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La Poza de Los Lobos


LA POZA DE LOS LOBOS.


-Poliades, ¿qué es lo que es mentira ?….
-Quizá todo lo que no se sueña, príncipe.

ALVARO CUNQUEIRO, « Las mocedades de
Ulises », capítulo IV, Segunda parte, Los días y
las fábulas.


CAPITULO I

LA VERDADERA HISTORIA DE AUGUSTO NEGROPONTE.




Así reza el título del primer fichero. Pongo en marcha la impresora y dejo que se vaya calentando. Mientras tanto, releo las frases iniciales. Lo cierro enseguida y voy al final de la novela. De todos modos, lo que tengo delante es materia modelable. Acaso algún día las novelas se vendan así, tal como ésta se encuentra ahora, enmarcada en un soporte electrónico, con objeto de que el lector pueda modificarla a su antojo, escribirla de nuevo en función de sus gustos y sensibilidad. Esa sería la mejor de las lecturas posibles, efectuada por un receptor activo, a su vez convertido en emisor. Tras dudar un instante, desecho la idea de asentar la data al pie de la última página. Cierro el fichero correspondiente al capítulo postrero, introduzco en el cargador las hojas perforadas y empiezo la impresión de la obra en su conjunto, la cual no será sino una materialización provisional, atribuible únicamente a mi gusto por la lectura silenciosa, sobre papel, rémora de otros tiempos. Que la fecha de hoy venga a caer hacia mediados de febrero, en el curso de un año preciso, que esta noche pasada haya nevado copiosamente en Madrid, si bien, en este preciso instante, al amanecer, el cielo esté despejado y terso como una tela de la que se tira con fuerza desde todos sus extremos, que haga un frío de pelar, mucho me temo que sea una información carente de toda relevancia para el lector, uno de esos detalles que el receptor activo podrá eliminar sin el menor escrúpulo. Abandono el despacho, dejando a la máquina la responsabilidad de sacar del ordenador toda esa pasta de renglones negros que, apilados página tras página, tal vez tengan algún sentido y me dirijo a la cocina para prepararme un buen desayuno. Desde la ventana contemplo un instante la vasta gusanera que comienza a activarse.
Nos levantamos todos como si fuéramos uno solo, nos ponemos de mal talante frente al espejo del baño y comenzamos nuestro aseo matutino, preguntándonos si la vida de ese tipo desaliñado, que se afana torpemente ante nosotros por borrar de su rostro la modorra del sueño profundo y sus secuelas, tiene algún sentido; si la historia misma, con sus rizos y su pasamanería, tiene sentido. He aquí una ciudad, Madrid, que se despierta y rebulle a ojos vistas, dispara sus autobuses, sus taxis, sus trenes desde las grandes estaciones, sus millones de coches por todas sus arterias, apaga las luces de las viviendas y enciende las de oficinas, fábricas, contadurías y registros, tesorerías, almacenes y tiendas, con aluvión de gentes por las calles fisgándolo todo, dando su aprobación tácita, manifestando tan sólo sus opiniones sobre cuestiones adyacentes. Todo ello tal vez con el único objetivo de que alcancemos al mediodía, como ratio mínima, el privilegio de gustar nuestro plato de garbanzos y el filete empanado al anochecer. Algunos escribimos novelas, o las leemos, para creer rendirnos ante la evidencia de que hemos domesticado el universo dentro de una probeta. Por las mañanas, sin embargo, somos todos uno, afeitando a ese desconocido, que no quisiera otra cosa sino que le permitieran volverse a la cama para dormir todavía un buen trote. Claro que el arte nos deja, a veces, la impresión de que alcanzamos a rozar algo concreto con las yemas de los dedos, de que podemos coger el agua a puñados, lo cual no es poco, dadas las circunstancias, y haríamos mal en despreciarlo. Mientras fluyan las palabras, se nos ocultará el rumor de la vida. Y no se negará por otra parte que las palabras tienen, a veces, un sugestivo encanto, un hechizo elato digno de la más alta consideración.
En fin, habrá que recoger las pocas piezas de vajilla que han quedado sobre la mesa como despojos de una batalla naval y ponerse manos a la obra.
Desde la ventana de mi despacho se ven los álamos del parque, no podría escribir sin ellos. Me recuerdan que, a pesar de todo, de las luces multicolores y del asfalto, nos encontramos todavía sobre el solar castellano, donde se hicieron las más adustas páginas de historia que en el mundo han sido, relaciones extensas a propósito de la piedra derruida, del polvo y la sangre que la cubren; batallas cruentas por un puñado de casas aportilladas y un horizonte de estepa fría y reseca. Me gusta Castilla, con todas sus peleas por bien poca cosa, me gusta la soledad infinita de Castilla y sus interminables rastrojeras para cazar en ellas la perdiz indefinidamente. Me dan ganas de dejarlo todo plantado e irme a cualquier rincón apartado, donde se pueda pisar aún la austera tierra de Castilla, para siempre. Reanudar con la infancia como si nada hubiera sucedido en el ínterin y no conformarse ya con otra cosa, pero la soledad es un lujo que sólo se paga con dinero o con valor.
El silencio de la pieza me indica que la impresora ha culminado su trabajo. Giro sobre mis talones y me hago gracia a mí mismo. Un abultado rimero de hojas reposa sobre el cargador. Lo extraigo no sin cierta aprensión. Me entrego gozosamente a la labor de golpearlo por sus cuatro costados contra la mesa. Pongo las tapas. Alcanzo el gusanillo y doy comienzo a la fastidiosa labor de insertar correctamente todos y cada uno de sus anillos. No soy muy hábil con mis manos, debo reconocerlo, mas consigo rematar satisfactoriamente la somera encuadernación de la obra. Me levanto, doy media vuelta y regreso con los dos pesados volúmenes del María Moliner, los coloco a ambos flancos de la mesa. Así pertrechado, puedo proceder a la lectura y corrección del texto. Tal vez añada algún comentario en los márgenes. Para construir un discurso, nos basta con una gramática generativa; la vida, por el contrario, es un argumento inmutable.



Durante un año largo me he visto en la imposibilidad de escribir el relato al que ahora doy comienzo con estas líneas, a causa de un imperativo moral. Desgraciadamente, dicho escrúpulo acaba de desvanecerse con la desaparición del escritor Julio Fontenla, a cuyo entierro me impuse la obligación de asistir, pese a la distancia, en flaco agradecimiento a los numerosos artículos referentes a su obra que últimamente he tenido la oportunidad de publicar.
Todavía se halla, rezagado sobre mi mesa de trabajo, plegado en dos y recogiendo el sol claro de la primavera madrileña, el billete de ida y vuelta a Sajará. Es cierto, aún debe andar por aquí a pesar de los años, lo utilicé durante mucho tiempo como marca páginas. A ver…debajo de estos folios… Sí, ahí está. Sin embargo, bastaría con tocarlo para que sonaran de nuevo las campanadas solemnes, espaciadas, de la iglesia y el pulvis eris de las palabras sacerdotales que, ayer mismo, esparció el viento a lo lejos, en memoria suya.
La primera vez que llegué a esa ciudad mediterránea con nombre africano fue una mañana esplendente del mes de diciembre, aunque gélida ; uno de esos tres o cuatro días al año, a lo sumo, durante los cuales hace realmente frío en la huerta levantina. Un conocido periódico de tirada nacional me había encomendado unos artículos con respecto a la narrativa corta de Julio Fontenla y me tenía concertada una entrevista con el escritor.
