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Una Reunión Familiar

Aquella inesperada llamada la descompuso por completo. Aquella voz. Aquél tono impasible, como si nada hubiese sucedido en el pasado. Como si todo hubiese estado bien.
Prefería que le gritase. Que la reprendiera por no haber llamado en diez años. O que llorase, pidiéndole que regresara a casa. Rogándole que olvidase lo ocurrido. Exigiéndole que fuese una buena hija.
Más esa voz no mostraba ni rencor ni sufrimiento. Aquella voz cantarina le había invitado a la reunión como si se tratase de un suceso cotidiano. Como si los diez años en los cuales no había hablado con ella hubiesen sido borrados repentina y abruptamente de su mente.
- Elizabeth. Tu padre se encuentra muy enfermo. Creemos que pronto todo habrá terminado. Debes volver a casa.
Fue todo tan rápido que fue incapaz de responder. Emitió un gruñido, y su madre, que la conocía, captó de inmediato el “Si” oculto tras el sonido.
Ahora se encontraba tras el volante, respirando el aire campestre que la impregnaba cada vez más a medida que dejaba la ciudad tras sí.
Cerró los ojos un instante. Intentó recordar algo de la vida que había llevado allí. Intentó buscar una memoria dentro del aire que entraba en su cuerpo. Pero sólo había silencio. No podía recordar nada.

