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La Luna Entre Los Árboles

"Un buen caballo corre con sólo ver la sombra del látigo". BUDA

Aquella tarde, por enésima vez en la semana, Pacho bajó apresurado la cuesta por la senda tortuosa cubierta de pedruscos que dificultaban sus pasos, corriendo el riesgo de ir caer entre los cardones. Se detuvo, sudoroso y trató de relajarse, diciéndose para sus adentros que sería el colmo de la torpeza venir a caerse justo ahora, sabiendo que ella estaría sola, aguardándolo. Sobre la cima de la colina, disimulado entre las tunas y cujíes, hacía rato que él había visto salir al viejo montado en el caballo; quizás iba al pueblo, al menos llevaba esa dirección. Él sabía que entre ir y volver pasarían tres o cuatro horas, si acaso no lo demoraba alguna complicación. Ya se sentía experto en esos cálculos, porque desde hacía meses esa aventura diaria lo distraía irremediablemente de sus obligaciones cotidianas.

Allá abajo, a orillas del lecho reseco estaba la casa ruinosa y humilde, el destino que lo atraía con una fuerza irresistible. Eran mediados de marzo, transcurría el tiempo de la sequía y no caía una gota de agua desde aquel cielo donde nubes engañosas pasaban como etéreas garzas blancas que se desvanecían en el horizonte sinuoso de las colinas, las cañadas, los pedregales y las llanadas cubiertas por mustios cujisales, pero quedaban algunos araguaneyes florecidos, manchones amarillos apenas disimulados entre las ramas de los cujíes, indios desnudos, yabos, magueyes y pitahayas, cuyas ramas se movían suavemente en la brisa caliente que era un hálito caliginoso soplando en las horas más ardorosas, cuando hasta las piedras parecen reverberar. Pacho recorría esos espacios desde muy chico, pastoreando las cabras de su familia y llevándolas a abrevar en los arroyuelos que surcan casi secretamente el paisaje árido, de los que él sabía cuáles tendrían agua y cuáles no.

Sentía que el corazón se le salía del pecho. De pronto olvidó que el día estaba más cálido que nunca; el único calor que sentía era el que le recorría el cuerpo desde adentro y que lo impelía a bajar raudo la ladera rocosa salpicada de cardones. Desde lejos le llegó el balido de una cabra, quizás una de las suyas, que estaría ramoneando entre los espinares. Las siluetas de los zamuros trazaban espirales en las termales que ascendían en el azul casi límpido del cielo.

Al pie de la ladera de la colina estaba la cañada que habría de cruzar, descendiendo al fondo lleno de guijarros y arena en la cual se hundían los pies hasta más arriba del tobillo, luego subiría el otro talud del lecho y tendría que pasar a duras penas por debajo del alambre de púas de la cerca, casi a rastras. Luego, cruzaría el patio de tierra desnuda, donde pilas de leña reseca yacían entre restos de fallidos trastos de arcilla, varias gallinas picoteaban el suelo, algunos cardones y magueyes se erguían dispersos junto a la cerca y más allá, próximo a la puerta de madera de la casa de bahareque, estaba echado el viejo perro garrapatoso que ya lo conocía y había terminado por amistarse con él a fuerza de los cariños interesados que el muchacho le prodigaba. Porque al principio, cuando apenas iniciaban su amorío accidentado y riesgoso, el animal se le enfrentaba cumpliendo con saña su papel de guardián de la casa, aunque los ladridos y gruñidos no pasaban de eso y obviamente formaban parte de un despliegue disuasivo que buscaba amedrentarlo. Pero Pacho no estaba para eso, sentía que ni mil perros envalentonados lo harían desistir de rondar a la muchacha. Además, el mayor peligro no era precisamente que el can se interpusiera en su camino.

Atravesó el patio, en el cual a esa hora apenas comenzaba a estirarse la sombra de la casa y llegó hasta la puerta entreabierta. Entró. El contraste entre el resplandor del exterior y la penumbra del humilde hogar de la chica lo dejó casi a ciegas mientras su vista se acostumbraba a la oscuridad. La sala amplia, de piso de tierra, era a la vez cocina, habitación y comedor. La exigua ventana, con postigos de madera pintada hacía muchos años y que ya casi no mostraba color alguno, dejaba entrar algo de luz a la vivienda, aparte de la puerta.

