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El Sentido de Los Números

El Sentido de los Números

En su cuarenta y nueve cumpleaños Saúl Cantal confiaba en que la vida empezaría a irle bien, porque cuarenta y nueve es un numero especial, es el cuadrado de siete, luego es el producto de siete por siete, la décima parte del número de veces que Cristo enseñaba que se ha de perdonar a quien te ofende, y para Saúl era el número de años que había pedido perdón por cualquier mal que hubiera podido hacer a los demás en otra vida y del mismo modo, el numero de años que se pedía perdón a si mismo por todo el mal que se había hecho él solo, en esta.

Saúl vivía encima de una tienda de zapatos. El zapatero, dueño de la zapatería, era mudo de nacimiento por lo que su sobrina era quien se encargaba de la atención al público, más allá de esto la clientela era siempre numerosa, lo que daba a entender que los clientes encontraban de lo más satisfactorio que alguien que llegaba a conocer tantos de sus secretos, incluido sin más donde les apretaban los zapatos, estuviera imposibilitado para andar por ahí divulgándolo.
En realidad Saúl sólo dormía sobre la zapatería en lugar de vivir, porque Saúl últimamente lo único que hacía era dormir, y cuando no dormía dormitaba, y si no simplemente se tumbaba en el pequeño camastro cerraba los ojos y esperaba. Cuando la lluvia golpeaba en los cristales no podía evitar el deseo de acercarse corriendo junto a la ventana. Si ya estaba dormido, entonces a veces se despertaba y tenía que incorporarse, sentarse en la cama mientras se quedaba mirando a la ventana y pensaba en lo mágico que resultaba escuchar la lluvia en los cristales, y decidía que quizá le iba a pasar algo bueno. En medio de esa oleada de optimismo echaba de menos el poder compartir ese precioso momento con alguien y se entristecía de que nunca hubiera habido nadie tumbado en esa pequeña cama junto a él, un ser femenino, una mujer a quien despertaría y no sería necesaria ninguna explicación, ella comprendería al momento lo que Saúl quería decirle, se sentaría un momento en la cama a su lado y luego volvería a acurrucarse bajo las mantas sin dejar de tirar de él ni un sólo momento.

Saúl salió esa misma tarde a estrenar su nueva edad, echar un vistazo para ver si el mundo ya comenzaba a prepararse para las cosas que iban a cambiar. Antes de su despido le gustaba salir a pasear en las tardes de sol, leer algún libro o al menos ojearlo mientras recorría arriba y abajo el largo paseo que había junto al río. Pero de un largo tiempo a esta parte salía poco y sólo caminaba, callejeaba y permanentemente sentía la tentación de perderse entre esas callejuelas que desembocaban junto al río. Él las conocía todas muy bien, por supuesto que nunca se hubiera perdido, pero tenía el presentimiento de que si se adentraba un poco en ellas, en el día y hora adecuados, descubriría un pasaje secreto a otro lugar que le permitiera descubrir un mundo nuevo donde ya tampoco él temería nada.
-El barrio se esta vaciando, se esta quedando desierto repetía en su cabeza el mismo pensamiento cada día-. Nos hemos hecho todos tan viejos que todos los jóvenes se van, especialmente las chicas; huyen del invierno, escapan de aquí intentando adelantar la primavera.
Saúl no recordaba mucho de su juventud pero había vuelto a tener una cita, hacía ya varios años, luego de dieciséis meses manteniendo correspondencia.
-El cuadrado de cuatro -pensó Saúl intentando coger valor para concertar la cita. Se vieron en la estación de tren. Saúl se puso un buen traje recién comprado y compró también un gran ramo de rosas y todo eso le hizo preocuparse un poco por todo lo que estaba gastando y por si eso no espantaría al amor.
El sol se estaba ocultando tras las nubes y en medio de esos pensamientos uno de los últimos rayos se reflejó sobre el cierre dorado de un pequeño bolsito de señora. Estaba tirado en el suelo entre un montón de hojas secas junto a una pila de chatarra, quizá sin ese reflejo nunca lo hubiera visto. Saúl miró a su alrededor, se agachó y lo recogió, el bolso parecía nuevo, sin duda recién extraviado, alzó la vista de nuevo y al hacerlo le pareció ver una sombra delicada, estilizada y juvenil evadiéndose por uno de los callejones. Echó a correr tras ella.
Al doblar la esquina no encontró nada más que a un par de vecinas del barrio cotilleando en la puerta de casa, pensó en preguntar a las señoras en que dirección se alejó la joven, pero entonces sintió algo de aprension; ¿y si alguna de ellas intentara hacerse pasar por la dueña del bolso para quedárselo? Se dio la vuelta y volvió sobre sus pasos. Miró a su alrededor y tras asegurarse de que no había nadie abrió el bolso que sorprendentemente estaba vacío, ni un documento, ni dinero, nada, excepto un pañuelo que parecía envolver algo. Saúl lo sacó y lo desenvolvió cuidadosamente. Dentro encontró un manojito de violetas ya secas, nueve exactamente, volvió a guardarlo todo y se escondió el bolso bajo la gabardina convencido de que no pararía hasta entregar ese bolso a su legítima dueña.

