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Sombra - Parte Segunda

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Parte Segunda; Sendero al Infierno

El Viajero estaba escondido en un rincón de la plaza que aquella misma tarde había señalado como idóneo para sus propósitos. Desde allí se veía la plaza entera y, a menos que tuviera la mala suerte de que la bestia apareciera justo tras él, cualquier persona u otra cosa situada en la plaza no lo vería a menos que él quisiera. La verdad, no tenía la intención de enfrentarse a la criatura allí mismo . Quería matarla en su terreno, en la abadía. Tenía que hacerse así.

Algunos jirones de nubes cubrían el cielo estrellado, y la Luna sonreía con su rostro al completo aquella noche. Nada hacía pensar que pudiera pasar algo malo en aquel pueblecillo del pirineo. Hacía frío, si, pero no era nada insoportable. Al menos al principio, porque de repente, sin previo aviso y cuando el viajero ya pensaba que llevaba una eternidad escondido, se levanto un viento gélido que barrio el pueblo. El Viajero deseó haberse traído su capa y centró su atención en la plaza.

Entonces apareció. Fue como si las sombras mismas se materializaran en la otra punta de la plaza. De hecho, el viajero pensó que la oscuridad había tomado forma justo enfrente de él. Era una figura alta, cubierta entera de negro y encapuchada. No se le apreciaba el rostro. Si era humana, no lo demostraba, no se movía, no parecía respirar, no hacía nada. Si era una bestia, desde luego, no lo parecía.

Al rato se movió. “¡Al fin!” Pensó el Viajero, y la siguió con la mirada. Se dirigió hacia el centro de la plaza y, una vez allí, se detuvo. Observó como inclinaba su espalda hacia atrás, alzando poco a poco el rostro (Si es que tenía) hacia el cielo estrellado. Cuando llegó a un punto en el que una persona normal no habría podido seguir inclinando la espalda sin doblar las rodillas, siguió inclinándose. El viajero oyó claramente como le crujían los huesos de la espalda y contuvo una nausea. Cuando dejó de inclinarse, lanzó su terrible llamada. El Viajero se tapó los oídos, se encogió contra el suelo y esperó a que terminara.

Terminó su aullido tan repentinamente como había empezado. Tras eso se dirigió hacia el camino que subía hasta la Abadía, tan ligeramente que en vez de andar parecía flotar a unos centímetros del suelo. El Viajero la siguió, tan deprisa como le permitía el sigilo necesario para que no lo descubrieran. Anduvo junto al camino, por el centro del cual caminaba la bestia, de arbusto en arbusto, siempre a una distancia prudente de ella sin retirar en ningún momento la vista de la criatura, ni su mano de la empuñadura de la espada.

Llevarían diez minutos andando cuando el ambiente empezó a enfriarse. Al principio fue imperceptible, después empezó a abrazar al Viajero con sus fríos brazos, entumeciéndole los músculos, haciéndolo avanzar más lentamente. El hombre no cejó en su empeñó y siguió andando. Pero la situación no dejó de empeorar. Pronto empezó a escuchar voces, que salían de entre los arboles, de entre los arbustos, hasta del suelo. No entendía lo que decían, pero no era nada bueno. El camino se hacía abrupto, pero la criatura no aminoraba la marcha. No había llegado tan arriba durante su inspección durante la mañana ni sabía a que distancia estaba la Abadía. Estaba empezando a cansarse cuando vio un árbol negro, que se inclinaba sobre el camino como si fuera una mano apunto de agarrarlo. De su rama más alta colgaba un cuerpo, un esqueleto que llevaba ahí tantos años como la criatura levaba subiendo al monte.

El camino se ensombrecía, más de lo que debía hacerlo en una noche de luna llena. Una oscuridad agobiante, tan espesa que el Viajero incluso intentó atraparla entre los dedos en un par de ocasiones. Aquello no era normal, pensaba, pero se obligó a continuar.