Cerca del fogón donde se cocinaba algo que olía muy bien, estaba la muchacha, Marina. Ella se volvió cuando él la llamó, con voz baja e insinuante y se besaron largamente, mientras las manos masculinas exploraban el talle tembloroso de la chica, el cuello, bajaban ávidas por los muslos, subían hacia los senos que se insinuaban bajo el vestido y luego se hundían bajo la tela, buscando, saboreando, palpando. Ella jadeaba y hacía como que se resistía, pero él sabía que era parte del repetido y ritualizado encuentro, del preámbulo que antecedía a la amorosa pugna en el lecho. La muchacha respiraba con dificultad, pero nada la hubiese convencido de poner fin a los avances de él, a menos que escuchase allá fuera, en el patio, la llegada de su padre, que se habría devuelto por algún motivo antes de tiempo.

Así fue. El ruido del falso de maderos retorcidos que era abierto de pronto, el ladrido amistoso y contento del perro que recibía al amo, fueron sonidos inesperados e indeseados que la sobresaltaron. Aparentemente el muchacho no escuchó nada, porque seguía adelante en sus avances, hasta que ella lo separó con una fuerza inaudita que lo desconcertó y enfureció. Sólo cuando Marina le susurró con un rictus de espanto en el rostro que el viejo estaba allí y de un momento a otro entraría en la casa, él desistió, sintiendo una momentánea oleada de verdadero pánico, aunque a la vez razonaba que, de ser descubierto, enfrentaría al padre de la muchacha y le confesaría que si estaba allí era porque la quería y deseaba que fuera su mujer. Pero él sólo tenía diecisiete años.

Muchas veces Pacho se había imaginado la posible escena: el viejo escucharía su declaración llena de tambaleante valor con menosprecio y furia ofendida; uno nunca sabría cómo reaccionaría ante una situación como aquélla. Se figuraba al padre de Marina gritándole que era un desgraciado, un atrevido, al entrar durante su ausencia para abusar de su hija. Y eso era imperdonable.

Rápidamente buscó con la mirada la ventana semiabierta de la casa. Tal vez era demasiado estrecha, pero decidió que, como fuese, por allí tendría que caber, saldría de aquel ambiente a oscuras de pronto tan hostil y peligroso. Antes de trepar con agilidad hasta el borde de la ventana, se dio media vuelta, besó a la chica en los labios y le dijo que volvería por ella al anochecer, esta vez para llevársela.

Justo en ese momento entró el viejo. Apenas alcanzó a ver el celaje de algo que se proyectaba por la ventana y se detuvo, mirando a la chica en la oscuridad calurosa de la casita. Cuando Marina vio a su padre, quien mantenía la mirada torva e inquisidora, le dijo, con el inseguro tono de su voz, haber estado espantando al gallo, que se había atrevido a meterse por la ventana. Su padre se quitó el sombrero, asomó su cabeza a través de la ventana, pero al no ver nada sospechoso, se sentó en su tambaleante silla de madera de cardón, suspirando de manera ruidosa y dijo, con una voz que sonaba extrañamente hostil:

¬– Jummm, yo sé de un gallo que está rondando esta casa desde hace días y no es precisamente el pataruco ése que tengo ahí afuera.

El hombre no se imaginaba despojado de la hija, su único pariente cercano, celada como un tesoro, a quien se había aferrado tras la muerte de la esposa. La chica acusó el comentario, bajó delatoramente la mirada y sintió que un escalofrío se atrevía a recorrerle el cuerpo en medio de aquel calor que quebraba las piedras. Sin decir nada más, se acercó al fogón y apartó de las llamas la olla ennegrecida. Minutos después, su padre salió al patio.

Fuera, apenas evadido y a salvo, subiendo casi a gatas por la ladera más tupida por el espinar, Pacho sentía que su corazón estaba a punto de explotarle en el pecho. El miedo y el entusiasmo por la aventura, el placer de sentirse evadido del peligro se mezclaban en su mente con el ánimo de la huida. Por ahora, se concentraba en moverse de modo subrepticio por la cuesta pedregosa, haciendo el menor ruido, tratando de no mover el ramaje. No sucedió nada. Nadie gritó allá abajo, no le llegó el eco cercano de un tiro de la escopeta del viejo. Por ahora, pensó, estaba a salvo, pero sabía que no podía seguir tentando a la suerte. Esta vez había escapado por muy poco.

