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Vidrios Rotos

La única tristeza sin consuelo en la vida es la tristeza que se ha merecido.
JACINTO BENAVENTE


1
Venía del aeropuerto, había tomado un taxi y la casa parecía tan sola a oscuras en el frío de la madrugada. Durante la tarde y temprano en la noche, las llamadas telefónicas que hizo a su esposa no obtuvieron respuesta, ni siquiera las hechas al móvil. Su retorno adelantado desde México, trayendo regalos y detalles, era una sorpresa; no le había dicho que las reuniones de trabajo con los socios internacionales, en esa conferencia a la que acudió sin mucho entusiasmo, fue mucho más breve de lo esperado, así que ella no esperaba que él llegase ese día, menos aún a esa hora; se suponía que ocurriría dos días después.

Corroboró que existía la situación inusual que sospechaba y que se venía formando en la mente a medida que el taxi se desplazaba por las avenidas y calles de la ciudad durmiente. Él y Emma eran una pareja con muchas amistades y si algo le molestaba, se trataba justo de que rara vez estuvieran a solas. Parecía que todos los días en esa casa habría reuniones y banquetes, fiestas, mucha música y bailes, charlas y confidencias de gente que iba y venía. Ella, una mujer bella, atraía las visitas, aun las de personas que él no recordaba haber conocido. Emma le decía molesta que nunca recordaba nada, que los conocía de tal o cual ocasión, pero él era un desmemoriado, su retentiva de corto plazo era un desastre para ciertos asuntos y detalles que en verdad no le interesaban. En algún escrito, no sabía en qué libro, periódico o acaso en Internet, leyó que el insomnio y el stress permanente conspiraban para impedir que los asuntos que no se consideraban importantes, que eran desdeñados por la mente, se esfumaran con rapidez y no se guardaran en el almacén de los recuerdos. Y para él, de los fastidiosos compromisos sociales que planeaba su esposa en los cuales él se perdía en su ensimismamiento y se aburría como una ostra, había poco qué recordar.

El aburrimiento, ese manto intangible, espeso, alimentado por las contradicciones, escaramuzas y desencuentros de la vida que llevaba al lado de aquella mujer... Pero estaba enamorado. “Los hombres nos enamoramos, así sea de mujeres tan diferentes a nosotros y nos precipitamos en caída libre, caemos en barrena, lo demás pasa a segundo plano, se cambian los planes, se posponen plazos y cuando nos damos cuenta, estamos viviendo una realidad que años antes nos parecía inabordable”. Era un pensamiento recurrente.

Emma no contestó la nueva llamada que hizo a su teléfono móvil. Cosa extraña, porque siempre le atendía. Pensó que debía tener una buena razón para no estar allí justo ahora. Total, dicen que las mujeres son impredecibles. Sin embargo, una leve palpitación se instalaba en algún lugar de su cerebro, especie de presentimiento de lo impensable, cuando comprobó que el auto de su esposa estaba en el garage.

La pesada puerta de vidrio y metal giró con lentitud y al encender la luz vio la sala acogedora, que en los últimos tiempos se le antojaba ajena, ahora incluso antipática. Los alejamientos repentinos de ambos le carcomían las entrañas, era verdad, pero más podían el orgullo y la inmersión en la rutina absorbente de un trabajo exigente en demasía para no tener que enfrentarse a su esposa y discutir.

Llegó a la habitación. Lujo y adornos, un aroma intenso, presencia virtual de Emma en el aire perfumado y la luz tenue de la lámpara en la mesita junto a la cama enorme y amplia, invitándolo a dormir, a tenderse y olvidar todo. Miró el reloj. Dos y seis minutos de la madrugada. A esa hora sería una desconsideración llamar a la madre o a las amistades que podrían tener una idea de dónde estaba su mujer. Prefirió esperar. Se recostó, sin quitarse la camisa ni el pantalón, se soltó los zapatos y a los pocos segundos se hundió en el sueño.

El ruido del repique del celular lo sobresaltó. Se enojó en seguida, estaba profundamente dormido cuando el sonido perturbador lo despertó —soñaba—, buscó el móvil en el espacio definido y mullido de la cama. Dijo una palabrota, se reclinó y atendió. Era un agente de la policía.