Cuando dio el tren muestras de querer aminorar la velocidad, dejé a un lado, sobre el asiento, la novela que había estado leyendo para contemplar un paisaje inundado, generoso de azul y de luz. Luego quedaron atrás algunas escombreras, orilladas de casas cuyos muros, sin lucir, mostraban impúdicamente adobes y argamasa, nada más que la sempiterna decepción que suelen provocar los arrabales de toda ciudad, en cualquier país. Pero antes de que el tren se detuviera por completo en la estación, Sajará se me mostró bajo un aspecto distinto. A mi izquierda, como recortando caprichosamente la inmensa bóveda de lapislázuli, se encontraba la vasta mole de una edificación que tenía algo de castillo y mucho de prisión solemne o de manicomio. Más tarde supe que se trataba del asilo de ancianos. A mi derecha, un parque bien arbolado, en cuya tierra amarilla picoteaban gorriones y colipavas, provisto de un palomar monumental tanto en proporciones como en su esbeltez, sujeto por altas y gráciles columnas, conteniendo en su parte baja el correspondiente escenario para las verbenas.
Me dirigí hacia el extremo sur del parque, donde debía encontrarse mi hotel, según la descripción que me dieron por teléfono. Allí, confortablemente instalado en un comedor terminado en solana, tomé varios aperitivos, comida de mediodía, café, licores, acabé de leer la novela que traía entre manos… en fin, dejé transcurrir suavemente las horas arrullado por el monótono piar de los gorriones, el zureo de las colipavas y algún que otro aullido de pavo real, mientras el sol tejía con sus rayos el alto cañamazo de los pinos.
Hacia la caída de la tarde, me acicalé un poco, deslicé la pluma y el cuaderno de notas en el bolsillo interior del abrigo y ligero de equipaje me eché a la calle. ¡Ah!… una paráfrasis demasiado fácil de Machado, la tacho sin contemplaciones. Atravesé esta vez el parque de punta a punta, siguiendo una acera delimitada por una larga hilera de plátanos de sombra copudos, costeando durante un buen rato la verja de hierro forjado de una escuela que semejaba un templo griego. Finalmente desemboqué en una avenida espaciosa que me condujo hasta el centro de la ciudad.
Junto a la puerta del Ayuntamiento hallé, montando la guardia, a un municipal estirado y hético como una garrocha, luciendo un bigotito recortado con intransigencia, casi con maldad, y ostentando, en suma, todo el empaque y las ínfulas de un gran chambelán. Decidí consultarle y me respondió amablemente, con voz magnífica de bajo ruso.
-Si se pierde pregunte a cualquiera –dijo aún, cuando ya me alejaba.- Aquí todo el mundo conoce la dirección que busca.
No me perdí, sino que me encontré pronto ante una casa solariega en cuyo portalón inmenso lucía, como si fuera de oro, una potente aldaba. La levanté y la dejé caer una sola vez. Al cabo se abrió el postigo dejándose ver bajo el umbral un hombre de mediana edad, tez blanquecina bien que pelo y ojos de color negro tapetado. En aquel vestíbulo, silencioso y oscuro, tenía algo de sacristán. Le dije mi nombre y me saludó con sobria cortesía, haciéndose a un lado. Luego, mientras me conducía a través de una media luz en la que se entreveían muebles añejos y caros, probablemente al servicio ya de varias generaciones de una familia con peculio, confirmó que al señor Fontenla no se le había olvidado mi llegada y me aguardaba en la biblioteca junto con otros dos amigos.
Lo seguí a lo largo de una amplia escalera de mármol blanco con barandaje de hierro apuradamente maznado hasta la primera planta, donde enfilamos un corredor que se abría a la derecha, el cual estaba sumido en una penumbra lindante con la oscuridad. Al cabo se detuvo ante una puerta con dos batientes a la que llamó quedamente, casi de protocolo, antes de abrir motu proprio. En efecto, al entrar reconocí en medio de la amplia sala a Julio Fontenla, con quien había coincidido un par de veces en Madrid. Éste procedió a las presentaciones. Primero, Marcos Montseny, un tipo atlético, sobre la cuarentena. Me tendió una mano robusta con la que hubiera podido pulverizar la mía. Enseguida, Francisco José de Arenosa, alto, con gafas, hablando siempre muy bajo, si bien compensando la falta de volumen con una dicción excelente. Se trataba de dos escritores locales cuyos nombres empezaban a sonar en el mundillo literario, discretamente apadrinados, es cierto, por Julio Fontenla.
Nos acomodamos alrededor de una mesa baja, la cual nuestro anfitrión había mandado disponer junto a la ventana que daba a la calle, bien provista de copas y botellas, aunque unánimemente nos inclinamos de inmediato por un whisky irlandés de dieciséis años. A continuación ofreció el contenido de una caja de madera fina y olorosa en cuya tapa pude leer furtivamente « Colorado maduro. Cuba », que por desgracia tuve que rechazar, puesto que no fumo.
Lo que quedaba de la tarde transcurrió en amable conversación, durante la cual surgieron reflexiones interesantes a propósito del arte de la escritura y también de la lectura de calidad, entreveradas de anécdotas con punta de sal mediterránea, pero sin mencionar en ningún momento el objeto de mi visita. Hasta que el groom acabó por presentarse en la puerta con objeto de anunciarnos que la cena estaba servida.
Bajamos, en consecuencia, precedidos del doméstico quien nos abrió la puerta cristalera por la que se accedía a un comedor de techo alto, sujeto con vigas, y dimensiones considerables, donde flameaba un bien nutrido fuego en una chimenea espaciosa de hogar abierto.
Concluido el ágape, digno del más exigente “gourmet”, el groom dispuso los licores y el café frente a los rescoldos, que alimentó de nuevo. El propio Julio Fontenla colocó una lámpara con pantalla tenue, color de hueso, sobre un velador, junto a un sillón de cuero en el que me invitó a acomodarme. Marcos Montseny y Francisco José de Arenosa se instalaron en un sofá a mi izquierda, mientras que el escritor hizo lo propio justo enfrente de mí, en otro sillón gemelo al que yo ocupaba. Entonces, mediante un gesto efectuado con ambas manos puestas en paralelo, como queriendo mostrarme, me indicó tácitamente que podía proceder a la entrevista.
Así lo hice, poniendo a contribución el lenguaje técnico que, en calidad de universitarios, poseíamos todos los allí presentes y de una manera concisa pasamos revista a los relatos más significativos de la obra de nuestro autor. No es éste ciertamente el lugar apropiado para extenderme en el contenido de la totalidad de la plática, el lector curioso no tendrá dificultad ninguna en acceder a sus pormenores, pues tanto la entrevista, publicada integralmente, como los artículos referentes, recibieron amplia difusión. Baste decir que, mientras tomaba nota confortablemente arrellanado en el sillón, no lejos del fuego que proseguía su danza leve y uniforme de derviche, bien iluminado el bloc en tanto que los demás recibían una luz como de crepúsculo, no podía sino sentirme a gusto, en confianza, indecorosamente diré que inspirado, con el café y la copa de calvados al alcance de la mano.
Cuando ya estaba por dar el punto y final, se me ocurrió formular la siguiente pregunta :
-Entre todos sus relatos, ¿cuál es el que considera como más representativo de las mencionadas tendencias que reflejan la condición fabulosa del mundo, lo fantástico sin salir de lo cotidiano, esa influencia de lo onírico en la vela o esa capacidad de la palabra para crear mundo, en suma, de ese realismo mágico o real maravilloso, como se prefiera, que en la literatura hispánica hay que ir a buscarlo sobre todo en los grandes maestros americanos ?
Por aquel entonces, poseía un discurso un tanto ampuloso, al que permitía una generosa afluencia de la jerga profesional. Achaques más bien de juventud, no de adscripción a un gremio particular.
Bien es verdad que no esperaba una respuesta inmediata. Julio Fontenla se quedó pensativo durante un buen rato. Al cabo, ya no parecía reflexionar sino dudar y un silencio tal comenzó a revelarse un tanto inconfortable. Con el fin de paliar la incomodidad, alargué la mano hacia el calvados para dar un largo sorbo. Marcos Montseny y Francisco José de Arenosa, intercambiando miradas, hicieron lo propio, obedeciendo sin duda a las mismas razones.