Cuando llegó a la cima de la colina, se volvió, se agachó aún más para no ser visto entre la precaria fronda y oteó hacia la casa. En el patio, el viejo oteaba hacia la cima con fijeza, como esperando la confirmación de sus sospechas. Desde tan lejos, Pacho no pudo distinguir la mirada furibunda del hombre, ni el arma en su mano.

Al atardecer, sentado en el corredor de su casa, ensimismado, apenas escuchó a su padre hablarle, encargándole las labores del día siguiente. Mientras asentía sin realmente oír, Pacho afinaba en su mente lo que había decidido más temprano, apresurado, para su vida. Algún dinero ahorrado le quedaba del que ganaba en la venta de la cerámica en el pueblo. Porque su familia, como muchos otros campesinos de las inmediaciones, se ocupaba en hacer tejas y alfarería, aparte de criar las cabras y vacas que apenas contribuían al sustento. A él le encargaban, además de cuidar y mantener el pequeño rebaño, cortar la leña para encender los fogones de la comida o los hornos en que se cocían los cacharros de arcilla.

Cuando refrescó y las primeras estrellas comenzaron a brillar en el cielo sobre el erial, tenía trazados los detalles de su plan. En su mente afiebrada y juvenil, llena de ensoñaciones, planeaba llevarse a la muchacha a la ciudad, lejos del tirano de su progenitor. Lo habían imaginado con anterioridad y aunque Marina estuvo reacia al principio, en los últimos encuentros él logró convencerla de la necesidad de hacerlo. Se ocultarían por un tiempo. Nadie los encontraría. Cuando todo se hubiese calmado y el revuelo de la fuga diese paso a la necesaria aceptación y resignación por parte del viejo y de su familia, volvería para explicar, a justificar lo hecho. Pero para entonces, calculaba, ya ambos estarían casados y establecidos con ayuda de los amigos con los cuales esperaba contar. No sería fácil, pero para él los detalles no contaban, sino el hecho fundamental de estar junto a la mujer que amaba y por la que tanto había arriesgado cada tarde que desviaba sus pasos hasta la aislada casita del cardonal.

Al rato entró, cenó y excusándose con los suyos, se fue al cuarto, metió un atado de ropa en una mochila, salió a la negrura tempranera de la noche, ensilló la yegua que su padre le había regalado para su último cumpleaños y se alejó entre el canto de los grillos y las lechuzas. Cuando volvió la mirada hacia la vieja casa que lo había acogido desde siempre, tuvo un arranque de tristeza que le empañó con lágrimas la visión, ya dificultosa en la penumbra que tímidamente el fulgor de los luceros desgarraba. Acongojado, pensaba en la tristeza que sentiría su madre, el desconcierto del padre y el asombro de los hermanos, pero el sentimiento que lo impulsaba hacia su sino era más fuerte.

Los cascos de la yegua resonaban entre el natural rumor nocturno del espinar. Conocía cada palmo del terreno que recorría, así que no sería difícil guiar al animal hasta las colinas que rodeaban el rancho enclavado en la cañada. En la cresta dejaría a la acémila esperando, atada a un araguaney florecido, el cual sería fácil de reconocer en la penumbra, mientras él volvía a escabullirse ladera abajo, rogando que el perro no lo delatase con sus ladridos, que más bien todas las zalamerías que él le había prodigado se retrucasen para bien y el animal lo reconociese sin hacer mayor escándalo. Tendría que esperar a que el padre de la chica se durmiese; entonces la llamaría con el silbido suave que ella reconocería y sería suya para siempre.

Un aguaitacaminos, el chotacabras que como fantasma levanta vuelo cuando es sorprendido al paso de los caminantes en la noche, lanzó un silbido que sonó lastimero y acentuó aún más los sentimientos encontrados que turbaban al muchacho. Siguió su cabalgata trascendental y decisiva, abstraído, ignorando los ruidos propios de la cerrazón campestre; más sonoras le resultaban las ideas que le surcaban la mente y le conminaban desde dentro. El jinete bajó y subió las colinas, cruzó cañadas, guió a su cabalgadura con seguridad entre los espinares hasta que finalmente llegó a la colina escogida, la atalaya desde la cual suspiraba tarde tras tarde, guiado por la pasión juvenil que lo enajenaba.

