En las inmediaciones de la estación Floresta, un hombre correctamente vestido, que viajaba hacia el Centro con una bolsa de arpillera conteniendo (al menos) UN gato, comenzó a patear y golpear la bolsa contra el piso, para sorpresa y horror de los demás pasajeros.
La feroz paliza (y las quejas del animal) se repitieron hasta llegar a la estación Caballito, donde ya no hubo respuesta al castigo.
Los pasajeros, indignados, se compadecían en voz baja de la desdichada suerte del gato, pero rápidamente cambiaban de tema o guardaban prudente silencio cuando eran sorprendidos por la mirada amenazante del hombre.
Al llegar a Once, el hombre abandonó el tren sin preocuparse por la bolsa ni por su contenido. Algunos pasajeros corrieron a buscar al guarda, espantados y al mismo tiempo atraídos por llevar hasta las últimas consecuencias el previsible final de la historia. Pero cuál no sería su sorpresa cuando de la bolsa, sacudida por el guarda, salió el gato dando muestras de felino y considerable vigor. Antes de arrojarse a las vías, los miró por última vez, como dejando constancia del prodigio. Después, sí, escapó hacia los galpones abandonados de la calle Gallo para nunca regresar.
De inmediato se estableció entre los pasajeros un pacto de mutuo silencio; jamás se sabrá si lo respetaron por convicción, o para evitar burlas crueles y desalmadas.
El cuanto al gato, se supo que consiguió adaptarse con relativa facilidad a su nueva condición y hasta dejó descendencia. También pudo establecerse mas o menos fehacientemente su trágico fin en manos de un inexperto escritor de cuentos breves que por salvarlo de una muerte humillante en un vagón del Sarmiento, y no sabiendo qué hacer con las seis vidas restantes, terminó ahogándolo en un frasco de tinta china.
Así se escribe la historia...
