Hoy he despertado con una extraña sensación oprimiendo mi pecho. Eran las seis y treinta de la mañana, quizás un poco más temprano, cuando bajé de la cama con la opresión en el pecho y la oscura sensación de que algo malo pasaría. Y no era pesimismo, ¡porque vaya que sí soy pesimista! Esta vez era diferente. No era un pensamiento, era una sensación, de esas que te consumen por dentro, de las que intentas esquivar pero reaparecen una y otra vez sin ser llamadas. Sentía que tan sólo quedaban veinticuatro horas o quizás menos, que la luz se apagaba, que la vida se me iba de las manos.

Loca yo, sentía la extraña necesidad de despedirme de la gente, la angustia de saber que no había disfrutado de la vida y el tiempo se había acabado. Extremista, como comúnmente soy, emocional, tanto como suelo evitarlo, lo sentía tan real que una ola de pensamientos agobiantes llenaron mi cabeza durante todo el día. Miles de preguntas sin respuesta, miles de complejos problemas que para el resto sólo existen en mi mente. Me sentí vacía, desgastada, sucia internamente. Replanteé mi vida una y mil veces, me cuestioné, lastimé y reproché como si ya no tuviese una segunda oportunidad de enmendar los errores.

Han pasado más de veinte minutos desde que el día terminó, nada pasó. Supongo que las sensaciones son sólo eso, sensaciones.

Cada día es una nueva muerte. Un nuevo nacimiento.

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