TusTextos

Viento FrÍo

La muerte nada es para nosotros, porque cuando somos, la muerte no es
y cuando la muerte es, entonces nosotros ya no somos.

EPICURO


Recibió la orden en una llamada telefónica, asimiló de muy mala gana cada instrucción, escuchando con atención y aprensión. Colgó. Se puso la chaqueta, salió lentamente al pasillo, entró al ascensor y mientras bajaba hasta la planta baja del edificio, el tiempo le pareció lento, como si estuviese viviendo otra realidad. El telefonema lo desconcertó, no esperaba esa llamada tan pronto, se imaginaba una postergación en la cual él tendría tiempo de meditar su papel en aquella tragicomedia que vivía desde hacía unos meses y de la cual se arrepentía cada vez más, pero ya estaba demasiado involucrado como para hacerse a un lado, eso no sería fácil, era un prisionero del destino que él mismo se había empeñado en trastocar, en trastornar. Fuera, había llovido toda la mañana y parecía que continuaría así durante la tarde que avanzaba, una metáfora de cómo se sentía en aquel instante, experimentando los nubarrones mentales del desánimo.

No quería llevar a cabo la encomienda; era imperativo que lo hiciera, eso lo sabía, pero daría lo que fuese con tal de no estar involucrado en algo tan drástico. No habría vuelta atrás, debía tener presente la orden que le llegó como una maldición a través del teléfono; no sería fácil hacerse el desentendido o, sencillamente, darse a la fuga. A donde quiera que fuese sería alcanzado por la mano larga e implacable de la banda. No era uno de ellos, pero necesidades acuciantes lo llevaron a implicarse y a esa altura de los acontecimientos evadirse parecía más bien una sentencia de muerte. Que supiera, nadie que lo había intentado salió bien librado. Huir era absurdo, por lo que decidió que lo haría. No sabía cómo ni cuándo, sólo sabía que lo haría.

La lluvia volvió con más fuerza, acompañada por un céfiro helado que le nublaba el ánimo y él lanzó una maldición en voz alta. Buscó un cigarrillo, sentía unas enormes ganas de fumar, pero en aquel tiempo tan húmedo y frío era absurdo, así que volvió a guardar el cigarrillo en el bolsillo, se colocó el capuchón de la chaqueta para protegerse de la lluvia y se aventuró por la acera de la avenida, esquivando en la medida de lo posible las salpicaduras de los autos que pasaban sin tener en cuenta que podrían ensuciarlo con el agua lodosa que ya corría como riachuelo por el pavimento. Llegó a la esquina de Casanova con Negrín, subió hacia el boulevard, que a aquella hora parecía triste, solitario y barrido por el viento que entumecía, con la gente guareciéndose apretujada en las entradas de los locales comerciales. Entró a una panadería y pidió un café, mientras despejaba la cabeza, echando hacia atrás el capuchón. Provocó una breve llovizna de pequeñas gotas que salpicó y molestó a unas chicas que tomaban café y dulces ante el mostrador de vidrio. Pidió disculpas. Se tomó lentamente el marrón, cálido, delicioso y reconfortante mientras miraba caer el agua inmisericorde que arreciaba en su furia.

Una mujer entró huyendo del chaparrón; tenía un gesto de disgusto en el rostro que hizo que él la mirara con atención. Le pareció conocida. Era ella. Era a quien debía ubicar y despachar. ¿Cómo era posible tanta casualidad? Y, en todo caso, ¿podría cumplir el encargo allí, con tanta gente alrededor? Era una ironía increíble, él pensando que la lluvia terrible le echaría a perder los planes, que le arruinaría ejecutar la orden y, precisamente en el día pleno de humedad, le ponía a bocajarro a la mujer. Era hermosa, había contemplado en detalle la foto que le facilitaron para identificarla, además de la dirección en la cual se suponía que estaría a esa hora y ahora estaba allí, ignorante del destino que le habían asignado otros, estaba justo al lado de quien debía despacharla a la brevedad posible; todo parecía tan irónico y absurdo. Algo casi ilógico.

Era una chica bonita y él no tenía el menor conocimiento de los motivos que movían al Jefe para quererla muerta, pero así estaban las cosas y, atrapado, rodeado por ojos invisibles, no tenía idea de cómo, pero sabía que sería vigilado y ella sería la víctima propiciatoria para algo que desconocía y que no quería conocer, sólo que si no lo hacía su negación, su incompetencia o lo que fuese que le impidiese llevar a cabo la orden le costarían la vida a él, o al menos lo pondrían en riesgo de ser anulado. La contempló, casi condoliéndose del sino que le esperaba a esa mujer que atraía las miradas, rebosante de vitalidad juvenil. Quizá el Jefe fue su amante y ante su desamor, despechado, humillado, había decidido terminar con la mujer; pero eso era una hipótesis y no existía ningún indicio, ninguna pista en las órdenes e instrucciones que le habían dado, sólo le indicaron que debía hacerlo con discreción, en el momento y el lugar acordado, sin provocar alharaca, sin dejar rastros.