El día de su última cita Saúl acudió a la estación media hora antes que el tren, tiempo suficiente como para inventar mil excusas que le hubieran servido para marcharse sin quedar excesivamente mal, sin embargo se quedó, esperó en el anden y cuando los viajeros empezaron a bajar del tren de las doce, la vio. Ella también debió reconocerle porque sonrió y caminó hacia él. Llevaba el abrigo negro que le había dicho que se pondría. Parecía un poco nerviosa pero confiada, una señora, por lo demás, no con aspecto juvenil pero sí bien conservada. Durante esos segundos Saúl no dejó de darle vueltas a la cabeza.
-Demasiado mayor pensaba-, creo que me ha mentido, no creo que tenga los treinta y seis, puede que sea menor que yo pero no le saco los seis años que me dijo.

Las vecinas le miraron fijamente cuando cruzó frente a ellas, pero en su saludo sólo había frialdad. Antes de ser despedido Saúl era contable en una fábrica de audífonos, y también trabajaba para distintos establecimientos del barrio. Un trabajo respetable aunque terrible para alguien a quien los números simplemente causaban pavor. En todos los números había algún significado oculto para Saúl, algún propósito, y casi siempre malvado. Algo escondido ahí entre las cifras esperando para morderle, un trece al final de una hoja, una cifra en números rojo que representaba exactamente el día de mañana. A Saúl no le importaba demasiado el trabajo extra que suponía maquillar todas esas cifras, purificarlas, hacerlas inofensivas, era bueno para él y era bueno para la fabrica y sus demás clientes. Después de veinticinco años camuflando meticulosamente los números, un joven contable recién llegado, con un fantástico abrigo nuevo, alguien a quien quizá aún no le había preocupado aprender a ahorrar o que quizá no estaba solo. Un contable sin ningún miedo a las cifras, incapaz de ver más allá de la parte más practica de la aritmética, un joven que debería haber sido su aprendiz, descubrió su engaño. No se conformó con los últimos errores. En silencio, durante semanas, indagó y repasó balances de diez, quince, veinte años atrás, y en cuanto hizo públicas sus averiguaciones Saúl fue despedido.
Las vecinas le miraron de arriba abajo, casi sintió sus ojos clavados en el bolso bajo la gabardina.
No hay dinero Se tranquilizó a si mismo-. Pero aún así hay gente dispuesta a todo sólo por salirse con la suya Recordó entonces el pañuelo con las violetas-. Es imposible que nadie más pueda descubrir que el pañuelo que hay dentro del bolso esconde violetas, y mucho menos conocer su número -Casi gritó Saúl lleno de gozo al dejar atrás a las vecinas-. Sin duda encontraré a su autentica dueña.