Detuvo el auto junto a un café, decidida a descansar un momento del viaje de 6 horas que abarcaba el espacio entre la ciudad y el campo.
A pesar de que sólo había transcurrido unos diez años desde la última vez que había estado allí, se sentía completamente fuera de lugar, como si se tratase de un lugar completamente desconocido para ella.
Salió del auto bajo la atenta y lujuriosa mirada de unos chiquillos que se encontraban bebiendo en la esquina opuesta. Pronto estallaron en silbidos y exclamaciones. La chica suspiró, hizo una mueca de desdén, y entró al local.
El olor de distintas clases de frituras la mareó por un momento. El café no era más que una habitación oscura, con mesitas plegables y sillas endebles de madera, ventanales amplios que dejaban ver el resto del decadente lugar, alfombras roídas por el tiempo, y todo parecía envuelto en un aire de antigüedad y descuido propio de los pueblos pequeños y abandonados.
Se encontraba prácticamente vacío, más, huyendo del penetrante aroma de la comida, Elizabeth se dirigió hacia una mesita del rincón más distante a la cocina y tomó asiento.
La mesa estaba cubierta por un delgado y áspero mantel de color rojo, y en medio de ésta se alzaba un azucarero de vidrio y un salero de metal. La chica sonrió ante aquella carencia de gusto. Tomó el menú, que reposaba cerca de las especies, y descubrió, sin sorpresa alguna, que estaba casi completamente constituido por alimentos que darían a cualquier doctor un paro cardíaco.
- ¿Va a ordenar?
Giró el rostro y encontró a una mujer robusta junto a ella. Ante la mirada tan directa de aquella mujer se sintió como un pequeño animal observado atentamente por un predador. Inhaló la esencia de aquella mujer rústica. En los pocos segundos en los cuales sus ojos se encontraron, sintió, de cierta forma, su historia. Seguramente había crecido en aquél pueblo, y había pasado en él toda su vida. No amaba el lugar, pero era lo único que conocía, al punto de que todo aquello que fuese externo a él no formaba parte de su mundo. Era un misterio. Si. Pero no un misterio que quisiera desentrañar.
- ¿Niña? –dijo la mujer-.
Elizabeth parpadeó, volviendo a la realidad de inmediato.
- ¡P-Perdone! –exclamó, y pronto varias miradas se dirigieron hacia ella-. Perdone –repitió, en voz más baja-. Desearía un… un capuchino, si es tan amable.
La mujer la observó ceñuda un momento.
- No es de aquí, ¿cierto?
“No. Nunca lo fui”, pensó.
- Crecí cerca de aquí –respondió la joven sonriendo-. Pero, hace diez años que no visito este lugar.
- ¡Oh! ¡Ya veo! –dijo la mujer, y se retiró con una mueca-.
Elizabeth la siguió con la mirada. Pudo ver a través de ella claramente. Aquella mujer no comprendía en absoluto el deseo de dejar atrás el lugar en el cual se ha nacido. Para ella Elizabeth era una desertora. Una traicionera. Una jovencita con aires de grandeza que probablemente pensaba que era muchísimo mejor que el resto de los pueblerinos.
La chica emitió una risa ahogada.
No se creía en absoluto mejor que ninguno de los habitantes de aquella zona. Pero si sabía dentro de sí que no era como ellos. Desde que tenía uso de razón sabía que aquél no era su lugar.
Desvió la mirada hacia la calle.
Al igual que el local dónde se encontraba, las tiendas que lograba avistar emitían un sentido de abandono y decadencia increíbles. Sin embargo, las personas en ellas actuaban amablemente unos con otros, y se saludaban carismáticamente.
Si había algo que le agradaba de aquellos lugares desolados era el hecho tangible de la vecindad. Allí todos conocían a todos. Eran una gran familia, y actuaban desinhibidamente.
Probablemente el hombre de tez morena que atendía la tienda de licores conocía a la hija pequeña de la mujer que atendía la lavandería, unos dos puestos más allá. Y seguramente también habría asistido a la boda del hijo o hija de aquél hombre enjuto que ahora entraba en una pequeña casita, un poco más allá.
Pero aunque aquello era ciertamente agradable e incluso envidiable, Elizabeth conocía otros contras que inclinaban la balanza en contra de aquél mundo suburbano, y éstos, finalmente, influyeron en su decisión de irse de allí, unos cinco años atrás.
- Su café –dijo la mujer robusta mientras dejaba con un golpe una desgastada taza frente a Elizabeth-.
- Muchas gracias –respondió, y compuso una ligera sonrisa-.
La mujer se retiró sin más, y Elizabeth se hundió de nuevo en la imagen que podía apreciarse desde el ventanal.
Vio entonces a una niña de largo cabello rojo que corría velozmente en la acera opuesta. Parecía afligida. Repentinamente, la chiquilla tropezó y cayó al suelo. Tardó un poco en levantarse, y cuando lo hizo, Elizabeth pudo ver un pequeño rastro de sangre en su rodilla. La niña la observó, y entre leves sollozos limpió la sangre con sus manos e intentó, fallidamente, levantarse.
Elizabeth entonces notó que en una tienda cercana a la pequeña, el hombre que la atendía parecía reír jovialmente mientras le decía algo. Captó en el movimiento de sus labios la palabra “descuidada”, y pronto las mejillas de la niña se incendiaron.
Elizabeth suspiró.
Se levantó y caminó hacia el mostrador, dónde dejó la suma exacta de dinero que valía el café que no había llegado a tocar.
Salió del local y cruzó la calle a grandes zancadas. La niña, de inmediato, la miró sorprendida con unos penetrantes ojos color avellana. Las lágrimas los volvían muy brillantes, y a pesar de la suciedad que rodeaba la piel clara de la pequeña, se veía realmente preciosa.
Elizabeth le sonrió y se arrodilló frente a ella.
- ¿Estás bien? –dijo-.
- S-Si –respondió la pequeña, con una voz cantarina-.
- ¿En serio?
La niña bajó la mirada ante los ojos de Elizabeth, intentando quitarse los rastros de lágrimas, mientras asentía frenéticamente.
- Pues esa rodilla no se ve muy bien –dijo Elizabeth-. Será mejor que vayamos por algo para curarla. ¿Te parece?
La chiquilla la miró, asustada.
- Tranquila –dijo Elizabeth, sonriendo-. No es tan grave. No te pasará nada.
La niña estudió aquella afirmación por un momento, y pronto asintió con un movimiento de la cabeza. Elizabeth entonces la alzó en sus brazos con cuidado, y se dirigió hacia su auto, no sin antes lanzarle al hombre de la tienda una mirada de desprecio.