Finalmente el escritor alcanzó a decidirse:
-“El enigma del pintor despavesado”-obtuvo el veredicto, para alivio de todos los presentes.-
La elección, sin embargo, no dejó de sorprenderme, pues consideraba este trabajo de los primeros tiempos como una obra de circunstancias, confeccionada con muy buen estilo por supuesto, pero con pocas innovaciones, por no decir ninguna, y sobre todo sin el menor rastro de las tendencias aludidas. Por lo que se refiere a la trama, sólo la recordaba muy vagamente…. Así se lo dije.
-Es absolutamente cierto. Debo admitir que mi editor puso algo de presión en ello, estableciendo un plazo no muy largo para que le mandara un nuevo relato. No fue fácil componerlo, si he de ser sincero, al menos al principio, cuando aún no había asido bien la idea. En aquel tiempo todavía conservaba mi residencia de Normandía, donde me ganaba la vida como profesor de español, redondeando los fines de mes con algún que otro trabajo literario. Disponía de los quince días de vacaciones que, en un Estado laico, se corresponden más o menos con las vacaciones de Pascua de aquí, aunque me veía abrumado por las correcciones y la preparación de clases. La inspiración, por otra parte, daba la impresión de estar averiada…. Reconozco que dicho relato, en su actual factura, no es sino un tributo más al género negro que podría firmar cualquier escritor anglosajón de principios del pasado siglo o incluso del anterior. No obstante, con unas cuantas modificaciones en las que, inexplicablemente, no había pensado hasta ahora, adquirirá una apariencia totalmente distinta…. Ignoro si constituirá un ejemplo de la capacidad de la palabra para crear mundo o viceversa, en todo caso es seguro que podrá ingresar en la corriente del realismo mágico o bien en la de lo fantástico sin salir de lo cotidiano, entre las cuales lo único que cambia es lo que va de Cortázar a García Márquez.
Hizo una pausa para dar un prolongado trago de calvados y prosiguió :
-Ignoraba, pues, el modo en que debía confeccionar el relato que con tanta urgencia se me demandaba. No obstante, desde la primera vez que vi una de esas residencias señoriales normandas denominadas « manoirs », albergaba el proyecto, que se hallaba únicamente en el estado de simple deseo, de escribir una narración corta que estuviera ambientada en alguna de ellas, y tal vez ahora, me dije, se presentaba la ocasión. Disponía de un libro ilustrado con planos y fotografías, tanto de exterior como de interior, en el que figuraban las más características de estas construcciones y se consignaban datos complementarios de especial interés para diseñar una trama con suficientes visos de autenticidad, aunque emplazando al lector para que, en caso de que le viniere el prurito de contemplarlas directamente, insertadas en su contexto natural, lo hiciera con la mayor discreción posible y mantenía, por supuesto, el anonimato de los actuales propietarios ; tenía por título : « Châteaux et manoirs du pays de Caux ».
Tan sensata prevención constituyó para mí una sugerencia útil, pues no resulta infrecuente que una atmósfera, un contexto particular y genuino, inspire un argumento.
Escogí tras alguna vacilación el « Château de la Mare aux Loups », situado a menos de un centenar de kilómetros de donde vivía.
Con este vago propósito, una mañana espléndida de abril tomé la vara de avellano que suelo utilizar para mis paseos, la puse en el maletero y conduje hasta el pueblecito más próximo a la propiedad que deseaba visitar. Dejé el coche aparcado en la plaza y enfilé por un sendero que me permitiría, según los planos consultados, bordear el tapial mismo de la residencia y lanzar alguna que otra mirada furtiva al interior. Por poco que viera, el desplazamiento habría valido la pena a causa del paisaje, así como del ejercicio físico al aire libre, del que ya andaba necesitado.
Cuando llegué a destino sufrí una leve decepción, pues el muro que delimitaba el parque así como el portalón no permitían ver sino el tejado y una parte del piso superior. Con todo y con eso, medio ocultos ambos por las ramas de un espeso bosque de robles que abrazaba una buena porción del edificio. Sin embargo, antes de que pudiera evaluar la amplitud del fracaso, tuve que desviar discretamente la mirada de la mansión para apoyarla justo enfrente, sobre los recovecos del camino, ya que acababa de oír el crujido de un portillo practicado en el muro. Con el rabillo del ojo lo vi abrirse definitivamente y exhalar el reflejo dorado de un cuerpo femenino, que sabía bello sin querer procurarme todavía la certeza absoluta. Tras la mujer, salió un hombre que parecía encontrarse sobre la treintena pero sin decadencia, con la tez levemente pálida y tanto ojos como pelo muy negros. Un rápido vistazo me permitió deducir que todavía no se habían apercibido de mi presencia y decidí aprovechar esos segundos de libertad. Ella era en efecto una mujer de gran belleza, encaramada a un cuerpo esbelto que le daba una gran prestancia. Se hallaba en la sazón justa, quemando todos sus fuegos con la máxima potencia lumínica y abrasiva. Bueno, entre nosotros, una real hembra. Nada, suprimo esta frase por excesivamente banal, aunque saliera realmente de la boca de Julio Fontela en aquella ocasión, si bien en una reunión de pequeño comité que justificaba en cierto modo cierta familiaridad… Pero en fin, ¿no debe ser la novela un reflejo de la realidad? No, espera, reflejo tal vez, pero reflejo artístico y arte implica selección. Él salió detrás y, tras cerrar con llave el portillo, la ciñó toda con una mirada lúbrica, cargada con el indomable rijo de un celibato más o menos reciente. Detalle también en esta ocasión un tanto ordinario, demasiado explotado por el naturalismo, pero lo cierto es que no lo puedo suprimir porque sirve al argumento. Debo andarme con tiento y cuidarme igualmente de las ultracorrecciones. Bajé los ojos por pudor y al levantarlos de nuevo ya se habían percatado ambos de mi llegada. Saludé y pasé de largo.
Un escritor adquiere cierta disciplina por lo que se refiere a la necesaria y fructífera ciencia de la interpretación de los gestos ajenos. Según cuanto de ella conocía, aquel San Agustín de la mirada africana y ardiente que, con toda evidencia, hundía sus pies en las quemantes arenas del deseo, o no era el marido de la insólita rubia, o bien había alcanzado el título muy recientemente. Hubiera puesto mi mano en el fuego. Ni siquiera me volví una sola vez, sino que empecé a tejer mis elucubraciones, no ya por lo que se refiere a la vida de la pareja que quedaba atrás, sino a la trama de mi relato. Al fin y al cabo, a eso había venido.
Mientras conducía de regreso a casa, sin proponérmelo, la estaba poniendo a punto. A partir de aquella mirada empezaba a surgir, digamos por generación espontánea, una historia, un mundo que iba ganando en concreción a medida que transcurrían los minutos. Cuando, excitado, entré en mi despacho, tenía en mente lo esencial del argumento. Me puse a escribir enseguida.
Pero antes verifiqué, para total seguridad, un dato que casi daba por seguro, a saber, que el « Château de la Mare aux Loups » poseía una tahona en buen estado. Prácticamente la totalidad de este tipo de construcciones campestres la poseían, pues era menester cocer una gran cantidad de pan no sólo para los propietarios sino también para la numerosa servidumbre que vivía con ellos. De todos modos, aunque no la hubiera poseído en la realidad, la hubiera puesto igualmente en mi relato, al fin y al cabo en mi relato hago lo que quiero. Después hubo que atribuirle un nombre a cada uno de los personajes principales. Para la dama y el pintor, su primer marido, elegí típicos nombres normandos: Suzanne y Chistophe, con un único apellido para ambos, como manda la tradición francesa, el cual sería Chapelle. Por lo que se refiere al amante habría de llamarse sin remedio Negroponte, pues atendiendo a su apariencia física decidí asignarle un origen italiano, más precisamente napolitano, en fin, de un lugar situado lo más al sur posible. Traté de encontrar otros apellidos consultando varios libros que poseía en lengua italiana, pero me di cuenta de que lo hacía únicamente por el hecho de que éste se me había ocurrido demasiado pronto y ya ningún otro logró convencerme. Luego probé con el nombre y encontré Augusto. Sería Augusto Negroponte y no había más que hablar.
