TusTextos

El Enemigo de Bagdad - Capítulo 2

El territorio que corría entre los dos grandes ríos, el Tigris y el Éufrates, era el más rico de la región, pues gozaba de la mejor irrigación, lo cual posibilitaba que ingentes cantidades de agricultores y comerciantes se aglomerasen allí buscando tanto rédito como fortuna. Desde el este y en dirección oeste una red de canales entre los dos ríos, más una serie de diques que garantizaban el suministro aún en las peores épocas, drenaban, contenían y regulaban el agua que irrigaba la región, y en medio de ese territorio se erguía la imponente ciudad de Bagdad.
En su origen constaba de dos kilómetros de diámetro, mas había ido creciendo a ritmo vertiginoso. En su centro se levantaba la mezquita principal además del cuartel de la Guardia, y en derredor se situaba la mayor parte de las residencias de los más pudientes, construcciones donde predominaba el mármol, a diferencia del resto de la ciudad donde el adobe campeaba a sus anchas. Entre ambas zonas se ubicaban una serie de parques y jardines que formaban un paseo que la clase alta frecuentaba a diario, sintiéndose generalmente a salvo de lo que consideraban la chusma, los sectores menos favorecidos de la ciudad.
Toda esa imponente cosmópolis que era Bagdad estaba custodiada de amenazas exteriores por dos muros que rodeaban todo el perímetro. El primero con unos treinta metros de altura, cuarenta y cuatro metros en su base y doce en la parte superior era considerado poco menos que insalvable. Pero había por fuera un segundo aún más ancho que llegaba a los cincuenta metros, y sobre el cual estaban situadas a distancias estratégicas una serie de almenas destinadas a la vigilancia del territorio exterior. En ese segundo muro estaban las cuatro puertas que tenía la ciudad, todas ellas con abundante guardia permanente, y llevaban por nombre el del lugar hacia el cual estaban orientadas, que eran Basora, Kufa, Jurasan y Siria. Eran de doble hoja de hierro, tan pesadas que abrirlas y cerrarlas era un soberano ejercicio de varios minutos y una importante cantidad de hombres. Además, tras ambos muros había un terraplén construído para dificultar aún más la llegada a los muros, y como corolario y por si toda la defensa no bastase en derredor de todo corría un muy profundo foso que por sí solo ya alcanzaba para disuadir a muchos.
Bagdad tenía muchos que la codiciaban, pero casi no existía nadie que llevara esa sed de conquista a la práctica que se adivinaba seguramente infructuosa. Los pocos que lo habían intentado debieron juntar sus bártulos, envainar sus espadas, tomar lo que hubiere quedado en pie de su orgullo y regresar sin gloria por donde habían llegado. Usualmente y a ese respecto, el Califa Yâsid Abdel Alim gozaba extramuros de una relativa calma que a lo sumo era perturbada por algún rumor de una pretendida invasión que muy rara vez se concretaba. No, las preocupaciones que más le quitaban el sueño habitualmente tenían origen dentro de su propio palacio, y no había ninguna que superase en importancia a sus dos hijas, las princesas Salihah y Nasila. Las dos chicas no podían ser más diferentes entre sí. Salihah, la mayor, había venido al mundo una fresca mañana de invierno y el parto había sido harto complicado; según los médicos del palacio la pequeña tenía ciertas deficiencias de salud de naturaleza indeterminada, conviniendo en cierto punto que una curación podía lograrse con la mezcla de ciertas hierbas. La mezcla resultó parcialmente, la pequeña creció llevando una vida semi-normal, ya que siempre arrastró consigo parte de esas dolencias que la hacían verse usualmente taciturna, de carácter suave y tranquilo, hablar pausado, semejando en ocasiones una sombra que se desplazaba por los corredores y salones del palacio. Nasila, por el contrario, había nacido una calurosa tarde de verano, poco después de que una terrible tormenta azotara la región, y como si el hecho fuera profético, Nasila se había revelado desde pequeña como una auténtica fuerza de la naturaleza. De carácter indómito, rebelde, desajustado habitualmente de las normas, con una salud de hierro y una belleza arrobadora y salvaje que arrastraba frecuentemente pretendientes invariablemente destinados a fracasar en sus intenciones. El califa deseaba verlas casarse productivamente a ambas, pero la una por su pobre salud y la otra por su exceso de la misma eran dos dolores de cabeza a menudo.