Respiró profundamente y miró de reojo el asiento del copiloto, dónde la niña se peinaba el cabello con sus pequeños deditos y amplios movimientos que reflejaban claramente su nerviosismo.
No era para menos. Se encontraba en el auto de una persona a la cual no conocía en absoluto, y pocos minutos atrás había caído de bruces frente a un gordinflón pueblerino que se había mofado de ella.
Volvió a fijar la vista en el camino y suspiró.
Repentinamente un pensamiento extraño cruzó su mente. Había un cierto aire de familiaridad que envolvía a aquella niña. Sintió, de alguna forma, una especie de irrealidad. Era como si la niña perteneciera a alguno de sus sueños.
Elizabeth sacudió la cabeza, desechando por completo la idea.
Miró de nuevo a la niña, que tenía la cabeza gacha y se apretaba las manos.
- ¿Hacia dónde te dirigías con tanta prisa? –le dijo, sonriendo de forma conciliadora-.
La niña la observó, sobresaltada. Intentó componer algunas palabras, pero parecía incapaz de emitir sonido alguno. Tragó saliva con dificultad, y finalmente respondió:
- Tengo que ir a ver a Jack –dijo, con un hilo de voz-.
“Jack”
De nuevo aquél velo de irrealidad cubrió los pensamientos de Elizabeth. El sonido de aquél nombre en los labios de la niña que se encontraba a su lado despertó de nuevo una sensación incómoda. Como si se hubiese deslizado dentro de un sueño, o quizás…
Elizabeth sacudió de nuevo la cabeza.
- ¿Quién es Jack? –dijo, intentando ignorar aquellas ideas incoherentes-.
- Es mi perrito –respondió la pequeña-. Es muy pequeño, y algo malo le ha sucedido. Ed Sanders me lo ha dicho.
La niña la observó con ojos preocupados y desvió de nuevo la mirada para fijarla en el paisaje que se percibía a través de la ventana. Elizabeth comprendió que sus pensamientos se dirigían hacia el pequeño Jack.
Un escalofrío recorrió a Elizabeth, y algo dentro de ella le aseguró que, en efecto, algo malo le había sucedido. Algo muy malo.

Colocó un poco de solución cicatrizante en la herida de la pequeña. La niña se mordió el labio y contuvo el aliento, mientras su delicado rostro se contraía en un gesto de dolor.
Elizabeth le sonrió, comprensiva.
Se encontraban en un pequeño parque. Al igual que el resto del lugar, los juegos se encontraban oxidados, y muchos de ellos estaban rotos o se habían desprendido de sus bases. Algunos incluso mostraban dibujos o palabras escritas, evidentemente, por adolescentes.
La niña se había sentado sobre un balancín, y Elizabeth se encontraba arrodillada frente a ella junto a un pequeño kit que había adquirido en la droguería más cercana, compuesto sencillamente por una pequeña botella transparente con una pegatina que rezaba “ALCOHOL”, otra de solución cicatrizante, una bolsita de algodón y una venda.
La pequeña se había mantenido muy quieta dentro del auto mientras que Elizabeth había bajado a comprar aquellos implementos.
El hombre de la droguería era un anciano desgarbado de lentes que temblaba al tomar cualquier objeto, y poseía un grandioso par de ojos de búho enmarcados tras unos lentes circulares demasiado grandes para su rostro.
La droguería era un sitio completamente pintado de blanco que emitía un penetrante olor a químicos, y en especial a formol. Se sintió incómoda en aquella habitación, demasiado pequeña y sin una sola ventana que ventilase o iluminase el lugar.
Al salir del sitio sus deseos de encontrarse en aquel pueblo se redujeron a su mínimo, si es que acaso había tenido algún deseo de estar allí anteriormente.
Llevó entonces a la pequeña a aquél parque que se encontraba sólo a unos pasos de la droguería. Limpió y curó la herida, y posteriormente la vendó con muchísima cautela.
La pequeña no emitió ningún sonido, a pesar de que su rostro reflejaba con claridad sus sentimientos.
- ¡Ya está! -anunció Elizabeth al terminar de colocar la venda-.
La niña asintió con un movimiento de la cabeza e intentó doblar la pierna cuidadosamente. En un primer intento ahogó un leve gemido, sin embargo, pronto podía realizar el movimiento sin dificultad.
- ¿Qué tal? ¿Mejor? –inquirió Elizabeth-.
- Si –respondió, tímidamente-. Muchas gracias.
- No es nada.
Elizabeth le sonrió, radiante, y la niña le devolvió una pequeña sonrisa.
- Ahora, ¿dónde está tu casa? Será mejor que te lleve. No es bueno que camines mucho ahora. Sólo lograrás causarte una inflamación.
- Pues… está en Little Hollow.
La joven reconoció el nombre de inmediato. Allí se encontraba el que había sido su hogar mientras crecía.
- Bien. Pues yo también debo ir a Little Hollow. Así que te llevaré a---
- ¡¿Y Jack?! –exclamó la pequeña, angustiada-.
Elizabeth recordó entonces a la pequeña mascota de la niña, la cual se suponía estaba en aprietos.
- Cierto –dijo la chica-. ¿Dónde está él?
- ¡Ed Sanders me dijo que había escapado! ¡Me dijo que lo había visto cerca de Wooden Creek! ¡Dijo que algo malo le había sucedido!
Observó a la pequeña cuyo pequeño pecho se agitaba con su respiración rápida y angustiada. Wooden Creek se encontraba muy cerca de Little Hollow, por lo cual el desvío parecía justificado. Después de todo, en realidad no deseaba regresar a su hogar.
- De acuerdo –resolvió entonces-. Iremos a buscar a Jack en Wooden Creek.