A partir de ahí no tuve sino que dejarme arrastrar por la corriente. Toda la noche me la pasé escribiendo y tomando café bien cargado. La anécdota progresaba de esta manera : el pintor quedó encallado en su propio arte ; todo lo demás, incluida su esposa, pasó a un segundo plano. Gajes del oficio. Y eso que tal esposa no es de las que se olvidan fácilmente. No obstante, de un modo apenas perceptible, la separación del matrimonio se fue consumando. Suzanne terminó por no encontrarle ningún aliciente a todo aquel bucolismo lujoso en soledad, a aquella residencia en la que pasaba las horas muertas haciendo costura o leyendo en alguna habitación apartada. Un comienzo que, era plenamente consciente, se estaba revelando demasiado flaubertiano, pero ello no logró desalentarme. Por otro lado, para Christophe, el apartamento de París constituía una pérdida de tiempo lamentable, pues con todos los alicientes de la gran ciudad no lograba concentrarse en su trabajo, ni alcanzaba a realizar las lecturas imprescindibles para su progreso. De modo que cada uno acabó haciendo sus cuarteles de invierno, que a la postre fueron también los del verano, en lugar distinto. Ninguno de los dos habló de divorcio, pero Christophe le pasaba regularmente, o le permitía extraer por contrato tácito, lo que podría llamarse una pensión alimentaria bastante generosa.
Sólo que una mujer todavía joven y atractiva, de buena posición, sola en París, no podía pasar por mucho tiempo desapercibida. No lo pasó, en todo caso, para Augusto Negroponte, simple empleado de una compañía de seguros, son legión los personajes principales de relato corto cuyo oficio es empleado en una compañía de seguros, el cual tuvo la dicha de establecer con ella una relación que cabría calificar de estable sin llegar a ser oficial. No me explico cómo pudo tener tanta suerte….
Durante algunos años, el afortunado amante gozó de la intimidad y la confianza de Suzanne, conservando por otro lado un margen de maniobra bastante amplio, el cual le permitía, si así lo deseaba, ausentarse durante quince días mediante una excusa leve. Y fue de esta manera como procedió. Las confidencias de Suzanne le proporcionaron una lucidez extraordinaria que, combinada con los mismos planos y fotografías de que yo disponía, le hubieran permitido desplazarse con los ojos cerrados a través de la mansión y las dependencias, ayudándole a afinar su plan.
Una noche de invierno saltó la tapia y, provisto de un doble de la llave que abría una puerta secundaria, penetró con toda facilidad en la casa. Sabía perfectamente que encontraría a Christophe trabajando hasta muy tarde en su taller. Ese es un peligro con poca prensa para los maridos cuyas esposas tienen amantes. A pesar de no correr ningún riesgo de ser sorprendido por un testigo inoportuno, esperó a que su víctima saliera de la habitación iluminada. Mas en cuanto puso el pie en el pasillo del corredor, le abrió el cráneo con un tubo de plomo que los fontaneros habían dejado olvidado en su propio apartamento, tras la última reparación. Augusto no era hombre de alambicada imaginativa. Seguidamente depositó el cadáver en la bañera, limpió la poca sangre que había quedado en el suelo y, exhausto, se acostó a dormir en la misma cama del muerto.
A la mañana siguiente, cuando le despertó el sol entrando a raudales por dos amplias ventanas con los postigos sin cerrar, amaneció en una habitación espaciosa y confortable. Le costó recordar que la noche anterior había matado a un hombre, mas no tuvo remordimientos todavía pues, en cierto modo, aún lo estaba matando. Se levantó y salió por la puerta trasera, la única que iba a utilizar durante los próximos días, al jardín helado. Nadie, desde ningún ángulo, tenía la menor posibilidad de espiar sus movimientos. Buscó el antiguo horno, comprobó que cabía perfectamente el cadáver de un hombre, tomó la carretilla y trajo una primera carga de leña. La dejó preparada. Subió al cuarto de baño para lastrar sus espaldas con el peso del cadáver procurando no mancharse de sangre, aunque eso no tenía la menor importancia. Lo llevó hasta la tahona y lo depositó sin miramientos en el interior. Regresó a la casa. Pasó al salón. Escogió dos de los mejores cuadros del pintor, él sabía muy bien cuáles. Los lanzó al interior del horno, prendió la leña y cerró la trampilla. Se cambió de ropa y echó la usada en el interior, clausurando por última vez aquel improvisado sarcófago. Parsimoniosamente dedicó algún tiempo a borrar las primeras huellas del crimen, las restantes lo haría sobre la marcha. Tenía por delante todo el tiempo necesario para hacerlo a conciencia. Tras ello, deshizo la bolsa en la cual había previsto unas cuantas mudas más, las colgó en las perchas, puso las prendas interiores en el cajón de una mesilla, escogió un sillón en un rincón soleado del salón y comenzó la lectura de algunas novelas del género negro que había traído con objeto de pasar el tiempo.
De cuando en cuando iba a vigilar el fuego, hasta que afinó tanto que supo calcular cuánto tardaba en quemar una carga de leña y a partir de ese momento sólo hizo los viajes precisos.
Al cabo de unos días, del pintor sólo quedaba un montón de cenizas y unos huesos calcinados. Claro que la mayor parte de su obra permanecía indemne. Por cuanto se refiere a estos últimos, los huesos, resultó más difícil reducirlos a polvo, pero al final cedieron.
Augusto Negroponte no tuvo entonces más que recoger la ceniza en un saco de plástico y esparcirla a puñados a lo largo del inmenso bosque de robles que constituía el fondo profundo del parque de la casa. Las primeras lluvias se encargarían de concluir el trabajo. Acto seguido limpió cuidadosamente el horno.
Todavía permaneció unos cuantos días más en el « Château de la Mare aux Loups », borrando la menor huella de su paso. Y disfrutando, cómo no, de lo que los franceses llaman la vie de château. Una noche, cuando al fin quedó satisfecho, se fue por donde vino.
El difunto Christophe Chapelle, como todo pintor que se precie y desee ganar dinero con su arte, tenía fama de hombre extravagante. Había colocado, junto a un buzón que semejaba la tumba de un filisteo, un cartel en el cual se exorcizaba la publicidad de cualquier género que fuese, amenazando con emplazar en la cancha de la justicia a la empresa anunciadora. Las instrucciones dadas en Correos eran terminantes. Todo eso, Augusto lo sabía a través de Suzanne, quien no podía evitar hacer frecuentes comentarios a propósito de su marido. Ello, así como el carácter solitario y arisco del pintor, condujo a que nadie, ni siquiera el cartero, reparara en la ausencia de aquél. Y cuando este último trató de introducir sin éxito la última carta del banco, ya los árboles estaban en flor. Malgastándose aún varias semanas en desconfianzas y vacilaciones, alimentadas por el temperamento estrafalario del sujeto en cuestión, notemos con ello que lo que hace la fortuna y felicidad de unos puede ser causa de pérdida para otros, sin olvidar la mera posibilidad de que hubiera decidido al fin regresar a París con su mujer, que no estaba nada mal, razonaban los operarios.