Se sintió a gusto en el calorcillo acogedor del local, lo que contradecía el malestar simultáneo que experimentaba ante la gravedad de las circunstancias. Matar era indeseable, pero a veces la vida lo empujaba a uno a hacerlo, así que no era de extrañarse si en algún momento uno se veía compelido a convertirse en verdugo. Aun así, no hallaba nada agradable en tener que hacerlo si era esa mujer, que de momento lo fascinaba tanto, la que debía morir; era una ofensa a la vida, por muy grave que fuese lo que ella había hecho. Susceptible como era a los encantos femeninos, la belleza, la juventud, la luminosidad de su piel y la sonrisa breve que le lanzó cuando se dio cuenta que él la contemplaba como embobado justificaban mil perdones, mil postergaciones.

La chica también pidió un café y se acercó a él, no estaba seguro si adrede, lo cierto era que se había acercado, tal vez para hacerles espacio a otros clientes. Las dos muchachas que estaban charlando ante el mostrador parecían abstraídas y desconectadas de ese pedazo de realidad que él vivía, eran parte del decorado, del fondo que él percibía detrás de la mujer. Ella se acercó, volvió a sonreír y creyó percibir que su mirada se mantenía durante un segundo más fija en él. Ahora él sonrió, la detalló un poco más y contempló su cabellera humedecida; cosa rara, las mujeres procuran no mojarse el cabello en la lluvia, pero el de esta chica estaba húmedo, se veía que había corrido bajo el aguacero, sólo por unos instantes no coincidieron al entrar en la panadería donde ahora se estaban tomando un café para entrar en calor o para pasar el tiempo mientras la lluvia cesaba. Uno no puede saber esas cosas, no sabe si la mujer está allí porque la vida es así, le pone a tiro la víctima, es algo casi surrealista, como escrito por un guionista superior que urde la trama y revuelve todo, en una pieza de teatro absurdo o afortunado, él no podía estar seguro. Sólo que su presencia lo desarmaba, le corroía el escaso valor que quería hacer nacer forzosamente desde el fondo de su cerebro y de sus vísceras para ver si era capaz de cumplir el encargo y salvaba la vida a costa de la de ella.

El calor ya no era el del ambiente, sino el efluvio interno que le nacía desde la entrañas. La seguridad, que en breves instantes deseaba que se le terminara de asentar en el pecho para cobrar valor y arremeter, se esfumaba tan rápido como había llegado. Fijó la mirada en el vaso plástico que contenía el líquido caliente y humeante, sintiéndose torpe, tímido e infantil. La sonrisa que lo desarmaba, la proximidad y el repentino aroma de un perfume mezclado con el de la ropa húmeda y adherida a la piel que resaltaba la humanidad atractiva de la mujer, evidenciando sus curvas, una conspiración de detalles y minucias que lo descentraban. Una mirada sospechosamente insistente, sonrisa de complicidad momentánea, esa sutil imagen inesperada, la escena extraña de la insistencia callada en la comunicación con un desconocido como él... Pensó en la posibilidad de que la mujer supiera algo de lo que él estaba por hacer, pero de inmediato desechó tal idea, no era posible que estuviese enterada, las órdenes eran precisas, ella no podía saber nada, el Jefe no era tonto y debía tener todo previsto.

Suspiró, bebió y miró hacia la calle. La gente seguía a la espera, la lluvia que no cesaba detenía desplazamientos, los rostros ceñudos revelaban apuros frustrados y diligencias inconclusas, incluyendo la de él, pero la situación insólita lo tenía desconcertado, con la mujer a su lado bebiendo y disfrutando la infusión, mostrando demasiada parsimonia y lentitud, como si supiera que el aguacero continuaría durante horas y él tendría que permanecer inactivo en su confusión, con el encargo pospuesto. Entonces él sentiría el temor de lo que sobrevendría si ocurría lo que debía ocurrir.

La estrecha calle adoquinada de Sabana Grande era parte del triste paisaje grisáceo de aquella tarde en la ciudad y el aire oloroso a humedad entraba e invadía todo. Vio alrededor, buscando un punto en algún ángulo en el cual distraer la preocupación que lo invadía. Sentirse estúpido e ineficiente dio rápido paso a la cobardía momentánea por las consecuencias amenazantes. Pero el olor del perfume y la proximidad lo distraían y ella que lo miraba de reojo, no podía pasar por alto ese detalle que se le clavaba como una imagen fantástica en la mente, invitación a posibilidades inimaginables, la contradicción extraordinaria de ser repentinamente atraído por aquella a quien debía infligir el mal. Reconoció que no sabía qué hacer.

Decidió que era necesario salir, manipular el espacio, dar un giro al destino, impulsando un nuevo escenario. Pagó el consumo, sonrió a la chica y salió a la calle. El viento que soplaba y el agua lo trajeron al mundo más real de la trivialidad de la vida cotidiana y gris como el cielo que había vivido hasta entonces. Esperaría, acecharía, encontraría (tenía que encontrar, era imperativo) un momento y un lugar más propicio, así que se unió a un pequeño grupo de peatones que esperaban en la entrada de una tienda de electrodomésticos. Se hizo un lugar allí, casi forzando a los demás. Tenía una buena visual de la entrada de la panadería, así que no sería problema ver cuando la mujer saliera del local. Y aguardó.