Condujo por poco más de media hora. La pequeña, sentada a su lado, observaba con avidez el paisaje y contenía el aliento. Una concentración absoluta la envolvía, y Elizabeth sentía que, con un mínimo esfuerzo, podría ver reflejadas en su rostro las ideas que surgían en su mente preocupada.
Pronto se encontrarían en Wooden Creek.
Aquél lugar era un desierto baldío de tierra rojiza. Al pensar en aquél lugar, Elizabeth creía escuchar el eco del sonido de grandes autos al pasar borboteando en sus memorias. Pero sólo era capaz de recordar con claridad la textura áspera de la tierra. No había acontecimientos o anécdotas dentro de su mente. No. Sólo aquella tierra rojiza y áspera.
Y quizás… aquella sensación…
Observó con más atención las casas que se levantaban a ambos lados del pavimento. Todas poseían apenas unos cuantos centímetros de separación, y los colores de sus respectivas fachadas, de tonalidades pasteles, discordaban entre ellos.
No reconoció ninguna en especial.
Aunque, de hecho, no parecía reconocer nada de aquél lugar, a pesar de lo cual algo le aseguraba que no había cambiado en absoluto.
Elizabeth pensó en los años que habían pasado desde su partida. Más aún, pensó en la razón de ésta.
Tenía para entonces unos diez u once años, aunque no los simulaba. Era demasiado solitaria y pensativa para tener esa edad. Solía separarse de las multitudes, observándolas y analizándolas, ceñuda.
No había tenido muchos amigos durante su infancia, y aquello había influido en su amor a los animales. Llevaba a casa una nueva criatura cada semana, lo cual le ganaba el disgusto de su padre y los regaños de su madre.
Sin embargo, Elizabeth se sentía más a gusto entre aves, perros y gatos, que entre las personas. Odiaba estar lejos de sus mascotas, más su padre se había encargado numerosas veces de quitárselas en medio de los gestos de aprobación de su madre y las burlas de su hermano. Eso era suficiente para crear un cierto rencor hacia su familia.
Su tía Emily, por otra parte, constituía la salvación de la pequeña. Era la hermana menor de su padre, y era una joven de rostro alargado y diminuta figura. Se había marchado del pueblo al cumplir la mayoría de edad, a pesar de lo cual los visitaba mensualmente, llevando siempre con ella una carga de regalos e historias del mundo citadino, al cual Elizabeth aprendió a amar con el tiempo.
En el verano de sus diez años, Emily ofreció a Elizabeth ir a la ciudad con ella durante sus vacaciones. Con el permiso de sus padres, Elizabeth aceptó, y se enamoró por completo de las luces y la vida agitada que se desenvolvía ante sus maravillados ojos.
Regresó a Little Hollow llena de aquella esencia, y pronto sus quejas acerca de la vida pueblerina se convirtieron en una verdadera molestia para su familia.
El primer día de clases de aquel año escolar, Elizabeth y su padre alcanzaron la cima de sus paciencias. Fue entonces cuando Elizabeth se mudó con Emily, y no regresó a aquél lugar nunca más… hasta aquél momento.
Algo había ocurrido para provocar la discusión entre ella y su padre. Él había hecho algo terrible. Algo que nunca sería capaz de perdonarle. Podía recordar la rabia que había sentido entonces. El odio que había impregnado su cuerpo. Pero lo que había ocurrido en sí…
Suspiró.
Eso formaba parte de la lista de numerosas memorias que se habían desvanecido en su interior.