Con todo, la policía intervino al cabo, poniendo las cosas en claro. El pintor Christophe Chapelle había desaparecido sin dejar rastro. Los inspectores privilegiaron de inmediato la tesis del asesinato, comprobando el hecho de que dos de sus más célebres cuadros habían sido escamoteados. No por ello se abstuvieron de designar a Augusto Negroponte como sospechoso principal, eso era de cajón, puesto que el truco de simular un robo era ya en aquel entonces más viejo que los pantalones de campana, el propio Augusto Negroponte contaba con ello. Sin embargo, se estrellaban contra un obstáculo insalvable: la ausencia de cadáver. No es que no pueda haber proceso sin cadáver, pero es preciso reconocer que ese detalle les sumía en una circunstancia embarazosa. Pensaron evidentemente en la tahona, la policía piensa en todo, es su oficio, sin por supuesto sentirse en la obligación de comunicárselo a Negroponte. Mas lo cierto es que era demasiado tarde, siquiera para determinar en tiempos de cuál de los últimos propietarios se había encendido el horno por la postrera ocasión. El caso fue cerrado por falta de pruebas. Augusto benefició del principio de la duda razonable.
Suzanne no albergó jamás la menor sospecha contra el eterno adolescente que era para ella Augusto Negroponte, de modo que no dejaron transcurrir mucho tiempo antes de casarse, instalándose en el suntuoso « Château de la Mare aux Loups », porque para eso estaba y era suyo.
Al llegar aquí, puse malévolamente el punto y final a mi relato, dejando por una vez que tuviera el crimen la última palabra. No sé si acabé deseando demasiado ponerme en el lugar de mi personaje y por esa razón le dejé gozar con toda impunidad de la soberbia esposa que se había procurado, así como de su fortuna, aunque lo hubiera hecho con medios tan detestables. La primera regla que debe respetar todo escritor es la de no juzgar, aunque después en su obra las cosas suceden según su real gana y ello ya constituye una modalidad de juicio, pero en aquella ocasión me desentendí por completo de toda preocupación ética. Hay veces, sobre todo cuando uno se siente solo o desgraciado, en que se cae en la amoralidad con una facilidad ciertamente culpable, pero más como venganza que por auténtica convicción personal. Son esos momentos en los cuales nos sorprendemos a nosotros mismos diciendo : al diablo con el mundo entero y con cuantos moran en él, por añadidura. Tendré que releer yo mismo el cuento pues ahora no sé si esa idea quedaba reflejada de algún modo en el texto.
Envié, sin más, el trabajo a mi editor y a los pocos días ya lo había olvidado, puesto que no esperaba la gloria por aquella parte. No obstante, un par de semanas más tarde recibí carta de aquél felicitándome por mi entrega en el plazo señalado y anunciándome que no solamente se había publicado con éxito en el periódico al cual estaba destinado, sino que, además, iba a ser incluido en una antología del cuento que sería en breve lanzada a gran tirada. Lo cual parece constituir una prueba más de que lo importante no es lo que se cuenta sino cómo se cuenta. Tuve una de esas alegrías de naturaleza puramente financiera.
En eso llegó el verano y con él las últimas clases y los últimos paquetes de exámenes para la corrección. Lo que puede haberle robado el profesor al escritor y viceversa, pero esto último poco importa, y lo que pueden haberse detestado ambos, eso sólo lo saben ellos. Un día recibí de nuevo carta de mi editor; en ella se me comunicaba con algo de retraso, es cierto, que una selección de mis relatos cortos, en la cual figuraba « El enigma del pintor despavesado », había hecho su aparición, traducida al francés, la semana pasada y que, con objeto de mejor lanzarla en el mercado galo, un conocido crítico iba a publicar un artículo en la sección literaria del periódico « Le Monde ». Dicha sección literaria aparece una vez por semana y era justamente la edición del día, así es que la tenía al alcance de la mano. Vaya por Dios. La abrí, pasé rápidamente las páginas, y encontré en efecto el mencionado artículo. Estaba redactado según el estilo habitual, en el que solían desarrollarse someramente argumentos, salpimentados por frases características o deslumbrantes. Por cuanto se refiere al cuento que nos ocupa, figuraban datos suficientes como para comprender la trama de manera global, e incluso se mencionaban los nombres de los personajes principales, así como el lugar exacto en el que supuestamente habían ocurrido los hechos. Me disgustó que figurara el nombre de la mansión, pero ya no tenía remedio.
Por la mañana recibí una llamada de la policía. Un inspector de la Brigada Criminal, nada menos, solicitaba una entrevista conmigo. Se excusaba por no poder llegar sino hasta bien entrada la noche, pues debía tomar el tren desde París y no podría hacerlo antes de media tarde. Le repuse que no tenía la menor importancia pues en aquellos días solía trabajar hasta la madrugada. Me hice la ilusión, sabiendo que se trataba sólo de una ilusión, como alguien podría disfrutar imaginándose por ejemplo ser el único descendiente de los Romanov y que su adscripción a dicha familia había sido guardada en el más absoluto secreto hasta para él mismo, aunque ya se estaba produciendo la anagnórisis, pero todo ello como quien se cuenta una película que no conoce, de que la policía, encontrándose en un callejón sin salida con respecto a un asunto de la mayor importancia, venía a recabar consejo en la persona de un escritor conocido por su prolífica fantasía y por su dominio de la metodología criminal, sólo que yo no era conocido en Francia, salvo a través del artículo que acababa de ser publicado. En fin, pelillos a la mar….
Hacía un calor insólito para un país en que la humedad es muy capaz de alcanzar el mismo corazón del verano, y quedarse allí a sus anchas. Con objeto de refrescar la casa, en cuanto cayó el sol, dejé todas las ventanas abiertas, instalándome en el jardín con el firme propósito de trabajar al menos hasta la llegada del inspector. ¿Qué diablos querrá de mí un inspector de la Brigada Criminal?
Recuerdo que me sentía incómodo, con la ingrata sensación de estar siendo observado desde algún punto situado detrás de la espalda, faltó poco para que acabara retirándome a la casa pero me contuve, achacándolo todo a aprensiones sin fundamento, como era lógico que lo hiciera. Y seguí apilando uno tras otro los exámenes que iba corrigiendo.
Serían las diez y media cuando tuve la necesidad de un café. Ni siquiera traté de encender la luz del interior de la casa, pues sabía por experiencia que la proveniente de la lámpara situada sobre la mesa del jardín, penetrando a través de las puertas cristaleras, sería suficiente para orientarme hasta la cocina. Fue así como, al entrar en el salón, me encontré de manos a boca con la figura de un hombre recortada contra la ventana del fondo, la cual, por efecto de la claridad procedente del alumbrado público, hacía una función semejante a la de una pantalla. El caso es que pude percibir su silueta con una nitidez percuciente.
Viendo que me había percatado de su presencia, el individuo avanzó en silencio hacia mí. Su mano derecha empuñaba un objeto alargado, seguramente un tubo. En la penumbra no llegaba a distinguir bien sus rasgos. Sin embargo, lo poco que conseguía vislumbrar no me resultaba del todo desconocido.
-¿Quién es usted?-acerté a decir.-
Mis palabras lograron detenerle, como si hubiera formulado un conjuro. Hubo, no obstante, un silencio prolongado.
-Me llamo Augusto Negroponte –respondió al fin.- Y usted me conoce muy bien.
-Para mí, Augusto Negroponte no es más que el personaje de uno de mis cuentos.
-No –replicó vivamente.- Augusto Negroponte es mucho más que eso….
Luego, más apaciguado, añadió:
-Augusto Negroponte es un asesino. Pero eso sólo lo sabemos usted y yo. Por ello he venido a matarle. He dudado bastante, ¿sabe usted? Matándole, mi situación alcanza un estado crítico. Sin embargo, dejarle vivir es mucho peor, porque usted conoce todo, hasta el menor detalle, igual que si me hubiera estado viendo durante todo el tiempo que permanecí en la casa. Tiene noticia hasta del género de novelas que leía para que la espera no se me hiciera tan larga. La policía, presumo, no tardará en interrogarle o acaso usted tenga otros planes….. En cualquier caso mi seguridad se encuentra en peligro estando usted con vida. Frente a tal suma de conocimientos, no es posible concebir defensa alguna. Me gustaría saber cómo lo averiguó todo, ¿dónde estaba escondido? Si quiere que le diga la verdad, creo que estoy aquí sólo por eso, o más que nada por eso. Cuanto sé decir es que usted merodea la casa desde hace algún tiempo. Lo he estado observando toda la tarde con ayuda de unos prismáticos. Y he reconocido, en efecto, en usted al individuo que me sorprendió hace unos meses mirándole las grupas a mi mujer, nada más salir por la portilla de mi finca. Debe explicarme cuál es su juego. Cuál es su secreto.