2
Cuando llegó al sitio del accidente, lo primero que lo sorprendió fue la enorme cantidad de fragmentos de vidrio dispersos sobre el pavimento. Parecía que hubiese ocurrido un choque entre un auto y un camión que transportase frascos, botellas, cristales para ventanas o algo así. Más tarde le dirían que el auto se había estrellado contra un muro de la calle, que luego rebotó y todos los vidrios del vehículo estallaron con el golpe. Las luces de los postes del alumbrado público se reflejaban en los añicos dispersos, como fragmentos de estrellas sobre el fondo negro del asfalto. De momento estaba embotado y atónito ante esa visión. El cerebro se concentraba en las nimiedades, tratando de refugiarse, de posponer el pánico por la fatalidad imaginada y por el dolor que presentía. Miró su reloj, sin saber por qué, tal vez instinto o manía y se preocupó por saber la hora: las cuatro y once de la mañana.

No le habían dicho en qué condición estaba Emma, sólo que al revisar el teléfono móvil que lograron sacar de la cartera, la cual había salido disparada en el impacto, encontraron en el registro de las últimas llamadas las que él le hizo pocas horas antes. Ninguna estaba contestada. El carro accidentado le era desconocido. No tenía la menor idea de quién conducía, dijo respondiendo a una pregunta que le hizo un oficial. Sintió pánico al fin, el temor de la pérdida de la mujer amada, pero también al mismo tiempo la desesperanza y el resquemor de saberla con otra persona, acompañada por un hombre durante su ausencia.

Los rescatistas trataban de llegar hasta los ocupantes del carro, un amasijo de metal retorcido. Los autos que pasaban se detenían, congestionando el tráfico, antes de que los oficiales de policía y los bomberos conminasen a los conductores curiosos a seguir su marcha. En el pavimento había un inquietante rastro líquido oscuro que se originaba dentro del vehículo. Se acercó para ver mejor, alterado por una sospecha que resultó acertada: era sangre.

Pasaron varios minutos angustiantes previos a que los bomberos, utilizando un aparato híbrido de tijera y cizalla, que cortaba el metal arrugado y torcido de la carrocería con relativa facilidad, pudieran llegar hasta lo que hasta hacía minutos era la cabina del auto, donde los ocupantes permanecían inmóviles, tal vez muertos, aunque él se resistía a aceptarlo. Al menos, no hasta que no sacasen a Emma de aquel espacio deformado e imposible, donde permanecía en una posición inquietante, antinatural, que lo hacía sentir pesimismo y temor. Permaneció a un lado, donde se lo permitían los agentes policiales, aparentando serenidad extraña. En realidad, sufría una mezcla de sentimientos, conmovido por lo que no se puede manejar o dominar.

Al rato quitaron las puertas destruidas, colocaron los collarines a los accidentados para evitar el daño a las vértebras cervicales mientras los movilizaban y los tendieron en sendas tablas de rescate. El paramédico tomó los signos vitales del conductor. No le tomó mucho tiempo corroborar que no había nada qué hacer por él. Estaba fuertemente impactado en el rostro ahora irreconocible. La camisa, que había sido blanca, era ahora un lienzo en el cual la sangre comenzaba a secarse y coagularse, dibujando trazos de una imagen dantesca de la escena. La mujer estaba viva.

“Apenas está viva”, le dijo uno de los paramédicos. Los signos vitales eran ligeramente perceptibles. Habría que obrar con apuro. Él se acercó a su esposa. En medio de los olores que percibía —gasolina, lubricante, plástico, caucho— reconoció el de su perfume. Herida de gravedad, su rostro también estaba ensangrentado, maltratado; un inquietante colgajo de piel caía desde el borde del cabello en lo alto de la frente y le cubría en parte el ojo izquierdo. Se le escapó un gemido y trató de replegarle el colgajo, como si quisiera pegarlo de nuevo donde debía estar, pero uno de los paramédicos se lo impidió, mientras le hablaba quedo, tratando de ser amable y de transmitirle ánimo, diciéndole que se haría todo lo posible por salvarla, que no se preocupara, que estaría en buenas manos.

Condujo angustiado tras la ambulancia hasta la clínica más cercana, con la esperanza de que Emma se salvara y se recuperase; lo demás vendría después. Se hablaría, se averiguaría qué estaba haciendo cuando ocurrió el accidente, ya tendrían oportunidad. Esos pensamientos iban y venían, pero a la vez otros lo agobiaban: ¿qué hacía con aquel hombre? ¿A dónde iban, o de dónde venían? Y lo más importante, ¿quién era él? Los indicios que comenzaba a interpretar lo llevaban a pensar que su esposa y el otro tenían una relación que había venido ocurriendo mientras él se fundía en el agobio del trabajo.