Pasó media hora y aunque escampaba, lo suficiente como para que la acera se llenara con los peatones que reanudaban su marcha, ella no apareció. Se acercó y miró hacia el interior de la panadería. No la vio y el corazón se le encogió; sintió una descarga eléctrica que le recorrió la espalda y se le anidó en el estómago, descomponiéndole el ánimo. No estaba, eso era incomprensible, ¿o había imaginado todo y estaba presenciando cómo la cordura lo abandonaba definitivamente? Una posibilidad era que lo había seguido al salir y luego tomado otra dirección.

Trotó por la calle; había pequeños charquitos en las depresiones del adoquinado que salpicaban el paisaje de la esquina. El boulevard comenzaba a llenarse poco a poco de peatones pero él no veía detalles, llevaba el corazón en la boca, experimentaba el pánico en toda su crudeza. Se detuvo en la esquina, miró en todas direcciones y ella no estaba, todo era una locura, ¿cómo podía haber desaparecido así, como si nada? Parecía una broma pesada del destino; haberla tenido tan cerca, podría haberla matado con sólo estirar una mano y ahora no estaba, esfumada en el panorama urbano del día lluvioso. Se sintió estúpido y frágil.

Avanzó hacia la avenida Solano López. Era muy posible que la chica hubiese seguido esa dirección. Miró a través de las vidrieras de las tiendas con la esperanza de verla dentro de alguno de los locales, rogando que estuviera. Su pulso era antinatural, un impulso que se deslizaba por sus venas y arterias como si un torrente corrosivo recorriera cada rincón de su anatomía. Era el embate del terror. Trotaba calle arriba hasta llegar a la avenida, que a esa hora presentaba un tráfico nutrido de autos, buses y pequeños camiones de reparto.

Ahora quería huir de todo aquello que le insertaba en el tormento del acosado que a la vez acosaba, aunque la presa acechada hubiese huido. Pensó en las circunstancias que lo habían hecho caer en la esfera de influencia del Jefe y su banda, una experiencia estereotipada, hollywoodesca, siendo arrastrado por la necesidad de resurgir de las complicaciones, de la economía personal derrumbada, seducido por el facilismo de consejos y recomendaciones inapropiadas. Así que rápidamente se sumió en esa vorágine, en ese submundo y las presiones, los reclamos, no tardaron en manifestarse. Y para pagar, o apenas como un adelanto de una muestra de compromiso, debía matar a la muchacha. Pero ella ya no estaba.

Absorto, durante unos minutos no supo qué hacer. Contempló, para distraerse, el tráfico de esa hora. El frío de la tarde, el humo de los escapes y el ruido lo envolvían y eso, mezclado con el bullicio interno que golpeaba sus sentidos, lo atormentaba. Decidió desandar sus pasos, caminó de vuelta al boulevard, apuró el ritmo de su marcha hasta correr y en su carrera casi se llevó por delante a unos peatones, que le reclamaron airados. El cielo se tornaba más plomizo, el sol se esfumaba poco a poco y el susto aumentaba, haciendo que no deseara pensar en algún futuro posible. Antes de llegar a la esquina del boulevard, desde detrás de un saliente de la pared que se proyectaba y creaba un resalte en ángulo hacia la calle, de pronto la chica se le plantó de frente y él se detuvo en seco. Sintió simultáneamente miedo y complacencia, placer y terror. La mujer estaba mirándolo con una expresión indefinida que podía ser de frialdad y molestia a la vez. Él jadeó aspirando aire, sonrió estúpidamente y trató de hablar, pero entonces se dio cuenta de que la mujer sacaba del pequeño bolso que imitaba piel de felino un pequeño revólver. Le apuntó y varios peatones que pasaban apuraron el paso, atemorizados. Una mujer gritó, pero ninguno de los dos se movió. Ella sonrió y la sonrisa pareció dibujarse en su rostro hermoso con una lentitud de milenios que a él se le antojó la visión última. La palabra muerte adquirió de pronto una cualidad de cosa material, palpable, definitiva. Al miedo lo acompañó la tristeza que se siente cuando se sabe que se va a dejar todo y que el esfuerzo realizado fue en vano.

Comprendió en fracciones de segundos la misión que le había sido encomendada, la verdad de su papel en aquella pantomima. Comenzó a sentirse el ser más estúpido del planeta. Más allá del terror interno, supo que lo último que percibiría del mundo era ese viento helado en la tarde lluviosa. Lo aceptó, se rindió ante lo inevitable y alcanzó a ver que el arma estaba a la altura de su rostro y la chica seguía sonriendo con un rictus de desprecio cuando apretó el gatillo.
Wilmerjbd04 de noviembre de 2013

Más de Wilmerjbd

Chat