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Tentaciones

Aquella tarde estaba exhausto por el estudio. Me acosté a dormir la siesta a temprana hora y no me desperté sino hasta las ocho. Me cambié rápido y me arreglé para poder ir a la fiesta de mi fraternidad.

Mi nombre es Rafael, y era estudiante de psicología en la universidad. Becado por mis grandes labores en la secundaria, siempre me maravillaron la mente y los pensamientos humanos, siempre tan oscuros y alucinantes. Muchos pensaban que era demente por fascinarme con lo más siniestro del hombre. Mi respuesta a dicha ofensa, más que un justificativo, es una simple aunque profunda reflexión: no existe la gente loca, solo la que piensa diferente o posee el don de ver u oír más allá que el ignorante vulgo. Los alegatos de demencia han hecho de mí un ser tímido, introvertido y aislado, incapaz de relacionarme con otras personas con facilidad porque rara vez estuve cercano a una. Mi única amiga y comprensora era Lilit. Siempre estaba donde y cuando la necesitaba, dándome aliento en cualquier situación. No recuerdo bien cuando la conocí, pero se bien que no fue hace demasiado tiempo.

La fiesta fue realmente multitudinaria. Parecía que toda la universidad estaba en esa sala para divertirse y distenderse un rato. A ninguno pareció importarnos que fuera una noche de domingo y que mañana debiéramos estudiar. Estaban todos los más influyentes ahí, pero dos eran el centro de atención. Uno era Amón, un enorme negro árabe capitán del equipo de básquet. El gigante tenía una cierta obsesión por provocar a la gente y adoraba pelear. Como ambos pertenecíamos a la misma fraternidad, desde mi ingreso tuvo la molesta costumbre de no dejarme en paz.

La otra conocida cara era la de Abrahel, una bella y sensual judía cuya hermosura sobrepasaba los límites de lo terrenal. Pero por irreal que pareciese, ella existía. Era la más hermosa de todo el campus, así como la viva representación de la lujuriosa tentación y los más pecaminosos deseos carnales. Era mi musa, mi ninfa, mi veneración. Dichoso aquel que poseía su amor.

En la pubertad de la noche, Abrahel fue tentada a la gula del alcohol. La ebriedad le impedía siquiera pararse. La razón por la cual se mantenía de pié era el amontonamiento de gente, que lo comprimía a uno lo suficiente como para evitar que tropezase. Ni bien salió de la multitudinaria sala, cayó mareada. Pero como yo estaba frente a ella justo en ese entonces, la tomé antes de se desplomara por el suelo. La levanté mientras ella reía ebria por nada. Durante unos instantes, nuestras miradas se cruzaron. Ella dejó de festejar y me miró fijamente a los ojos, mientras que yo me sonrojaba de vergüenza.
—¿Sos nuevo? —me preguntó pasado un tiempo.
—Entré hace dos meses a la fraternidad.
—¡Qué tarada, ni me había fijado! ¿Querés bailar?

Emocionado y sonriente, accedí a su pedido. Pronto nos encontramos entre la muchedumbre, bailando sin cesar. Esa noche bailé y disfruté como nunca antes había disfrutado de una fiesta (y eso fue porque nunca antes había gozado de una). Tras bailar unas cuantas canciones, me invitó a “un lugar más privado”. Subimos inmediatamente a mi cuarto y ella comenzó a removerse de sus vestiduras y a desgarrar mi camisa. Luego me tomó brutalmente y, de forma salvaje, hicimos el amor.

Al mediodía siguiente me desperté. Estaba solo, sin Abrahel en mi cama, en mi cuarto, o siquiera en la fraternidad. La había buscado pero no la encontré. Quería hablar con ella, pero debía hallarla primero. No la localicé, pero tampoco desesperé. Al fin y al cabo, esa noche teníamos clases juntos.

Pasado el crepúsculo, la encontré. Ni siquiera me miró cuando advirtió mi presencia. Cuando intenté hablarle, me cayó a voz seca y me entregó a escondidas una esquela. Acto seguido, se apartó de mí y fue en apuros de los brazos de Amón, quien la acogió y besó vorazmente.

No comprendía aquella escena, pero era obvio que la esquela tenía las respuestas. Entonces la abrí. Decía “lo nuestro fue una farsa. Estaba borracha y no supe lo que hacía. Será mejor que te olvidés de todo. Entre nosotros nunca pasó nada”. Las hirientes palabras fueron un seco puñal. No entré a clases y, por el contrario, me fui a prisas a mi cuarto en la fraternidad. Acostado sobre mi cama, derramé unas lágrimas. Pero lo que más sentía no era tristeza, sino ira, una furia interna que me incitaba a destruir a todo el mundo. En mi encierro creí dormirme por un momento, pero lo que sucedió no pudo ser un sueño.

Mientras estaba recostado pensativo y encolerizado, se aparece Lilit en mi cuarto. No advertí como había entrado, pero siempre tenía ese oculto arte de las apariciones, por lo cual no me extrañé. La miraba anonadado, me era imposible decir una sola palabra. Ella, en cambio, me veía con unos ojos tiernos y lastimeros. Con esa mirada puesta comenzó lentamente a desvestirse. Ella ahora sonreía, mientras que yo estaba aún más impresionado que antes al estar frente al cuerpo totalmente exquisito y desnudo de una persona que consideraba tan querida. Se acercó lentamente a la cama, se sentó a mi lado y me besó, mientras yo me dejaba poseer por sus labios. No se si fue por despecho o por verdadera atracción, pero esa noche nos ahogamos juntos en un lento y romántico placer.

Al concluir la velada de pasión no se había pronunciado una sola palabra, solo gemidos. Fue ella quien rompió con el silencio.
—Tenés que matarla. No es sano intentar tragar las penas. Tenés que hacerlo para olvidarla.
—¿Y por qué no mejor lo mato a Amón? Así Abrahel podría estar conmigo.
—No serviría. De todas formas ella no te amaría, y puede que incluso te odie más. En cambio, si la matás a ella, él te va a respetar y dejará de molestarte. Tenés que matarla.

Cegado por las palabras de Lilit, me vestí apresuradamente y bajé a la sala en busca de un clip y de una cuerda. Cuando los encontré, subí apresurado al cuarto de Abrahel. Sigilosamente, usé el clip para abrir la cerradura. Ella dormía plácidamente, sin percatarse de mi presencia. Me le acerqué despacio y le rodeé su cuello con la soga. Agonizante y sin oponer resistencia, el súcubo se ahogaba lentamente en sus pecados, mientras que yo la apretaba cada vez más fuerte, impulsado por la impiadosa furia. Al cabo de unos segundos, Abrahel desfalleció para siempre. Al volver a mi cuarto para acostarme, Lilit ya se había ido.

A la mañana siguiente, unos policías me despertaron y me condujeron hasta es psiquiátrico donde hoy por hoy paso mis días. El motivo de relatar esta historia, mí historia, es intentar hacer entender a estos doctores de que no soy como el diablo, sino más bien de que soy un arcángel que se encargó de matar a un vil demonio. Si tengo que morir aquí, se que no desperdicié mi vida, y que por el contrario el cielo me abrirá sus puertas al solo pronunciar mi nombre.

En cuanto a Lilit, nunca más la volví a ver desde aquella noche.
Sinner26 de septiembre de 2009

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