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Los Esclavos

Suena la alarma de su reloj de pulso cuando la telenovela está mejor. Rebeca la apaga y se dice a sí misma, Ahorita voy, ahorita que pase un comercial. Deja pasar tres minutos más, tan pequeño tiempo no puede traer mayores consecuencias. Y es que le han revelado a Isabel Cecilia que Rubén Alberto es su verdadero hijo, no Armando Manuel. Ay no, ya se terminó, piensa, cuando ve correr la cortinilla de los créditos finales en la mitad de la pantalla, mientras en la otra el titular del noticiero estelar da un avance de los acontecimientos que según ellos conmovieron al día. Rebeca se levanta a toda prisa. Saca del tocador las ampolletas de su madre, y descubre con horror, que sólo le queda una. Y ahora no están para comprar más, tan caras que son. Tendrá que consultarlo con Ernesto, ahorita que llegue. Mientras prepara la jeringa, el algodón, el vaso de agua que debe tomar su madre para tranquilizarse después del inmenso dolor que le provoca aquello. Toca a la puerta, como siempre. A lo lejos, se escuchan las preliminares del partido de futbol de esta noche, juega la selección. Fernandito corre desde el patio, no se quiere perder el juego. Hasta Nancy, la pobre, deja a un lado su libro con la tarea y se hipnotiza con la pantalla brillante. No tarda en llegar Ernesto.

Saluda a su madre como si fuera una enfermera y no su hija, de una manera impersonal y áspera. Cómo está, mamá, le pregunta, y la mamá ni siquiera puede responder. Apenas se oye un desganado Bien, hija, y nada más. Le lleva sus dos pastillas en una charolita y la inyección ya preparada. Doña Isabel trata de erguirse un poco, mas le es imposible. Está más débil que otros días, ya no consigue ni mantener los ojos abiertos. Rebeca introduce la aguja en el catete del suero, y la incorporación del pesado líquido en sus venas la hacen fruncir el ceño, emitir un gemido inaudible, apretar el otro puño. Pero ya, todo termina pronto. Rebeca le acerca el vaso de agua a los labios, le dice, Duérmase ya, eh, y sale de la recámara. A ella tampoco le gusta perderse las preliminares.

Con la respiración agitada y el cabello mojado, porque afuera llueve, llega Ernesto haciendo un escándalo. Ya empezó, ya empezó, le pregunta a Fernandito, quien le contesta, entusiasmado, No papá, apenas están los comentaristas, y lo empuja hacia un extremo del sofá. Es lógico que el jefe de la casa tome el lugar del centro, del que mejor se ve la pantalla plana, recién adquirida, de 32 pulgadas y sonido envolvente. Cuando la trajeron, Rebeca pensó que era la mejor televisión que había en el mundo. Y debía ser, por lo que le costó a Ernesto, quien después de un año, no llevaba ni la mitad de la cuenta pagada. Eso era malo, porque ya habían amenazado con embargar si no se liquidaban los retrasos. Sería terrible. Habían por fin conseguido el dinero, casi por milagro, Rebeca tuvo que lavar y planchar ajeno todo el mes, montañas de ropa por toda la casa que le dejaron las manos destrozadas. Ernesto dobló turnos en el microbús, y daba sus vueltas a toda velocidad, incluso se salía de la ruta para tomar atajos, pero, entre más vueltas daba, más le pagaban. Hasta Fernandito y Nancy elaboraron una rifa falsa de un juego de video en la escuela, donde ganó el primo inexistente de la amiguita de Nancy. Pero no se había acordado de las medicinas de su mamá.

Le había advertido el médico que las dosis de su madre eran indispensables, que la falta, incluso el retraso, de una sola, le podría causar agravamientos mortales. No le había dado mucha esperanza. Le confirmaba en cada consulta el retroceso de su estado, le aconsejaba que fuera preparándose, porque los gastos del funeral son fuertes y más que indispensables, y que la necesidad de féretro, fosa y papeleo podía surgir en cualquier momento, uno de estos días. Pero ahora no quería pensar en eso. El partido había comenzado, la cena estaba caliente y Ernesto hambriento. Le puso una de las mesitas que tenían para comer en la sala, le sirvió el caldo y el guisado juntos, para que cupieran en el plato, y un enorme vaso de cocacola. Ernesto, eufórico, no despegaba los ojos ni un segundo del televisor, metía la cuchara en el plato sin voltear a verlo, y gritaba cuando la selección se acercaba a la portería contraría, regando comida por todo el suelo. Fernandito, a su lado, estaba contagiado por su fervor, ni siquiera entendía muy bien lo que era el futbol, sólo sabía que quien metiera más goles, ganaba, que eran los mismos conocimientos que su madre tenía del dicho deporte. Nancy, desde la mesa y con el lápiz todavía en la mano, seguro le faltaba muchísima tarea, tampoco podía voltear la cara, lo ideal hubiera sido que se retirara a su recámara, sin televisión, cerrara la puerta y se concentrara. Pero Rebeca, piadosa como siempre, le preguntó, Te falta mucho, mija, y la hija, Algo. Rebeca sonrió y la invitó, Vente, 'orita terminas eso. La niña saltó de la silla y se fue a sentar al lado de su papá, con una sonrisa de oreja a oreja.

Eso le gustaba de la televisión, que unía a la familia. Aunque fuese sólo por las noches, todos se reunían en la sala a ver el partido, un programa de comedia, uno de concursos, lo que sea, aquel aparato tenía el mágico don de unificar lo fragmentado, de conciliar lo alterado, de juntarlos y hacerlos felices como la bonita familia que eran. Aunque después, ya apagado el aparato, Fernandito siguiera con su mutismo inalterable y con su incapacidad para hacer amigos, Nancy volviera a la triste realidad de la escuela y su falta de talento para ella, y la inminente posibilidad de tener que repetir, una vez más, el cuarto año; Ernesto siguiera pensando en las deudas por montones y en las cuentas por pagar, además de mantener también a su amante y a su otro hijo, recién nacido, con el salario miserable de un microbusero, y Rebeca continuara angustiada por las sospechas, por vivir encerrada en esas cuatro paredes sin poder salir nunca, esperando paciente a que todos llegaran, de la escuela o del trabajo, para unirse en torno de su amo, de quien dependía su felicidad y su armonía. Estaba decidido. Mañana iría a dar el abono de la televisión. Las medicinas de su madre podían esperar, digamos, hasta el siguiente mes.

(FIN)
Virginiourbina17 de diciembre de 2007

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