-¿Qué ganaría con ello?
Pareció dudar.
-Poca cosa, es cierto…. Un poco de tiempo, tal vez.
-Puedo decirle la verdad, si quiere. Pero no es seguro que usted vaya a creerla.
-Probemos a ver….
-Todo el argumento del cuento es una historia inventada, creada de la nada. Bueno….a partir de una mirada, precisamente la que usted acaba de mencionar…. « Por una mirada un mundo…. ». Pero usted no conoce estos versos, ni tiene cara de poeta.
-¿A quién le importan unos versos?
Cuando, por detrás del hombro de Augusto Negroponte, vi aparecer la silueta de un hombre que lucía un elegante sombrero pajizo y una chaqueta de verano, desabrochada, empuñando una pistola, supe que el tiempo, a veces, lo es todo.
-Un solo movimiento y es hombre muerto –dijo el recién llegado, sin demasiada originalidad, lo que yo le perdonaba incondicionalmente.-
Otro hombre armado surgió a mis espaldas y un tercero encendió la luz al tiempo que entraba en el salón. Augusto Negroponte soltó el tubo de plomo, con el cual provocó un ruido siniestro y profundo al caer en el suelo, dejándose poner las esposas sin oponer resistencia. Se lo llevaron.
Salieron todos tras él excepto el policía que había entrado en primer lugar.
-Mi nombre es Fabien Longuet –me dijo tendiéndome la mano.- El inspector con quien ha hablado usted esta mañana.
-Encantado.
-Hay policías que sólo se dedican a leer los periódicos, ¿sabe usted? Todos los periódicos. Y hoy ha sido publicado un artículo que ha atraído poderosamente nuestra atención.
-Lo sé.
-Inmediatamente envié a unos detectives con objeto de tener bien vigilado a Augusto Negroponte y encontraron que no se hallaba en la casa.
El inspector Longuet echó una ojeada a su alrededor.
-¿Podemos sentarnos?
-Por supuesto.
Le indiqué con un gesto el sillón y me acomodé en el sofá.
-¿Le molesta que fume?
-En absoluto.
Me levanté un momento y puse un cenicero sobre la mesa baja, pero él ya había encendido su pipa y exhalaba una densa bocanada de humo gris, generosamente perfumado.
-Con lo que le hemos oído decir, unido a lo que acaba de hacer, hay material más que suficiente para procesarle. Sin embargo, « El enigma del pintor despavesado » no está completamente resuelto.
-Soy consciente de ello.
El inspector Fabien Longuet fumó en silencio durante unos segundos que se me hicieron largos.
-Por lo que se refiere al apellido del matrimonio originario, se equivocó usted ; los nombres son sin embargo correctos. En cuanto al nombre y apellidos del agente de seguros son ambos exactos, pero según deduzco de su reciente conversación con el inculpado los obtuvo seguramente echando un vistazo al buzón, cuando la nueva pareja se hallaba ya instalada en « La Mare aux Loups ». Conociendo el carácter reservado de nuestros archivos, el resto es un misterio y la pregunta de Augusto Negroponte es perfectamente legítima : ¿cómo diablos averiguó usted todo eso ?
-La respuesta sigue siendo la misma. La única que conozco. Todo surgió de una sola mirada. Ni siquiera leí los nombres y el apellido en el buzón, como usted supone.
El inspector me echó una vista profunda pero al mismo tiempo distraída, como si sus ojos estuvieran escrutando hacia adentro, envuelta en una nube de humo gris.
-Bien. Entonces no me queda sino darle las gracias por todo –se levantó.-
-Gracias a usted.
Esta es pues la verdadera historia de Augusto Negroponte. Por desgracia, Julio Fontenla no tuvo tiempo de escribirla, le sorprendió la enfermedad cuando menos lo esperaba y prefirió dedicar las pocas energías que le restaban a terminar su última novela, la cual será por cierto publicada póstumamente con una introducción mía. Después del entierro, Francisco José de Arenosa y Marcos Montseny, me aseguraron que entre los papeles del difunto no se encontraba ninguna historia de Augusto Negroponte remodelada. Por cuya razón, y con objeto de evitar dejar inédita esta versión concebida después de todo por el autor, de común acuerdo, decidimos que la escribiera yo, seguros de que quien realmente hubiera debido contarla en su forma definitiva no habría visto ningún inconveniente en ello. El antiguo groom del escritor también se encontraba presente y no opuso ninguna objeción. A pesar de la unanimidad, un escrúpulo me hizo prometer que la iba a escribir de modo que rindiera justicia, me pareció demasiado ampuloso o peor, pretencioso, añadir homenaje, a su auténtico inspirador y protagonista, contando sencillamente lo que ocurrió aquella tarde de invierno en casa de Julio Fontenla.


Y con todo y con esto llegamos al fin del primer capítulo, por lo cual tal vez no fuera descabellado marcar una pequeña pausa. Es pronto para tomar el primer café, pero veamos qué panorama se nos presenta ahora desde la ventana. El alba comienza a afirmarse por su costado, todo va bien. Una madrugada glacial se va derrumbando por las calles, sobre el parque, donde, espesa, la capa de nieve permanece incólume antes del paso de los niños camino de la escuela, nada de eso resultaba imprevisible tras la escucha del parte meteorológico. Únicamente algún que otro transeúnte, con el cuello del abrigo subido, ataja por allí y va dejando tras de sí huellas de su naturaleza tangible, lo cual también era de esperar. Si tan sólo se volviera a mirar atrás podría decirse : no me he soñado durante la noche, existo verdaderamente ; mi manera de ser, con todo lo que me pasa, forma parte de la realidad del mundo, concretamente de esta ciudad, durante este tiempo. Y cualquiera que fuera el presupuesto que le ha caído en suerte, no tendría más remedio que asumirse. Pero se van como sombras, como espectros en la madrugada, retirándose de la luz, con la cabeza erguida, mirando al frente.

CAPITULO II


EL ARGUMENTO AUMENTATIVO.


Mediante dos puntos de apoyo no se alcanza un equilibrio estable, pero con tres sí. Otorga ese trinomio a tu conciencia, tres indicios que apunten en una misma dirección, desembrida, afronta el riesgo de contraer la locura y verás con tus propios ojos la verdad. Todo está unido por arriba o por abajo, no a través de la tierra de en medio, donde sólo se dan concentraciones aisladas de certeza, mas la conciencia segrega sin pausa su entelequia, vuela como una abeja abnegada e incansable de flor en flor, excava galerías y comprende.
Madrid, qué formidable industria de la realidad en plena producción todos los días. Una maraña inextricable de destinos individuales flota como humo entre el cielo y la tierra. En cuanto se presta un poco de atención a sus volutas, surge una fauna de quimeras, para aprovechamiento de todos. Pero quimeras al fin y al cabo, si bien no menos reales que el plato de lentejas y el rebujo de pan que nos aguardan a mediodía. El hombre es, en efecto, un ser social, aunque en una sociedad quimérica, poblada de quimeras.
Y puesto que de quimeras se trata, reanudemos mejor la lectura, que es la sombra de una quimera.


Pero volviendo a aquella velada de mi primera noche en Sajará, durante el transcurso de la cena que el escritor ofreció como preludio de aquella entrevista que tantas repercusiones iba a tener durante los meses que siguieron, el también escritor Francisco José de Arenosa propuso que nos sumáramos al día siguiente a una comida informal que había concertado con algunos amigos en su casa de campo.