Mientras estaban aún de pie el uno frente al otro, Saúl no dejó de encontrar defectos a aquella mujer vestida con ropas corrientes, pero elegante, de mirada limpia y con una gran sonrisa jovial en la cara. Aún así él fue incapaz de no buscarle un pero a cada uno de sus gestos, palabras, miradas o sonrisas, nada era como había imaginado.
-Es mucho más alta de lo que me dijo -Siguió dando vueltas-. Ella no dijo que fuera una mujer alta, yo no soy un hombre bajo con mi casi metro setenta, si es de mi estatura debió decir que es una mujer alta
La foto que le envió, solo el retrato, era de cuando ella era mucho más joven, más tarde Saúl, cuando se quedó solo, recordó que antes de enviarle nada le pregunto si prefería una foto reciente o una antigua de cuando era más joven, el mismo Saúl había escogido la foto antigua. ¿Y ella? Ella parecía saberlo todo mucho antes que él, ella parecía venir preparada para la lucha, para atraparle y así redimirle -pensaba ahora Saúl-, y como en todo, también supo antes que él mismo cuando rendirse. Se despidieron prometiendo que se escribirían, pero nunca volvieron a hacerlo.

Fue cruzando calles mientras comprendía que sólo podía ser ya cuestión del azar el encontrar a la dueña del bolso. En medio de esa vorágine de pensamientos, se detuvo e intentó serenarse. ¿Dónde podía estar la mujer de las violetas?
-Es probable que haya venido a la zapatería repasó-. No es para nada probable que haya ido a ninguno de los bares, ni siquiera a la cafetería. Quizá solo ha venido a caminar por este barrio cadavérico antes de volver a su perfecto mundo ordenado donde ni las casas ni las cosas viven angustiadas y llenas de humedades y moho.
Decidió pues ir a la zapatería. Mientras se acercaba vio a Felipe, solo, apoyado en la pared del callejón de detrás, sin pensarlo se dio la vuelta, no quería hablar con él, no le tenía miedo como otros, pero sabía que le entretendría, quizá se enteraría de lo del bolso, quizá ya lo sabía y querría ir con él, o incluso él solo y entregarlo él mismo a su dueña, puede que incluso ya supiera quien era la señorita que lo había perdido. Felipe tenía un ligero retraso mental, pero sabía muchas cosas y se enteraba de todo el primero, a veces hacía o decía cosas que asustaban a todo el mundo, además le gustaba beber y estar con mujeres, decía que el diablo mismo vivía en una de las casas de la Travesía del Manco, concretamente en una pintada de azul sucio y decía que el diablo llevaba greñas y vestía mal aunque él sabía que tenía mucho dinero. Felipe siempre decía que él veía cosas que los demás no pueden ver, pero aún así tenía amigas e iba y venía a su antojo, no tenía que trabajar ni hacer nada, no estaba solo en el mundo como Saúl.

Se fue perdiendo entre las calles y callejuelas, empezó a llover y ya había anochecido hacía rato, pero Saúl ya no era consciente de nada, fue trazando un cerco cada vez mayor por las calles más solitarias, ahora era él quien se alejaba de la gente, la mujer del bolso debía estar tan sola como él y también buscándolo. Olvidó motivos y razones y solo vagó entre aquellas calles como un perro abandonado que ya no tiene casa, se fue alejando del mundo más rutinario persiguiendo la sombra hasta que llegó a un callejón donde la amarillenta luz de la única farola parecía acobardada ante las sombras y en el rincón más oscuro, el corazón mismo de las sombras tenía dos ojos rojos. Saúl quedó paralizado, parte de las sombras se desprendieron de la pared, vio volar hacía él los dos ojos encendidos como el fuego, caer al suelo y apagarse con la lluvia. Incapaz de moverse Saúl enumeró todo cuanto veía. Mientras, las dos sombras se convirtieron en Esteban y el Tuerto. Saúl conocía a ambos desde que eran sólo un par de niños, sintió un poco de alivio y casi estuvo a punto de saludarles.
-¿Quién es este espantapájaros? Dijo Esteban. El Tuerto se echó a reír. Saúl se alegró de no haber dicho nada y contó las dos navajas y el reloj dorado de señora que Esteban llevaba en la muñeca.