Desmontó, ató la bestia al araguaney, descendió hasta la cañada, se acercó a la casa y silbó, imitando al aguaitacamino. Esperó durante varios segundos, que se le antojaron largos minutos y sintió que la desesperación lo poseía. El perro, al escuchar el silbido, se acercó al punto donde se originaba el sonido, ladró molesto varias veces y después, al reconocerlo, meneó la cola amistosamente y cesó de ladrar. Pacho suspiró, deseando que todo se resolviese rápido y seguro en la noche. Entonces cayó en cuenta de que había un resplandor que comenzaba a alargar las sombras de las cosas del mundo, los árboles, la casa. Por el este, la agrandada y amarillenta luna llena de los campos comenzaba su ronda nocturna borrando las estrellas a medida que se elevaba en el cielo, esparciendo un delator destello opalino que dibujaba las siluetas y los contornos, tan baja todavía sobre el horizonte que parecía un globo luminoso enredado entre el ramaje del cujisal. El corazón del muchacho casi saltó cuando se dio cuenta de ello.

Con enojo comprendió que eso dificultaría cualquier avance, la fuga, la consumación de lo planeado y que lo pondría al descubierto con facilidad, a merced de la ira paternal y primitiva del campesino ofendido. Él no había considerado el detalle, esa luna inoportuna que venía a iluminar la tierra aquella noche del destino, pero al momento se hizo el empeño de proseguir y terminar de una vez lo que se había propuesto. Suspiró para darse ánimo y tener arrestos y se acercó aún más a la ventana. Luego de un rato que le pareció una eternidad, Marina apareció en la esquina de la casa; su sombra alargada se proyectó sobre la tierra. La luz lunar era una pátina azulosa y fantasmal que definía la percepción del mundo; la silueta a contraluz de la chica anhelada le dio el último impulso de valentía que necesitaba. Caminó agachado, casi corriendo, hasta colocarse junto a ella; aferró la muñeca de la chica con fuerza, tanto que ella gimió un poco, pero él se dio vuelta y ambos echaron a correr tratando de no hacer ruido.

El perro ladró alarmado, más bien aulló con una dramática y casi misteriosa resonancia lobuna que incrementó la tensión de la pareja en fuga. El muchacho conminó a su compañera a apresurarse y los avances de ambos eran una estridencia descarada en la quietud nocturna. Dentro de la casa, sobresaltado por los ladridos, el padre despertó, mientras ellos comenzaban a ascender la ladera, luego de cruzar la cañada. El viejo le espetó un reproche al perro, pensando que quizás, como era frecuente, hubiese dejado salir sus instintos de cazador al escuchar el murmullo de algún animal silvestre rondando los alrededores; pero el can siguió metiendo ruido y el hombre se levantó. Al abrir la puerta, el resplandor de fuera se coló e iluminó a medias el interior de la humilde vivienda. El viejo contempló entelerido que la cama de la muchacha estaba vacía. En dos trancos cruzó el espacio que lo separaba de la escopeta que siempre apoyaba contra la pared de bahareque mal encalada y salió casi corriendo, agradeciendo la luminaria de aquella noche que le favorecería rastrear a la hija fugitiva, acompañada por quien ya se imaginaba. Se enfureció, murmuró una maldición invadido por el resquemor del que ha sido ofendido en su honor por un adversario menospreciado, pero que se atrevía a burlarse y a quitarle lo que más quería.

El hombre se detuvo en el borde de la cañada, mientras afinaba sus sentidos de campesino, ducho en leer y entender las señales de la naturaleza en la cual había transcurrido toda su vida. El mal disimulado rumor de pisadas que se escurren entre los espinares y sobre la tierra pedregosa que desprende guijarros le llegó como una cantilena invitadora a la persecución. El susurro leve pero perceptible que se alejaba le permitió ubicarlos en su huida por la loma. Descendió al lecho seco, sintiendo que ya no era tan hábil como antes, maldiciendo para sus adentros el hecho indeseado de enfrentarse con dos seres mucho más ágiles, acicateados por una pasión que él conocía muy bien, porque de igual modo él se llevó a la madre de la chica, hacía ya mucho tiempo. En su mentalidad obstinada no encontraba justificación para lo que le estaban haciendo, pero en el recodo más oculto de sus pensamientos sabía que de alguna manera el destino le estaba cobrando lo que él mismo había hecho.