De pronto, notó como el bosque se aclaraba, cedía en espesura y le dejaba casi al descubierto. Se quedó en el camino sin protección, pero la criatura no lo vio ni notó, por lo que la siguió justo por detrás. Y allí, un poco más adelante se alzaba la ruinosa portada de la Abadía. De piedra negra, se alzaba imponente sobre el final del camino, al que recibía con una abertura que antes ocuparía un portón de madera. A la vista del viajero poco quedaba en pie; la parte delantera que veía ahora, el campanario y la fachada oeste, más algunas ruinas que se veían en el interior. La ceniza había ennegrecido el rosetón que había justo encima de la puerta. Antaño representaba una colorida escena campestre, ahora recordaba a la muerte y desolación que vivió aquel lugar.

Los arboles a ambos lados del camino estaban ennegrecidos y raquíticos. Pero aquella no era la decoración tétrica que asustó al jinete; a izquierda y derecha había estacas con calaveras clavadas, todas con las bocas abiertas al cielo. Entre esta bienvenida pasaron la bestia y su perseguidor, una lenta y segura, el otro, tembloroso y acobardado. Y más aun fue su horror cuando comprobó que los cánticos que había oído en el bosque salían de las calaveras. En el interior de las cuencas vacías se reflejaba un fuego de antaño, aquel con el que ardió la abadía, un fuego que otorgó vida a las cabezas. Primero apareció una fina capa de vasos sanguíneos que recurrían toda la blancura del hueso, luego, músculos de un rojo oscuro, repugnante, empezaron a recubrir el rostro. Y luego apareció un piel negra, quemada, que se articulo y acompañó con gestos los cánticos. Aun así, las cuencas seguían vacías, aunque de ella manaban lágrimas de sangre, que caían al suelo a los pies de las estacas, haciendo brotar rosas negras que pronto bordearon la totalidad el camino. Los monjes volvían a cantar, pero esta vez no evocaban a su dios, si no al mismo diablo, a quien suplicaban que se llevara aquel alma que les devolvía a la vida, para poder descansar en paz.

El jinete y aquel ser sobrenatural cruzaron la puerta de la Abadía, y tal y como supuso el viajero, allí apenas quedaban unas cuantas paredes en pie. Aun así, ambos anduvieron siguiendo lo que al viajero le pareció el antiguo trazado de los pasillos, hasta llegar a una pared con una puerta que daba a la capilla principal. Entraron, y, como por arte de magia, aparecieron fuegos por todas partes. La Abadía volvía a arder. En ellos danzaban los hábitos vacíos de los monjes, se reían del viajero y cantaban sobre la muerte, sobre los vivos que querían morir, sobre el infierno y sobre cosas que nadie podría entender. En el suelo había gran cantidad de cuerpos sin cabezas, tan perfectos como si acabaran de morir. Las paredes se alzaron, con piedra al rojo vivo recobraron su antigua altura y después continuaron en el techo, que volvió a esconder la estancia al brillo de la luna. El campanario se alzó como nuevo y restañó la campana, una llamada de ultratumba que levantó a los cuerpos, que cambió a los santos de las vidrieras restauradas por demonios que disfrutaban con la sangre mortal y que arrancó un aullido del corazón del Viajero. El incendio ardía sin alimento, y la bestia se situó justo enfrente de la pared del fondo. Allí había una tosca cruz de la que colgaba un cuerpo desfigurado y desnudo, del que surgía un llanto. Los Infiernos subieron a la Tierra, y el Viajero, con las manos a los oídos calló de rodillas y empezó a chillar de pavor, de horror, del espantoso miedo que sentía.

La bestia comenzó a entonar un canto, o al menos lo parecía. Era una voz cargante, grave y que no entraba por los oídos, sino por el alma. Y aunque lo más normal sería que aquello terminara de hacerlo enloquecer, el viajero al oírla se tranquilizo y dejo de llorar, recordando porque estaba allí aquella noche. Debía matarla, y la ira le subió al rostro. Desenvaino la espada de empuñadura adornada por cabezas de águilas y se acerco por detrás, medio andando, medio arrastrándose. Y cuando estaba cerca de ella no pudo resistirse y la desafió:

- ¡Bestia de los infiernos! ¡Ve aquí y purifícate en mi acero!

La criatura ni se inmutó y siguió entonando su cantico endemoniado. El viajero le apuntó con la espada y volvió a increparla:

-¡Date la vuelta! ¡Me gusta ver el rostro de mi enemigo antes de separarlo de su cuello!