Aquélla en que nuestra historia en verdad comienza era una noche de verano de esas en que las nubes abandonan totalmente el firmamento, permitiendo apreciar en su plenitud el incesante titilar de miríadas de estrellas en una danza que constituía un espectáculo realmente bello que los habitantes de Bagdad solían decir no se apreciaba en otro sitio, no con esa intensidad al menos. Era en noches como esas que Nasila, la menor de las dos princesas, salía a la gran terraza en el ala oeste del palacio, desde donde llegaba a apreciarse parte de la mezquita central y un par de sus orgullosos minaretes.
Nasila amaba aspirar el aire en noches como aquélla, llenando sus sentidos de todo lo que según ella viajaba en él. Oteaba más allá de los límites del palacio, lo que para ella constituían los límites de su mundo. Jamás se le había permitido pasar de ellos, sus ojos no conocían otra vida que la que transcurría entre los pasillos de mármol y las amplias habitaciones revestidas de oro y piedras preciosas. Tenía – al igual que su hermana – maestros de esto y aquello, desde clases de comportamiento real que desesperaban a quienes en vano se afanaban por lograr óptimos resultados a los ojos del califa hasta maestros que pretendían inculcarle que todo cuanto necesitaba se hallaba allí. Claro que el espíritu indómito de Nasila sabía perfectamente que esa no era la verdad. No la conocía, pero la intuía. Por ello amaba aspirar el suave viento de esas noches en que los sonidos lejanos parecían llegar a sus oídos ansiosos, en las que juraría percibir aromas extraños que partían seguramente de la ciudad allende los muros del palacio. Allí la halló su padre, el califa, recostada sobre el muro de la terraza, y frunció los labios, sabedor de qué pensamientos asaltaban a su hija. Se acercó con discreción, sólo con la justa para que supiera de su presencia y no sorprenderla.
- Padre.... – dijo ella mirándole con afecto al oírle llegar.
- Hija mía.... en verdad amas este lugar más que a tu padre. – dijo él con cierto sarcasmo.
- Oh no, padre, no.... – aseguró ella tomándolo de las manos – sabes que eso no es verdad. Es que....
Se interrumpió, bajando la vista, y su padre era sabedor de que no era vergüenza sino melancolía.
- Ay hija querida.... – dijo tomándole la barbilla, elevando un poco su rostro hacia él - ¿Qué es lo que voy a hacer contigo? Ese corazón tuyo, tan salvaje, sólo pone nubes de tristeza sobre ese rostro tan bonito bendecido por Alá. Te hace sufrir poniendo en tu cabeza sueños locos de un mundo irreal, lleno de peligros abominables para una muchachita como tú, una princesa de la ciudad más gloriosa de la faz de la Tierra.
Nasila suspiró, había oído ese discurso cientos de veces, su padre parecía olvidarlo, o demostraba ser en extremo insistente. Una lágrima intentó formarse en sus ojos pero aspiró hondamente y la sepultó dentro de sí. Nadie jamás iba a verle llorar.


Hacía poco, antes que las sombras de la noche cayesen sobre Bagdad que el último salat (1) había concluído, y cuando la inmensa mayoría de los funcionarios del palacio se retiraban a sus aposentos, en el Salón Dorado donde se trataban los asuntos urbanos y políticos del reino aún se podía percibir algo de actividad. Abandonaron dicho salón los valíes y los cadíes que habían concurrido a presentar sus habituales informes a quien tenía otorgadas por parte del califa todas las potestades para llevar en su nombre y ante el pueblo todo lo que concernía a la vida humana y política dentro y fuera de Bagdad, el visir Yusuf Murad Al – Mahad.
Como sucedía habitualmente, el califa era una imagen casi simbólica a los ojos del pueblo, puesto que quien daba siempre la cara ante cualquier asunto era el visir, y quien a todos los efectos detentaba el poder, aún cuando en los hechos no pudiera su rango estar nunca por encima de su amo el califa.
El amplio corredor que conducía al Salón Dorado, iluminado generosamente por una impresionante cadena de lámparas cargadas con aceite de oliva a ambos lados del mismo, estaba ahora casi en silencio, interrumpido éste apenas por el parco sonido de los pasos de tres hombres embozados en negras túnicas, cargando con la cimitarra en el cinto de la cadera y con el alfanje (2) en el que les cruzaba el pecho en diagonal. Uno de ellos, el que marchaba al centro, llevaba sobre su espalda un voluminoso bulto envuelto en una lona. Eran aguardados, por ello cuando llegaron ante la guardia que custodiaba la entrada al Salón, ésta les franqueó el paso haciendo a un lado sus lanzas. En el interior les esperaba el visir, y ya estando dentro y al verle, los tres hombres se inclinaron saludando.
- Assalamu alaikum. (3) – dijeron los tres casi al unísono.
El visir hizo un gesto de saludo condescendiente sin responder al suyo, y entonces dijo:
- ¿Han conseguido lo que fueron enviados a buscar?
Los tres hombres asintieron, y el del centro ayudado por los otros dos quitó de su espalda la pesada carga que portaba, depositándola en el piso delante del gran escritorio del visir, quien se puso en pie observando con expresión ansiosa y ojos brillantes al objeto envuelto.
- Muéstramelo. – ordenó, y el hombre que cargara el encargo lo fue desenrollando hasta retirar por completo la lona que lo envolvía.
El visir lanzó una exclamación de excitación y triunfo, dando rápidamente la vuelta al escritorio hasta situarse junto a lo que estaba en el suelo, justo delante de él. Allí, a sus pies, aparecía hecha aún un rollo, una alfombra.
- Pueden retirarse. – dijo entonces a los tres hombres, sin mirarlos. – Ya saben por dónde deben pasar para cobrar su pago.
Cuando los tres hombres se hubieron retirado, el visir se inclinó sobre la alfombra que le trajesen, estirando lentamente su mano para tocarla. Casi juraría que al hacerlo sintió que algo corría por su mano, pero nada se había movido. Su rostro delgado se contrajo en una mueca de perversa felicidad, tras lo cual se irguió viendo al exterior a través de la ventana detrás de su escritorio.
- Muy pronto.... – susurró con un tono siniestro en su voz – todo eso será mío y solamente mío.


(1) Cada uno de los cinco rezos diarios de los musulmanes.
(2) Puñal curvo de un solo filo.
(3) “La paz sea contigo”.


Continuará..........
Trenton21 de julio de 2013

Más de Trenton

Chat