El Tuerto es trece años mayor que Esteban y trece menor que Saúl. A pesar de su apodo, El Tuerto ve muy bien y si le llaman tuerto es porque su padre sí lo era. Esteban esta loco, mucho más loco que Felipe y el Tuerto juntos, pero le conocen, los dos, Saúl recuerda un día en que Estaban llegó corriendo calle abajo detrás de un balón y con gran fortuna Saúl consiguió detenerlo. Primero con el pie, colocándolo de lado como hacen los futbolistas, el balón se elevó por el aire, sin embargo antes de que consiguiera sobrepasarle lo cogió por debajo con una mano como hacen los porteros y evitó que el pequeño Esteban de no más de seis años tuviera que correr calle abajo hasta el río, aquel día Esteban dijo: ¡Ala! y-. ¡Gracias!
Tiene que acordarse de eso -pensó Saúl-. Había también dos mujeres jóvenes aquel día en la calle, pero quizá ellas no se acuerden.
-Danos todo lo que llevas. Todo.
Saúl decidió que les daría todo, absolutamente todo, menos el bolsito de señora, eso no se lo daría jamás a nadie excepto a ella. Les dio su cartera, su reloj Esteban le arrancó el bolso de las manos, miró al Tuerto, le enseñó el bolso, lo abrió y lo puso boca abajo, sólo el pañuelo cayó al suelo, nada más. Los dos se echaron a reír y Esteban lanzó el bolsito a uno de los tejados.
-Ahora vas y lo vuelves a coger Y rieron de nuevo. Entonces Saúl tuvo la extraña convicción de que entre las sombras del callejón estaba la dueña del bolso y de que viva o muerta lo estaba presenciando todo y sin pensar en nada más le cruzó la cara a Esteban con una tremenda bofetada.

Esteban tiene veintitrés años, y El Tuerto treinta y seis, veintiséis años menos qué Saúl le clavó la navaja en el vientre, dos veces, trece años menos se la clavó una vez, en el pecho.
-Y aún me quedan diez años para otra puñalada calculó Saúl, tumbado boca abajo en el suelo mientras escuchaba los pasos alejándose a la carrera. La luz amarillenta de la única farola hacía parecer que su sangre fuera marrón.

Saúl se dejó ir del mundo lentamente, decidió hacerlo, hasta que escuchó risas de borrachos, de dos amantes borrachos, un hombre y una mujer. Reconoció en la voz del hombre a Felipe, y recordó todas las veces que en estos años había escuchado con atención sus historias. Los pasos se acercaron aún más y en el grito de la mujer reconoció a la sobrina del zapatero mudo. Intentó acaparar fuerzas para levantarse, imaginó que Felipe correría a buscar ayuda y que Sofía se quedaría junto a él, incapaz de dejarle solo ni por un sólo momento y si después de todo iba a morir sería con la cabeza apoyada en su regazo y no le importaría porque antes le podría contar todo lo que sintió aquel día en que la sorprendió bailando sola en la zapatería y la manera en que ella le miró y como probablemente la ama desde ese día, y no importa si amó también a otras, no se lo dirá, ella ya nunca lo olvidará y formara parte de su vida para siempre, y
-¿Quién es? Dijo Sofía, bajando la voz todo lo que pudo.
-Es Saúl.
-¿Quién? Vámonos.
-Es ese que siempre dice cosas raras de los números, ese que no esta bien te calcula los días que llevas vivo lleva siempre la gabardina...
-Vámonos, déjalo, vámonos.
-Espera, a ver si esta muerto.
-No, déjalo, no lo toques, cuanta sangre, tengo mucho miedo.
-Esto han sido el Esteban y el Tuerto, que andan por ahí esta noche.
-Sí, pero nosotros no hemos visto nada.
-Claro, como fue novio tuyo Había ira en su voz, había rabia.
-¡Sí! Por eso sé como se las gasta. Vámonos ya.
Se alejaron, había excitación en sus pasos, probablemente antes de que amaneciera ya se lo habrían contado a alguien. Saúl se alegró de no haber tenido fuerzas para moverse. Se concentró en escuchar las gotas de lluvia chocando contra el empedrado, le hubiera gustado sacar las violetas del bolso y olerlas, recordó que ya estaban tiradas en el suelo, abrió los ojos por última vez en su vida y miró las nueve violetas mojadas en la misma lluvia que las iba arrastrando lentamente hasta su cara, las olió, aspiró profundamente su perfume mientras pensaba que ni el nueve, ni el cuatro, ni ningún otro numero tenían ningún sentido y no significaban absolutamente nada.

F I N
Recentlyplayed28 de julio de 2016

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