- ¡Allí! -exclamó repentinamente la pequeña-.
Señalaba con un dedo extendido el pequeño cartel abollado y oxidado dónde se leía “WOODEN CREEK – Conduzca con cuidado”. Elizabeth detuvo el auto a un lado de éste y ambas salieron del auto.
Elizabeth se sorprendió al descubrir que la tierra no era roja en aquél lugar, sino que poseía el color común de la arena.
Al lado derecho de la calzada, detrás de dónde se alzaba el cartel, la tierra caía formando un valle de unos pocos metros de profundidad. La joven y la niña se detuvieron al borde de la abandonada carretera y miraron en el interior de éste.
No había señales de vida alguna. Sólo la vasta extensión de tierra.
La pequeña se agitaba con una respiración entrecortada, y sus ojos recorrían el terreno con profunda desesperación. ¿Dónde estaba Jack?
Súbitamente los ojos de la niña se abrieron muchísimo, y su rostro adquirió un color blanquecino en unos pocos segundos. Inhaló ruidosamente, y, antes de que Elizabeth pudiera decirle algo, corrió hacia el interior del valle.
La joven la siguió, incapaz, aún, de ver algo relevante.
Y entonces se detuvo, comprendiendo al fin.
La niña se había arrodillado ante un pequeño bulto de piel de color beige. Elizabeth ahogó un grito mientras fijaba la mirada en la cabeza destrozada del pobre animal. La sangre había manchado por completo la tierra que rodeaba su pequeño cuerpo. Su lengua, inerte, salía de su pequeño hocico, siendo el único vestigio ligeramente reconocible del perfil del cachorro.
Parecía haber muerto de un disparo.
Elizabeth recorrió la escena con sus ojos temblorosos, mientras que la niña sollozaba, llamando al animal con la esperanza inútil de que éste aún estuviera vivo.
Jack estaba muerto.

La niña lloraba con el rostro oculto entre las manos entrelazadas. En momentos como aquél las palabras sobraban, y, además, un nudo en la garganta impedía a Elizabeth emitir sonido alguno.
Un anuncio informaba al viajero que entraba ahora en Little Hollow. Los colores brillantes se habían desvanecido con el tiempo, y los dibujos de una familia feliz y campos verdes y extensos parecían una pintura clásica oculta tras una densa nube de polvo que, aún así, pretendía ser alegre y solemne.
- ¿Dónde vives? –preguntó Elizabeth en voz baja-.
- Allí.
La pequeña señaló una casa pequeña casa de fachada blanca. El corazón de Elizabeth dio un vuelco mientras que aparcaba frente al lugar.
Elizabeth se apeó del auto y se detuvo frente a la casa, y una vez más, aquella atmósfera de ensoñación la invadió por completo.
Observó las ventanas oscuras, el jardín cuya hierba había crecido ya demasiado, la puerta endeble, la valla pintada tantas veces… creyó incluso percibir el agridulce aroma de la pintura fresca.
La niña, cuyo torrente de lágrimas se había detenido momentáneamente, sonrió ligeramente a Elizabeth y empujó la primera portezuela. Entró, y comenzó a cruzar el camino de piedras que dividía el jardín en dos pedazos iguales. Se detuvo entonces frente a la puerta principal y giró el rostro hacia Elizabeth.
Aún sonreía.
Con un movimiento de la cabeza invitó a Elizabeth a pasar, y entonces abrió la puerta. Aquella puerta que nunca se cerraba con llave.
Elizabeth la siguió con pasos torpes, como si se encontrara dentro de un sueño. Quizás, en efecto, se trataba de uno. Un sueño de una vida pasada.
Entró en la oscura casa, encontrando una pequeña y rústica sala de estar. Los muebles, en su mayoría, estaban cubiertos por tapices con patrones de flores, y se amontonaban alrededor de una mesita de caoba pulida, frente a la cual se alzaba una chimenea de piedra dónde reposaban trozos de madera recién cortados.
Elizabeth se acercó, y tomó uno de los portarretratos que se encontraban sobre la polvorienta chimenea. Una niña de cabello rojizo y mirada triste la miraba desde la fotografía ambarina. Era la misma que había estado con ella hasta entonces. Notó que en una esquina, alguien había escrito “Elizabeth”, con una hermosa letra cursiva.
La joven, entonces, comprendió.
Jack era un Golden Retriever precioso y obediente que había sido arrollado en un cálido día de verano cuando tenía diez años. La niña lo había ocultado en su habitación temiendo que su padre se lo llevase. Lo había encerrado en su closet, dejando el espacio necesario para que pudiese respirar. Pero aquél primer día de clases el pequeño y educado Jack había escapado de su escondite cuando su madre había ido a asear su habitación. Al verlo, la mujer llamó de inmediato a su marido, quien, enfurecido, tomó al cachorro por la nuca y lo llevó a Wooden Creek, dónde lo dejó abandonado a su suerte. Pero no era más que una cría, y en el momento en que vio el auto de aquél hombre alejarse, pensó que se trataba de un juego. Poco después murió arrollado Jack.
Ed Sanders había visto al cachorro correr en la carretera de Wooden Creek, y al ver a la pequeña le comentó lo sucedido. Ella escapó de inmediato de clases y corrió hacia Wooden Creek, dónde encontró el cadáver inerte de su amigo en medio de la tierra enrojecida por su sangre.
Al regresar a su hogar, profundamente conmovida por lo sucedido, su padre no había mostrado señales de arrepentimiento. El hombre encogió los hombros y dijo:
- Sabías que ese animal no debía estar aquí.
Poco después, Elizabeth se atrevió a confesarle a su familia su repudio por sus mentes limitadas y por aquél pueblo de gente insensible. Recibió de sus padres numerosas calumnias, e incluso su padre le había asentado una bofetada. La chica, dolida, se mudó con su tía Emily, y su vida comenzó de nuevo.
La joven colocó su fotografía de nuevo sobre la chimenea. Sonrió, sintiendo los recuerdos dolorosos invadirla.
Por diez años había borrado de su mente las memorias de Little Hollow. Había olvidado a Jack. Había olvidado su odio y su tristeza.
Sin embargo, no los había drenado de su interior por completo, y por diez años aquellos recuerdos habían estado dormitando en su pecho, impidiéndole regresar al lugar que la había visto crecer.
Ahora, de vuelta en Little Hollow, Elizabeth era de nuevo aquella niña, pero esta vez contaba con el espíritu de la experiencia y la madurez, y por fin el asunto pendiente con su padre tendría un final.
Una mano se posó pesadamente sobre su hombro.
- ¿Elizabeth? –dijo una envejecida voz de mujer-.
Giró, y observó el rostro de su madre, tan parecido al suyo.
- Si, ma –respondió la chica, sonriendo-. He regresado.