Minutos después, con la sirena a máximo volumen, la ambulancia llegó al acceso de emergencias de la clínica y con cuidado, pero con prisa, ingresaron a Emma. Estacionó el carro, suspiró, se aferró unos segundos al volante y sintió un estremecimiento, un presagio de desgracia, conmoción desagradable e indeseada. El castigo, el escarmiento había sido alto, tal vez demasiado. La belleza de Emma ya no volvería a ser la de antes, pero quizá eso era lo menos importante. Cerró los ojos, rogó mentalmente que la mujer se salvase, pero en el fondo de su mente se encendió la lumbre de otra emoción.

3
Esa misma madrugada la operaron de emergencia. Se comprobó que tenía daños en los pulmones debido a las costillas fracturadas y tal vez hemorragias internas. Dos horas más tarde sufrió una crisis cardíaca. Lograron estabilizarla. Cuando a media mañana el doctor se comunicó con él, no le dio las buenas noticias que esperaba. El daño en la columna presentaba un cariz demasiado agravado, lo que no permitía hacerse muchas esperanzas. Escuchó los términos “lesión espinal”, “trauma severo”, “movilidad limitada”, “discapacidad”, palabras que le llegaron como desde una distancia brumosa.

Se derrumbó en un asiento del pasillo, suspiró y descansó la cabeza contra la pared, agotado y asustado. El futuro era tan diferente a lo planeado. Costaba creerlo. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Emma, la bella, la siempre interesante, el centro de las atenciones, estaría de ahora en adelante reducida a la suerte de un ser desvalido, contradicción irónica e inesperada, contraste ofensivo que el destino imponía. Quizá condenada a una silla de ruedas.

Decidió, unas horas después, mientras recibía a los parientes de Emma, a los suyos y a varios amigos, que averiguaría qué diablos hacía su esposa en aquel auto con ese hombre. Sospechaba que no lo conocía, o si lo conocía, posiblemente fue un rostro anónimo entre tantos otros que iban y venían a su casa, siempre invitados por ella, nunca por él. Recordó que su esposa le echaba en cara constantemente su mala memoria.

Luego, el paso de los días angustiosos, el ir y venir de la familia afectada, las indicaciones de los médicos y las subidas y bajadas en la recuperación. Emma necesitó tres operaciones más en el lapso de tres meses, intentos de restablecer una salud afectada no sólo en lo físico, sino en lo emocional. Casi no hablaba, solía permanecer con la mirada perdida en el infinito de sus introspecciones desconocidas, los ojos velados por una sombra de pesar y decaimiento. Él no insistía en preguntarle desde que, al volver ella en sí después del accidente, le respondió con monosílabos o frases cortas, sacudida por el llanto, evadiendo su mirada o, por el contrario, viéndolo con desprecio, aunque también con dolor. Comprendió que en esa mirada estaban resumidas las respuestas a preguntas más inquisitivas que decidió no plantear.
Entonces tenía todo el derecho de suponer, ante su mutismo, que su esposa estaba implicada en algo que lo superaba y trascendía las rutinas, la cotidianidad y la monotonía. Aquel hombre que había muerto era el amante. Quedaba de su parte decidir lo que ocurriría en los días venideros. Y ella tendría que aceptarlo.

Se planteó varias opciones. En una, les contaba su parecer a los familiares de la mujer y se las devolvía, pidiendo el divorcio. Poco importaba que pensaran que era un desalmado al dejarla justo en medio de aquella situación. Su felicidad, su paz, valían mucho más que el qué dirán. Y ella había forzado todo para que terminase de aquella manera, ¿no era así? En la otra solución posible, dejaba que Emma continuase viviendo con él, pero sólo como una presencia habitual aunque inútil, una reliquia de un pasado compartido que ella misma se encargó de trastornar. Sería su castigo permanente, el peor correctivo: postergada, desplazada, incapacitada en más de un sentido, mientras él seguía con su existencia, haciéndola testigo de su progreso a través de los años. Tendría tiempo para pensar y considerar la posibilidad de acometer eso. Era su esposa; después de todo si alguien iba a tener la última palabra, ése sería él.

Pasaron varias semanas. Entre los familiares y allegados se acordaron guardias y turnos para el cuidado y adaptación de la paciente a su nueva y atroz circunstancia. Él se mantuvo pendiente de todo, pero tratando de llevar a la vez una vida normal, si bien la “normalidad” previa había desaparecido. No resultaba nada grato llegar a casa para encontrarse con el espectáculo lamentable de Emma relegada al simple papel de discapacitada, ella, el esplendor femenino ahora venido a menos, caducado centro de atenciones por parte del grupo de personas que, en las nuevas circunstancias, se había reducido a pocas amistades inseparables y consecuentes.

