram08401 de febrero de 2012

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