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Biografía del cuento:

“Una reunión familiar” es más un paseo por la mirada inconforme de una chica campestre que una narración familiar en la cual el amor prevalece.
Quizás el lector desee entender que ella realmente ha perdonado a su padre. Quizás piense que no. El final está abierto, porque lo importante no es el final, sino ver a través de los ojos de la protagonista.
Por otra parte, su encuentro con una versión de sí misma más joven, representa una ruptura que se produce siempre en el ser humano. La separación entre la/el niña/o y la/el mujer/hombre. Dejamos atrás muchas cosas, pero siempre regresamos a ellas, tarde o temprano. Para bien o para mal.
La atmósfera de crítica hacia los pueblos del interior es una extensión de mi primer encuentro con uno. La balanza entre los defectos y virtudes de tales lugares (o mejor dicho, de las personas de tales lugares), inclinan los platillos, por lo general, en contra. Pero lo mismo podría decirse de la ciudad. Más, visto desde el punto de vista de la protagonista, será esta última la que gane y reclame su presencia.

Verthandi17 de julio de 2008

3 Comentarios

  • Aroint

    Dices que no sueles escribir cuentos... sigue haciendolo son m?ginificos Verthandi.

    Un saludo.

    17/07/08 02:07

  • Verthandi

    Gracias n//n

    En verdad no acostumbro hacerlo. Es una pr?ctica que se me ha hecho m?s habitual desde hace como un a?o. Por lo general mis textos son mucho m?s largos, as? que es extra?o para m? el tener que limitarlos para crear cuentos cortos.

    ?ste ha sido uno de los que m?s me ha costado escribir (o mejor dicho, concluir), as? que me alegra que haya resultado bien! n_n

    Saludos! n.n

    17/07/08 11:07

  • Loveisparanoid

    Genial el cuento! :D

    18/07/08 12:07

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