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En la Profundidad

Estaba solo. Era yo solo contra eso. Durante unos instantes dudé en entrar a aquella galería, túnel, caverna, lo que fuese ese espacio perturbador que era sinuoso, así que detrás de cada recodo podría estar aquella cosa que no podía identificar. En el suelo había un rastro líquido que despedía un olor que nunca antes había percibido, un tufillo como de humedad y antigüedad, no estaba seguro. Me moví, un paso cada vez, como si midiera la distancia que me separaba de aquella criatura escurridiza y acechante a la vez, pero era absurdo, no sé cómo se me ocurría que estaba midiendo longitud alguna si no sabía hasta dónde debía seguir antes de ser atacado. Porque presentía que eso me iba a atacar. Tal vez era instintiva esa certeza, yo no lo vi hasta que entré a la caverna y aun allí sólo observé por breves instantes un celaje, un manchón movedizo que parecía estar alejándose, evitándome, como si la amenaza, el ser amenazante allí dentro fuese yo. No obstante, había seguido un rastro sangriento de materia orgánica, algo así como vísceras, ligamentos, músculos desgarrados, piel rasgada. Piel humana. Entonces sí, debía ser él lo que causaba tanta desgracia en mi tierra distante de esta isla y yo debía continuar detrás de lo que fuese aquel ser abominable.

Me dijeron que era un ser perverso, una presencia ominosa que se ensañaba contra los jóvenes indefensos y paralizados ante su presencia inaudita, maravillosa y horrorosa a la vez, que mi patria enviaba como tributo a morir en el laberinto. Lo extraño, lo inesperado, causa una fascinación que puede ser fatal. Es lo que ocurre al conejo o al venado que, sorprendido, en fracciones del tiempo se queda detenido en medio de la pradera, esperando inmóvil el desenlace fatal antes de echar a correr y escapar del ataque del cazador que viene tras él y entonces es tarde. Los sacrificados quedaban atónitos, inmovilizados en el horror y la fascinación simultáneos que inspiraba aquel al que yo había venido a abatir. No fue fácil aceptar esta tarea, debo confesarlo, pero bastó que me mostrasen los indicios de lo que hacía la criatura para que el coraje se apoderase de mí y desplazase el temor inicial.

Cuando entré me aseguré de llevar mis armas preferidas conmigo. Porque, después de todo, era un paladín, según decían y de mí se esperaban grandes cosas. Siempre los hay que delegan sus aspiraciones y ansiedades en alguien más para que se encargue del trabajo y asuma todos los riesgos. Si no fuese así, las leyendas no habrían transmitido de centuria en centuria las supuestas hazañas de los héroes. No existirían los dioses y semidioses, no habría templos en los cuales los oráculos sin rostro predijesen en mensajes crípticos el devenir del mundo y las desgracias y fortunas de las gentes. Nuestras islas, montañas y ríos no tendrían el mismo encanto. Los padres no acrecentarían su autoridad y su influjo ante sus hijos en las narraciones en torno al fuego del hogar por las de las noches y los niños no soñarían con aventuras y monstruos, princesas y efebos valerosos que iban en su rescate navegando hasta tierras distantes que despertaban la imaginación. Todas las pequeñas grandes cosas que nos definían como un pueblo de soñadores no se conocerían, así que el mundo sería un lugar más triste y opaco, tan sólo un terreno desprovisto de magia y encanto. La tierra no sería una delicia.

Yo entré allí, jadeante tras el ascenso por la ladera que disimulaba la entrada al dédalo atemorizante que parecía creado para precisamente eso, para aterrar. Y fue cuando tuve la impresión de que la criatura que vivía allí se alejaba de mí, pero no me confié; seguro que era un amague de huida para que yo tomase confianza y me arriesgase de modo imprudente, como seguramente ya antes había ocurrido con más de un valiente que me precedió. Pensé, mientras caminaba con lentitud, paso tras paso, palpando con mis pies descalzos y endurecidos por decenas de batallas y escaramuzas en las que tomé parte a lo largo y ancho de esta tierra de pastores, reyes, poetas y guerreros, que lo que fuese a ocurrir allí dentro no se olvidaría jamás, porque ya muchos sabían a qué había venido a esta isla lejana, agobiada por la bestia nunca vista por viviente alguno, porque los que la vieron murieron en el laberinto de la vileza que ahora yo estaba recorriendo.

Caminé y caminé y a medida que avanzaba más extraño era todo, como si hubiese ingresado a otro universo, a un caos no creado por los dioses olímpicos, donde no se los respetaba ni seguían sus designios y caprichos. Tal vez era el Tártaro y se me ocurrió que pronto vería a las almas de los difuntos que estaban condenados a vagar en ese reino de sombras al que parece que estamos destinados los hombres, incluso los bastardos de deidad y humano, porque hasta Aquiles fue condenado a deambular para siempre más allá del Estigio. Pero caminé henchido de resolución, sintiendo que mi suerte dependería sólo de mi valor y de mis sentidos alertas.

En un recodo disimulado por la pared rocosa de aquel pasaje sombrío me sorprendió y me arrojó al suelo con un manotazo o un coletazo, no estoy seguro. Mi espada rodó un espacio que me pareció demasiado largo y por más que estiré mi brazo para tomarla de nuevo, no llegué hasta ella. Antes bien fui levantado del suelo y percibí su tufo horrible de criatura demoníaca. En la penumbra mal atacada por un resplandor lejano y grisáceo descubrí la cornamenta y el hocico bovino que resoplaba su aliento. Lo percibí extrañamente ansioso de carne. Yo no podía entender cómo un híbrido de toro y mujer pudiese anhelar la carne, me parecía que debía ser un herbívoro consumado, pero en esos segundos de precariedad esa idea absurda se sembró en mi mente, quizás como un rayo de esperanza al cual se aferraba mi cerebro para consolarme ante el fin que ya me parecía inevitable. Lo absurdo de ese pensamiento justo en el trance que vivía perduró hasta que empecé a sentir las dentelladas que arrancaban mi carne y me degradaban a la infamante categoría de presa, de festín.

Ahora, con el pasar del tiempo indefinido de la eternidad en penumbras capto todo desde otra perspectiva. No vale la pena vivir, ni padecer tanto sufrimiento si al final sólo queda cruzar en la barca de Caronte y permanecer para siempre en este reino de lamentaciones, compartiendo el destino sin fin junto a los que tuvieron más mérito que yo y que, sin embargo, están aquí conmigo. Mas me consuela saber que otro viene en camino. Una princesa cretense lo ayudará en la tarea titánica que ha de enfrentar. Sólo espero que esta vez él tenga mejor fortuna y vengue mi muerte, aunque tal suceso poco me consolará en esta profundidad tenebrosa.
Wim09 de marzo de 2012

1 Comentarios

  • Davidlg

    La idea es genial y la forma en que describes lo que ves es detallada; sin embargo, si me permites un consejo, trata de evitar escribir demasiadas explicaciones, porque se pierde un poco la idea central y por lo tanto la atención del lector; los correctores de estilo le llamamos a esto "paja" y quiere decir que si lo eliminas del texto, el mensaje será el mismo. Te recomiendo que leas "La casa de Asterión" de Jorge Luis Borges y si encuentras algo sobre el análisis estructural de la obra, será mucho mejor. Mucha suerte y felicidades, tienes mucho talento!

    10/03/12 09:03

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