-Por cierto, será la ocasión para usted de gustar un plato típico de la región de Sajará que sin duda desconoce.
Acepté encantado. Lo mismo hizo Julio Fontenla.
Marcos Montseny, sin embargo, declinó la oferta pues el día siguiente había sido fijado por el comprador para efectuar la recolección de la naranja en su huerto. La tradición exige que el dueño esté presente en el teatro de operaciones y asista, sobre todo, a la pesada de la mercancía con objeto de evitar litigios a posteriori.
Me levanté pues temprano y bajé al comedor. Inevitablemente mi pensamiento se ocupaba en moler la idea contenida en la narración, verídica esta vez, completa en todo caso, que Julio Fontenla nos había referido durante la velada, sin sospechar que un día me sería dado escribir la versión íntegra. El relato era ciertamente turbador por la exactitud con que se verificaron las sospechas y las deducciones del escritor, así como por el punto de partida de las mismas, cercano al cero absoluto, una mirada, eso fue ni más ni menos, una mirada que, si bien en poesía puede equipararse a un mundo, por cuanto se refiere a la realidad es más discutible, aparte de que ni siquiera tenían vocación de tales, obviamente Julio Fontenla no pensó que aquel hombre pudiera ser realmente un asesino, le bastaba con haber encontrado un argumento verosímil. Esa es toda la obligación de la literatura, aunque sea deliberadamente falaz; más aún, debe ser falaz, o presentado como tal, para que entre en la categoría de literatura, al menos en lo que se refiere a la narrativa. El primer sorprendido fue él, y de qué manera, cuando el propio Augusto Negroponte acudió a su casa para hacerle ver que sus conjeturas se habían revelado de una certitud absoluta. Pero se trataba de algo más que de conjeturas, lo que el escritor hizo así, por las buenas, fue recrear la realidad sin conocerla previamente. Bastante prodigio es que, estando inmersos en las circunstancias, disponiendo de buena parte de la información si no de toda, lleguemos a colegir la verdad, pues la experiencia muestra que el destino es muy capaz de tejer innumerables combinaciones, en las que suelen intervenir elementos insospechados, que desvían trayectorias y modifican el resultado de los acontecimientos para gran consternación del razonador. Mas en este caso la ficción parecía haberse desplegado en un plano estrictamente paralelo al de la realidad, con una correlación rigurosa, punto por punto, entre uno y otro, hasta el extremo de sacar de quicio al propio protagonista, quien se vio obligado a dar ese paso en falso que lo perdió. Y esa coincidencia no es ni mucho menos inocua.
Fue entonces cuando comencé a comprender las repercusiones que sin duda tuvo este incidente en la obra de Julio Fontenla, lo cual, dicho sea de paso, me colocaba en una posición de ventaja con respecto a otros críticos y no estaba dispuesto a desaprovecharla, con lo que empecé a tejer los primeros lazos, a vislumbrar las primeras correspondencias, a dar, en suma, una factura distinta, una dirección inesperada a mi trabajo. Estaba, por consiguiente, ante un caso de trayectoria encauzada no por una presión libresca, o no solamente por ella, como tenía hasta entonces el convencimiento, sino por una vivencia personal de ésas que transforman una existencia, un trastorno vital, no cultural. Y por el momento era yo el único estudioso de Julio Fontenla en hallarme al corriente.
Tomé algunas notas a propósito de todo ello antes de que me trajeran el desayuno ; el cual consumí no obstante leyendo el periódico, satisfecho de antemano y tranquilo por lo que se refiere al resultado de la labor todavía no iniciada, aunque sí concebida en sus líneas generales.
Si no fuera porque toda la tirada anterior me ha costado tanto de escribir, la suprimía entera. Más me hubiera valido limitarme a decir esto y esto ocurrió, ya sabemos que poco importa que alguien lo crea, ahora bien, el que lo quiera encontrar verosímil y digno de figurar en una novela pues miel sobre hojuelas y el que no, no tiene más que cerrarla de una vez por todas y empezar otra como en esos juegos de cartas en que uno detiene la partida cuando la sabe perdida con objeto de empezar lo antes posible una nueva que tal vez pueda ganar. Acaso me haya dejado llevar por la moda que está incitando a la novela a arrogarse la tarea y la responsabilidad de la filosofía, interpretando la realidad o justificando sus hipótesis sobre ella con un aparato conceptual, la mayor parte de las veces, de andar por casa y en lugar de novelas, más semejan ensayos. Así, perdemos a la legión de lectores que sólo quieren saber si al final se la tira o no y dejar de lado las sutilezas. ¿O acaso pretendemos privar a toda esa gente de novela?
Únicamente cuando cesé en mis cavilaciones, percibí la trifulca tremenda que estaban armando los gorriones en la arboleda del parque, especialmente sobre el pino frontero, descomunal, donde los había a millares, de modo que no pude concentrarme mucho en la lectura del periódico. El día amanecía soleado y frío, como el anterior.
No bien hube concluido la colación, apareció Francisco José de Arenosa. Había venido dando un saludable paseo matinal pues su casa, me explicó, no quedaba muy lejos. Le ofrecí sentarse a tomar algo, aunque suponía que, siendo ese día el anfitrión, desearía partir cuanto antes, no fueran a llegar los invitados encontrándose las puertas cerradas.
-Muchas gracias, pero acabo de desayunar.
A pesar de ello se sentó para no resultar apremiante.
-También yo he terminado. Podemos partir cuando guste.
Mientras bajábamos la escalera me preguntó:
-¿Ha descansado bien?
-No muy bien, a decir verdad. Irremediablemente no pude dejar de pensar en la narración oral que nos hizo anoche Julio Fontenla. A fuerza de darle vueltas al asunto, acabé viéndome sumido en un estado que semejaba un poco al delirio. Ni siquiera sé en qué momento el razonamiento cedió el testigo a la pesadilla.
-Lo comprendo perfectamente.
Atravesamos el parque luminoso, en el que el blanco plumaje de las colipavas, picoteando sobre la arena amarilla, revoloteando por todas partes, acentuaba la claridad. El cielo parecía estar confeccionado con un azul sintético químicamente puro. Aquella eclosión de sol invernal disipó enseguida los retazos de angustia nocturna que todavía volteaban en mi mente, como las últimas pacas de niebla que siguen al banco principal.
Al llegar a la avenida que conduce en línea recta hacia el centro de la ciudad, ocurrió un curioso incidente. Nos topamos con un mendigo, es decir, tenía el aspecto de tal, aunque lo que hizo no fue precisamente pedir limosna. Se comportó de un modo extraño, enseguida vi que su estado mental no era satisfactorio. Avanzaba hacia nosotros con la cabeza agachada, como si anduviera contando los pasos. Mas en cuanto alzó los ojos se quedó repentinamente parado, se diría que era él quien había visto una aparición, tenía el aspecto de un espantapájaros, sólo que en su mirada relampagueaba un rencor absoluto, blindado. En esa actitud aguardó a que pasáramos por su lado sin quitarnos el ojo de encima. Observé que Francisco José de Arenosa lo ignoró deliberadamente.
No quise volverme, pero durante un buen rato sentí en la espalda como la punta de un cuchillo dispuesta a hundirse en cualquier momento y tras ella la correspondiente lámina hasta la empuñadura. Cuando nos encontramos a una distancia prudencial, pregunté:
-¿Quién diablos es ese tío?
Francisco José de Arenosa repuso sin mirar atrás:
-Ahora lo llaman « el Rilo » y los muchachos le siguen, a veces hasta le tiran piedras. Antaño fue uno de los cerebros mejor dotados de Sajará.
Oyendo lo cual sospeché enseguida que su locura no obedecía a causas, digamos, comunes sino al uso particular que hizo de sus excepcionales facultades intelectuales.