El cántico ceso y la bestia, aun de espaldas, alzó las manos hasta la capucha, dejándolas ver por primera vez; la carne, de color cenizo, cubierta de cicatrices, se pegaba a los huesos de la mano como si quisiera asfixiarlos. Se echó la capucha a los hombros y desveló una cabeza calva, del mismo color que la piel de las manos e igualmente cubierta de cicatrices. Entonces se dio la vuelta, y desveló un rostro sin nariz, terriblemente cubierta de heridas cicatrizadas y por cicatrizar, donde en el lugar de los ojos había dos pozos oscuros de desesperanza y donde debía estar la boca había un agujero oscuro que simulaba macabramente el contorno de unos labios. Un aliento a muerte abofeteó al viajero, que se aferró al mango de su espada y comenzó a rezar todo lo que sabía. Aquello que contemplaba el extraño ante él no era sino la Sombra de lo que un día fue un ser humano.

Y por primera vez en la noche la bestia se dignó en hablarle directamente a él, después de regodearse en su miedo:

-Aquí me tienes- soltó una carcajada fría, mortal, en la que tenía cabida todo lo cruel concebible y también lo inimaginable para hasta el más vil de los seres humanos- Dime, mortal, ¿Sigues queriendo ver mi rostro?

Volvió a reírse, al tiempo que señalaba con su mano putrefacta al viajero. La carcajada resonó en todas partes, llego hasta la aldea y aterrorizó a los campesinos, haciéndoles imaginar el peor de los destinos para viajero. Poco a poco se fue ahogando, convirtiéndose en el aullido mortal que el viajero oyó la primera noche en aquel maldito valle. El fuego empezó a arder con mayor virulencia alrededor del viajero y descubrió que no emanaba calor de él, si no el frio que había empezado a sentir en el bosque, un frio que quemaba. Aquel era el calor de los infiernos. La Sombra se abalanzó sobre él, chillando aún. Pero el Viajero estaba en guardia y cuando ya parecía que moriría allí aquella noche, alzo la espada y ensarto con ella a la bestia, por el lugar donde un ser humano habría tenido el corazón.

El chillido cambio en eso momento su tono. Un timbre de angustia barrió todo lo sepulcral y maldito que contenía antes. Una sangre negra manaba a grandes corros, y un pitido asalto la mente del viajero, cegándole y nublándole todos los sentidos. Cayó bajo el peso de la Sombra, que parecía infinito. Y su espada, aun clavada en el cuerpo de la Sombra, centelló y sufrió un terrible cambio. La hoja se volvió negra, y las águilas de la empuñadura se tornaron en cuervos de picos abiertos y ojos sanguinolentos. El mal que había asesinado la había corrompido.
Themagikjoker18 de julio de 2012

3 Comentarios

  • Kafkizoid1

    vaya que viaje, me gustó eso de las lagrimas de sangre que emanan de las calaveras y dan vida a las rosas. Tambien la espada transformándose, corrompiéndose. Me gustó.

    Errores en palabras. Existe diferencia entre las palabras levanto y levantó, barrio y barrió, desenvaino y desenvainó, dejo y dejó. Corrige con mas atención y cariño tu texto, no vayas a la rápida solo con un editor de textos.

    y eso de que la sombra "No hacía nada" me desconcertó bastante. Como escritor debieras asegurarte de atrapar al lector. Permanecer quieto, gélido como estatua, quizás observando o acechando con una intención no es lo mismo que "no hacer nada". fíjate un poco en eso.

    Otra cosa que me fije, cuando dices durante la inspección durante la mañana. una pequeña redundancia.

    Por lo demás me entretuviste bastante.

    Un saludo y pásate a comentar sin miedo por los canales de nuestros compatriotas, que harto apoyo necesitan, sabes que algunos se desmotivan por los 0 comentarios.

    18/07/12 08:07

  • Nemo

    Que bien themagikjoker!!... La historia y las escenas muy bien plasmadas. Me has puesto en medio de la acción.
    Atiende lo que comenta nuestro compañero Kaf... enriquecerá aún más tu historia. Espero lo que sigue...
    Saludos muchos!

    19/07/12 06:07

  • Themagikjoker

    Muchas gracias a los dos! Me alegró que so gustara, y gracias por las críticas constructivas, Kaf, gracias a ellas crecen los relatos!

    19/07/12 07:07

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