Subía ya por la ladera, con la escopeta en una mano mientras con la otra apartaba las ramas espinosas que le pinchaban la piel, pero que él no sentía, porque sensaciones más poderosas le ocupaban en aquellos momentos. Los pedruscos sueltos sobre el suelo en pendiente entorpecían su avance, haciéndolo resbalar con frecuencia. Ya jadeando y sudoroso, se detuvo unos segundos, los suficientes para recobrar con rapidez el aliento. Conocía bien aquella colina y al instante se le ocurrió dar un rodeo más expedito por la ladera, que lo llevaría hasta la cima con unos minutos de ventaja sobre la pareja, a la que ya no podía distinguir entre el matorral.

El odio y la ira lo traspasaban y eran una energía adicional que lo impulsaba hacia adelante, más allá del cansancio. Cuando llegó a la cima, vio la mula atada al araguaney y se escondió cerca, agachado detrás de un maguey, lo suficientemente próximo para tenerlos cerca y poder disparar sin poner en riesgo a la hija que había decidido abandonarlo por aquel mocetón irreverente. Segundos después llegaron. Pacho desató con movimientos nerviosos a la mula, haló las riendas de sisal para sacar al animal de entre el cujisal y ayudar a Marina a montar sin riesgo de que se lastimase con las ramas espinosas. La muchacha montó y cuando él se disponía a hacer lo mismo para sentarse detrás de ella, sonó el disparo.

El grito de la chica resonó como un eco detenido en la semioscuridad, mientras, en una secuencia demorada, tétricamente lenta, el muchacho se desplomó y rodó sobre el suelo pedregoso. Él trató de levantarse, comprobando que el tiro lo había traspasado justo debajo del ombligo. Se llevó las manos al vientre y sintió que algo suave, blando, que rezumaba un líquido caliente y una materia pastosa se proyectaban desde sus entrañas. Con pánico, entendió que finalmente lo habían alcanzado, que el viejo había llegado primero a la cima, emboscándolo. Quiso hablar, explicar, justificar, pero sólo escuchó un ruido sordo, gutural, que no podía hacer inteligible porque el dolor insoportable lo invadía y le robaba las fuerzas. Vio que Marina se lanzaba desesperada sobre él, sacudiéndolo, conminándolo a levantarse, a continuar la huida, pero ya el viejo la tomaba por un brazo y la apartaba mientras le volvía a apuntar a él con la escopeta. Ella se interpuso y evitó que lo remataran, pero quizás eso hubiese sido mejor, porque para Pacho el mundo y todo lo que contenía estaba perdiendo valor, no tendría sentido si no iba a estar con ella.

Desde la perspectiva baja que le proporcionaba el estar tirado en el suelo, la realidad mezquina, breve y ardua en que había vivido quedaba limitada a las piedras filosas sobre las que yacía, a los troncos y las sombras rasgadas por las manchas de luz que se dibujaban sobre la tierra. Desde allí vio, entre el follaje, a la luna en su travesía eterna a través del cielo, pero ahora le parecía que las espinas de los cujíes y los cardones la atrapaban y le impedían continuar. Mientras se le escapaba la vida, sonrió sintiendo el inútil consuelo que le daba la postrera imagen del astro delator que pagaría su culpa desgarrado entre las ramas.
Wim29 de febrero de 2012

1 Comentarios

  • Miguelito

    Hola, Wim.
    Otro gran cuento, éste.
    Me gusta de él todo, pero sobre todo, quizá ese sabor agridulce de la tragedia que a medida que el cuento va avanzando, se hace más y más patente hasta ese desenlace tan cruel por parte del padre.
    Podría sera sí una tragedia al estilo de Romeo y Julieta, al menos tiene los mismos ingredientes. Un amor pasional e inconcidional, y una especie de rencor inexplicable porque nunca llegue a buen puerto. Al precio que sea.
    De nuevo un alarde por tu parte, aquí en particular nos expones la naturaleza local en todo su esplendor, y en todos sus detalles, olores, colores. Sigo pensando de nuevo que tu nivel cómo escritor está muy por encima de ésta página. Si cierro los ojos e imagino leer éste cuento (y otros tuyos) en un libro y no en la pantalla del ordenador, no tendría dificultad alguna en confundir tu forma de escribir y tu estilo con el de pongamos por ejemplo, Gabriel Gª Márquez.
    De nuevo, felicidades y saludos de miguelito

    02/03/12 10:03

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