Mi interlocutor, al ver que no hacía comentarios, prosiguió:
- Sin embargo, dada la distancia que actualmente existe entre el que es y el que fue, bien podría aplicársele el argumento aumentativo, el mismo que, según cuenta Plutarco, le fue aplicado al barco de Teseo, conservado con celo por incontables generaciones de atenienses, reemplazando la madera que se iba pudriendo por madera nueva, de modo que, utilizando dicho argumento, unos probaban que se trataba del mismo barco mientras que otros probaban exactamente lo contrario.
Entendí que lo mismo podría predicarse de cada uno de nosotros, pues constantemente cambiamos el agua y las células de nuestro cuerpo, incidiendo además en nuestro comportamiento y modo de ser las ideas y experiencias nuevas, así como el producto de nuestro razonamiento que no se detiene jamás. Cambio es el concepto que explica el mecanismo del universo entero. No obstante, comprobé con cierta alarma que cada vez que había reparado en esa noción de cambio continuo, incesante, que yo encauzaba rápidamente sobre los raíles de la experiencia y su beneficiosa carga, la había interpretado de modo positivo, sin recalar en el concepto de degeneración, puesto que el envejecimiento no lo entendía como tal sino como un proceso equiparable a la destilación, por lo menos en cuanto se refiere a la parte espiritual del hombre, que termina vertiendo en la cubeta del alambique la esencia de una vida. El sujeto con el que acababa de cruzarme era la prueba de la existencia de ese cáncer de la mente. No era tan ingenuo como para no haber caído nunca en la cuenta de que la gente, a veces, se vuelve loca, pero un cerebro fuerte y lozano, bien nutrido de ciencia y filosofía, sin sufrir presión alguna del entorno, habiendo experimentado un cambio tan radical en pocos años, planteaba una serie de cuestiones. La primera era si esa aventura de la idea en la que algunos están embarcados no podía conducir también al desastre. Quiero decir por ella misma, por sus características inherentes. Si ello era así, la segunda era cómo orientarse para elegir en las encrucijadas la dirección correcta, qué maniobras permitirían evitar los escollos de ese mar manifiestamente peligroso. La tercera, si hay algo en un individuo dado que le predispone para uno de los dos sentidos.
Ya me estoy enredando de nuevo. La parrafada anterior sí la voy a poner entre paréntesis para ver si la puedo suprimir sin daño.
-¿Cómo se volvió loco « el Rilo »? ¿Hubo alguna desgracia que descuadernara su vida?
-Nada de particular, como no fuera el desengaño. Se dice que quiso ser escritor, pero le faltaban cualidades y no lo consiguió. Él era sobre todo un buen matemático, digamos que poseía un cerebro excepcionalmente dotado para las ciencias en general. De ahí parece provenir ese odio ciego que profesa, según cuentan algunos, a los escritores más o menos consagrados. Esta tarde tendré tiempo de referirle una anécdota que, aunque la he utilizado para la composición de uno de mis relatos, todavía me es grato contarla pues las historias están hechas para eso, para repetirlas muchas veces, si no se mueren, necesitan evolucionar, como nosotros.
También esta intervención de Francisco José de Arenosa se va a la porra porque, aunque bien es cierto que la hizo, aproximadamente en ese tenor, más le hubiera valido decir pues no tengo ni la menor idea de cómo se volvió loco el Rilo de marras.

Salimos de Sajará en dirección a las montañas del interior, que ya se veían, azuladas, desde las últimas casas. A ambos lados se extendían los huertos de naranjos hasta el puente de hierro que cruzaba el Júcar, verde, desde cuya altura se avistaba la carretera rectilínea que nos disponíamos a enfilar cortando los arrozales anegados, hasta el pie mismo del monte.
-Antiguamente me gustaba utilizar esta carretera, a pesar de que los coches de entonces retemblaban sin cesar al rodar sobre unos adoquines que databan de la dictadura de Primo de Rivera, sobre todo porque estaba toda ella plantada de plátanos de sombra, lo cual constituía un universo vegetal poblado por infinidad de pájaros de múltiples especies y cuyo follaje, en primavera, les brindaba el medio ideal para construir sus nidos. Uno tenía la impresión de entrar en un inmenso túnel verde. A pie, o en bicicleta, se percibía una vida intensa en las alturas.
-Sí, esas carreteras, desde el punto de vista práctico eran excelentes para los carros, ya los antiguos egipcios las hacían así. Podemos imaginar cómo agradecerían los usuarios de ese medio de transporte una sombra espesa y fresca a lo largo de todo su lento desplazamiento. Pero luego fueron fatales para los coches.
-Eso equivale a lo que suele hacerse en las casas donde hay niños pequeños que todavía no andan y con objeto de evitar los golpes se ponen cojines para cubrir todas las aristas duras. Según ello, donde haya un bosque al lado de una carretera hay que talarlo, donde haya un lago o un mar drenarlo, una montaña desplazarla, únicamente porque a un par de atolondrados, después de haberse tomado unas cuantas copas de más, se les haya ocurrido romperse la crisma contra un tronco. Personalmente pienso que el hombre, o aprende a vivir como tal, o más vale que se muera.
Traté de imaginar aquel paisaje con toda la carretera plantada de plátanos de sombra copudos y comprendí la irritación de Francisco José de Arenosa. Pero también pensé en el número sin duda elevado de personas que todavía está con vida gracias a la desaparición de las apretadas hileras de troncos, compactos como rocas. Por otra parte, probablemente lo que esté en juego sea la supervivencia del planeta, en cuyo caso, por duro que sea reconocerlo, tal vez se imponga sacrificar unos cuantos soldados, como pueden llegar a hacer los generales en las batallas que deciden el destino de un pueblo. El escritor, como el militar, suele ser con harta frecuencia un individuo duro, paradójico. Los mejores de entre ellos ofrecen a menudo una curiosa mezcla de ternura y de inflexibilidad hacia sus congéneres que nunca deja de ser desconcertante. A veces se la ha denominado misantropía, pero quizás sea el verdadero humanismo. ¿Es esa su función ? En todo caso pienso que su palabra debe ser moral o inmoral, pues la inmoralidad no es otra cosa que la moralidad vista desde la perspectiva opuesta, o desde una perspectiva distinta, y sirve de todos modos para fines morales, pero lo que no puede de ninguna manera es estar vacía, ni siquiera como pretexto de modernidad, después de todo la modernidad no será sino lo caduco de los tiempos futuros. Por cierto que a nuestra modernidad le están saliendo ya las canas y posiblemente haya llegado el momento de ir pensando en otra cosa.
Este argumento contra el vacío de todo discurso, ya sea en novela o en ensayo, lo dejo, porque ya estoy más allá de las narices de los textos que, bajo pretexto de dificultad, oscuridad, son opacos y, peor aún, vacíos, aunque si son opacos, tanto da si están vacíos como si no, puesto que no vamos a ser lo bastante como para romperlos para ver si hay algo dentro, por mucho que lo merezcan todos ellos. La labor del ensayista, a mi modo de ver, es explicar la complejidad del mundo, o de su mundo, con la mayor claridad posible, y la del novelista presentarla según idéntico procedimiento, lo cual ya es bastante difícil y, por mucho que se aplique, raras veces dejará de ser, en mayor o menor medida, oscuro, pero jamás opaco. Antes al contrario, hacer sencillo lo que es, por naturaleza, complicado y abrupto, constituye el privilegio del genio en los contados momentos en que eclosionan las más potentes fulguraciones de su lucidez. Por su parte, la penuria intelectual se oculta muy bien con unos cuantos ejercicios, no demasiado laboriosos y desde luego no inaccesibles a cualquiera que los aborde con un mínimo de esfuerzo y buena voluntad, de distorsión del lenguaje. Ello puede que sea bueno, soplando en ese sentido el viento de la moda, para las carreras literarias de los menos dotados, pero constituye un callejón sin salida para la humanidad. En cambio, la alusión a la modernidad la elimino por superflua.
-Mudando de razones. Mire usted
Taliesin13 de mayo de 2009

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