Un rencor creciente se apoderaba de su ánimo y sustituía otras sensaciones. No podía dejar de torturarse imaginando la vida oculta de su esposa, quien siempre reclamó su cuota de libertad, la autonomía en la cual rara vez comunicaba sus actividades diarias. Él no quería reportes, no pedía detalles, quería confianza, mas ella nunca lo entendió así, pues exigía un espacio de privacidad que ni siquiera con él compartiría jamás. Punto de conflicto constante, siempre sospechó que Emma necesitaba ese albedrío para hacer cosas de las que nunca se enteraba. Hasta aquella noche en que se apercibió de un modo drástico, con la evidencia dramática irrefutable puesta ante sus ojos.

4
Al rencor lo siguió la lástima. No pudo evitar sentirla. Emma convertida en caricatura de lo que había sido hasta hacía poco tiempo, sumida en su propio infierno de resentimiento, desmoralización y envidia por la autonomía ajena. La distancia que él guardó durante meses se fue reduciendo. No sabía por qué hizo esa concesión, de ir bajando la intensidad del desdén disimulado por la discreción —él, siempre moderado, guardando las apariencias hasta en los momentos más dramáticos—, evitando que el resentimiento se hiciese evidente, procurando que permaneciese en secreto, haciendo lo posible por controlarse, tratando de no ser cruel, aunque ella mereciera lo contrario. Fingió lo más que pudo, trató de ser más benévolo. Pero eso duraba el tiempo suficiente que requería para no sentirse inhumano. Recurrentemente, retomaba el aire distante y desatento.

Poco a poco, pero de manera definitiva, Emma tuvo que aceptar que acabaría arrimada a un rincón ensombrecido de la existencia cotidiana y gris en la cual transcurrirían sus días mientras viviese. Tuvo que presenciar la transformación de las cosas y situaciones sobre las cuales había tenido amplio dominio, mientras su esposo seguía adelante. Él retomó sus ritmos y hábitos ya no compartidos, asumió nuevas actitudes que escandalizaron a los implicados en el cuidado de la mujer y que observaban sus mudanzas sucesivas: la casa se llenó de gente a la que él invitaba, nada de los amigos y allegados de antes, cuando las reglas eran impuestas por Emma. Las normas las dictaba él, la diversión era a su modo y conveniencia, a las reuniones y fiestas asistían seres menos frívolos, personas adecuadas a sus gustos y cultura, que no tenían que ser precisamente aburridos. No para él. En los días por venir y compartir —si es que a eso que experimentaban en el hogar trastornado en que convivían podía llamárselo “compartir”—, sería él quien decidiese e impusiese. Ella tendría que presenciarlo todo impotente, sin capacidad real para cuestionamientos y recriminaciones.

De ahora en adelante —pensó una noche mientras recorría la calzada para llegar ante la puerta de su casa, en otra madrugada bajo condiciones tan disímiles a las de hacía tantos meses—, ella tendría que esperar inmóvil su regreso, sin posibilidad alguna de influir, cambiar o manejar las circunstancias. “Así es la vida”, pero no encontró consuelo en esa frase repentinamente vacía y sin trascendencia, en realidad él no era un hombre frío, sañudo; también llevaba su carga de dolor. Ver a la mujer antes amada circunscrita a ese rol deplorable revolvía recuerdos y pasiones que no se olvidaban.

Entró en la casa, el ambiente que ahora le parecía más acogedor, buscó una botella de whisky en el bar de la sala y se sirvió un trago. Miró el reloj y le sobresaltó la casualidad de que eran justo las cuatro y once minutos de la madrugada. Los recuerdos lo retrotrajeron a otra noche, cuando la rutina, lo dado por descontado, se había vuelto añicos como los trozos de vidrio que refulgían en el pavimento, reflejando luces exóticas. Esta vez sonrió en el silencio y el frío nocturnos, bebió un largo sorbo, se sentó en el sofá, suspiró, se soltó los zapatos, cerró los ojos y se relajó, mientras pensaba que existían detalles acerca de los cuales todavía no había decidido y de los que tendría que ocuparse. En la habitación de arriba, tendida en la cama enorme de la cual disponía para ella sola desde hacía meses, Emma dormiría su sueño alterado por nostalgias, desesperación y rabia.
Wilmerjbd08 de noviembre de 2013

1 Comentarios

  • Wilmerjbd

    Muchas gracias, bella. Muy amable.

    11/11/13 03:11

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