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Una Moneda

Enterró sus dedos, enfundados en el grueso terciopelo de sus guantes, en los elaborados rizos rojizos de su cabello, mientras que la camarera colocaba una hermosa pieza de porcelana con su café favorito –oscuro, con dos cucharas y media de azúcar- frente a ella.
Murmuró un breve “Gracias” mientras la chica se retiraba rápidamente, y fijó su vista en el lugar. Era un pequeño café, del tipo que se observa a menudo en las calles de París, con pequeñas mesitas redondas de madera, cubiertas con pulcros manteles bordados de seda beige. Adorable.
La chica desvió la mirada hacia la calle opuesta, repleta de transeúntes que entraban, orgullosos, en las tiendas de pomposas letras doradas y anchos tapetes de bienvenida.
Observó entonces a una pareja de mujeres que cruzaba la calzada con amplias zancadas. La mayor, de unos treinta años de edad, estaba envuelta en un amplio abrigo rojo con botones dorados que destellaban a la luz. Su rostro pálido se encontraba maquillado con cierta exageración, y sus finos labios se movían con rapidez mientras echaba un vistazo a la otra chica.
Chiquilla, de hecho, puesto que se trataba de una pequeña niña de no más de diez años, vestida sencillamente con un trajecito verde con bordes y botones negros. La niña sonreía felizmente mientras respondía a su madre, que tiraba de su brazo con mesura.
La madre rió entonces con desenvoltura, haciendo voltear muchas cabezas a su alrededor, cuyas expresiones demostraban una evidente desaprobación. La mujer no prestó ninguna atención a aquello, y alzó a la sonriente niña en brazos con aire jovial.
La chica sonrió ante aquella apacible escena, y las siguió con la mirada hasta que sus siluetas se perdieron en la distancia.
Ella no deseaba tener hijos propios. A diferencia de otras mujeres no poseía aquella necesidad de ser madre que algunas veces convierte al sexo femenino en un ser pasivo, que vive únicamente por otro ser.
A pesar de ello, era capaz de reconocer la belleza de escenas como aquella. En especial en un mundo intensamente cruel y torcido, dónde el amor y la bondad pertenecían a lo imaginario, y lo único real y definitivo es el poder y el dinero.
Tomó un sorbo de la infusión, y pensó en la cómoda vida que llevaba. Sus recursos no eran desmesurados ni tampoco minúsculos. Poseía únicamente lo necesario para subsistir, más, aún así, podía permitirse ciertas y limitadas complacencias pequeñas, como, por ejemplo, el delicioso café que sostenía aquél momento entre sus manos.
Miró entonces las tiendas de lujosos escaparates dónde numerosas alhajas y prendas destellaban con aire embriagador, seduciendo las miradas de los caminantes. Gran parte de ellos se limitaba a dirigirles una rápida mirada ensoñadora y luego se alejaban con largos trancos, evidentemente desmoralizados.
La chica sonrió, divertida. Por alguna razón la sociedad consideraba reprochable el no poder derrochar una fortuna en un simple ornamento.
Notó entonces un tumulto cerca de la esquina, dónde los marchantes parecían agolparse caóticamente con el fin de evitar algo que se movía cerca de la pared. La joven estiró el cuello, intentando ver qué ocasionaba aquello. Fue cuando finalmente se alejó de la masa de gente que pudo apreciarlo.
“¡Ah! ¡Claro!”, pensó, frunciendo los labios en una mueca de desprecio. Allí estaba una pequeña niña de unos doce años, desaseada, desaliñada, cubierta únicamente por harapos. Sostenía en sus pequeñas manos una cajita de cartón, la cual ofrecía a los caminantes mientras estos se alejaban, sacudiendo la cabeza en negativa con gesto de repudio.
La niña, extenuada, se encogió en la acera, cerca de una de las tiendas de joyas más onerosas, ignorando las miradas de desdén de los compradores.
En ese momento salió de la tienda una mujer de mediana edad, de porte impecable, con amplios rizos dorados que caían pulcramente sobre su espalda. Llevaba un ostentoso abrigo oscuro, ceñido a su voluptuoso cuerpo, y en su mano sostenía una bolsita diminuta con el distintivo logo del lugar.
La chica sonrió con sarcasmo. Probablemente el contenido de la bolsa valía unas mil o dos mil veces el precio de su café.
La mujer notó la presencia de la pequeña a un lado de la entrada del local. Hurgó por un momento en un pequeño saquillo de piel, y, tomando una moneda, la lanzó en la caja de la niña, tras lo cual le dio una pequeña palmadita en la cabeza y continuó con su camino.
Una moneda. Sólo una moneda para la niña. Aquella mujer, engalanada tan lujosamente, había sido capaz de comprar una alhaja que valía una fortuna. Una alhaja cuyo costo representaba poco menos que lo que aquella niña necesitaba para alimentarse de forma básica por unos dos o tres meses.
Con toda su fortuna la mujer habría podido adoptarla, otorgarle una auténtica vida, una oportunidad. Probablemente se trataba de aquellas personas que participaba de actos de beneficencia, que en realidad se trataban de fiestas lujosas en las cuales los más pudientes podrían demostrar el alcance de sus respectivas riquezas por medio de los grandiosos aportes que realizaban a favor de la causa. Una competencia.
Y, a pesar de ello, la mujer sólo le había otorgado una moneda.
La chica se levantó, y extrajo de su monedero el valor de su pedido más una pequeña cantidad de propina, y dejó el establecimiento apresuradamente.
Se precipitó hacia la calle opuesta y buscó aquel rostro entre las personas.
Era una misión que no había sido impuesta sobre sus hombros por nadie más, sino por sí misma. Por un terrible e incontrolable deseo de corregir aquello que era, en realidad, absolutamente incorregible.
Finalmente la encontró, a unos pasos de sí misma, alejándose apresuradamente hacia una calle desierta.
La siguió, su mirada fija en el abrigo oscuro, la mano enguantada sepultada en el bolsillo, los pasos de ambas resonando en el silencio.
La mujer inclinó un poco la cabeza hacia atrás, sintiendo, intuitivamente, la amenaza. Fue en ese momento en que la chica se adelantó velozmente hacia ella, extrayendo el pequeño instrumento metálico del compartimiento de su abrigo.
Apoyó entonces la boca del revólver en la espalda de la mujer, la cual se detuvo, aterrada, de inmediato. La chica la sostuvo por los hombros y susurró con burla a su oído:
- ¿Una moneda para los necesitados?




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Biografía del cuento:

Supongo que la historia proviene de esas reflexiones que uno hace a menudo al observar el mundo que lo rodea. El contraste entre las situaciones de la madre y la hija, respecto a la mujer adinerada y la niña pobre, los podemos evidenciar con facilidad en nuestra vida diaria. Y son sólo dos ejemplos de una amplia gama de situaciones que podemos experimentar.
El personaje principal es, en un principio, un ser pasivo. Un simple espectador, y termina convirtiéndose en un ente de cambio (como se supone que debería ocurrir con todos nosotros). Su forma de modificar la narración es bastante violenta, y podría considerarse la representación física de esa ira que sentimos al observar una injusticia cometerse ante nosotros.
¿Qué sucede después de que la amenaza con el arma? Pues...¡eso lo dejo a la imaginación y los deseos del lector!
Verthandi26 de diciembre de 2008

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