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Zoología Fantástica

El animal se desplazó algo lejos del alcance de mi arma. No lo intuí así, no lo tenía previsto, lo entreveía en los arbustos, al fondo de la cañada; yo venía descubriendo su rastro, que era escurridizo, tan ininteligible, tan misterioso como él en su enormidad y su fiereza, alejado de toda condición aceptable por los humanos, con esa mirada desprovista de raciocinio, imperturbable y al mismo tiempo tan expresiva de las más irracionales pasiones, de ira e instinto depredador. Luego, en un lapso que se me hizo excesivamente largo, lo vi pasar más cercano, bajo las sombras alargadas de la tarde de octubre, atenuado en esa luminosidad que se percibe bajo la apariencia de que se va haciendo paulatinamente más fría y opalina, la luz extraña que precede a los fríos solsticiales de diciembre en el trópico, pero que no puedes definir exactamente como la transición a una estación. Allí vi su piel parduzca, pintada, manchada, extraña, indefinida a la vez, pero tan palpable y contrastante. No sé si era un ser mimético, o si el dibujo abigarrado de su pelambre era una declaración tajante y visual de su presencia entre el verdor y sobre la tierra humedecida por las últimas lluvias. Allí estaba, ante mí, como si me ignorara absolutamente, haciéndome sentir insignificante y despreciable, haciendo caso omiso de mi presencia; tal vez mi olor no era llevado por el viento o para él, en su irracionalidad, asumida por mí, yo sólo era digno de ser ignorado y menospreciado, ni siquiera incluido en la categoría de presa, de alimento, de potencial juguete entre sus garras y sus fauces. Sólo lo vi pasar, yo paralizado por el temor, la sorpresa repentina de verlo tan cerca pero a la vez tan él, tan distante, sinuoso al caminar, con un bamboleo casi serpentino, ser de otro mundo perteneciente a una fauna inconcebible, remota, misteriosa y propiciadora de fábulas.

Avancé unos pasos en pos de él, lo vi moverse todavía tranquilo a la luz del atardecer, con las sombras de los árboles y los arbustos dibujando nuevas tramas y glifos en su lomo, haciéndolo aún más variopinto, fantástico, dragón, minotauro, quimera, tarasca o cualquier cosa que se me viniera a la mente y me causase el desasosiego, la mente jugándome trucos y desenfocada, en trance, tratando de retener seguramente lo percibido con mis ojos, pero aun así incrédulo ante aquello. Hubiera querido no estar solo, compartir mi maravillada sorpresa y emoción con alguien más, pues algo en el fondo de mi mente me decía que nunca nadie me creería lo que yo estaba presenciando. Era como estar en otro tiempo, bajo las reglas o leyes naturales desconocidas o aún no enunciadas por el Hombre, a merced de él, el animal supremo, dueño del momento y del lugar, a cuya voluntad salvaje yo podría estar en un instante sometido sin poder hacer nada.

Creo haber percibido un movimiento inesperado, un breve temblor de sus músculos en la grupa, en la cruz, cual energía contenida, un breve espasmo como de preparación para el brinco certero y final que me sobresaltó. Pero él se detuvo y se estremeció solamente unos segundos, haciéndome creer que estaba sintiendo o presintiendo, oteando y olfateando la presa, la posible presa que sería yo, pero afortunadamente reanudó la marcha. Era fascinante sentirse uno tan desvalido, tan a merced de la fuerza superior de la Naturaleza destructiva y suprema encarnada en la criatura, sentirse parte de un orden inasequible. Era un sentimiento absurdo el que yo experimentaba; sin embargo, la fascinación ante el poder implacable del mundo vivo, de aquella manifestación bruta y tan deshumanizada de la vida no domeñada me mantenía como en vilo, estático, sin poder apartar la vista ante la presencia palpable de lo salvaje, insólito y desconocido. Llegué a pensar que era la manifestación no terrestre de alguna forma de vida, porque no podía reconocer los rasgos distintivos de un reptil, un mamífero o un ave, porque de todo tenía un poco, así que seguí allí, en el ocaso que oscurecía peligrosamente el paisaje agreste de la serranía, los valles y los ríos que había cruzado en pos de su rastro. No sabía si aprovecharía las sombras de la noche para entonces tener él la ventaja, o si sus sentidos eran más finos en la oscuridad. Llegué a pensar eso, porque no me agredía bajo la luz del sol, no sabía si era una bestia devoradora, un animal de presa adaptado al mundo de la oscuridad negado a los seres humanos, cuando y donde nuestros fantasmales miedos atávicos se manifiestan con mayor fuerza y crueldad devastadora.

La brisa del ocaso me trae sonidos y olores familiares: el último canto vespertino de los pájaros, el aroma de las flores silvestres, el susurro del fresco viento del atardecer entre las hojas de los árboles y las agujas de los pinos, el lejano rumor del agua en la quebrada, que salta entre las rocas grises y pardas que salpican el fondo del valle, el grito distante de un hombre en las laderas de las colinas, arreando el ganado o llamando a alguien para irse pronto a casa… La penumbra llega, pero yo estoy lejos de casa, estoy de cacería, a eso he venido a estos montes, a estos parajes agrestes y alejados de la mano de Dios, apasionado como soy de la soledad y del contacto íntimo con la Naturaleza, pero con la predecible, la de la vida no domada pero discernible, anticipable, sin sorpresas, la familiar o al menos no exótica ni temible. No esta Naturaleza deforme o impredecible, extraña, con esa apariencia de ser indistinguible, ignota, irracionalmente inconcebible, suerte de monstruosidad horrible y bella a la vez en su estampa de criatura no preconcebida, mitológica, no analizable o asignable a categoría taxonómica alguna.

Yo sólo sé que estaré a su merced cuando la ausencia solar pinte de negro el paisaje, pues ya comienzo a hacerme a la idea de que algo hay de felino en su marcha, en su andadura silenciosa y sigilosa, no puede ser una criatura que se alimente de materia vegetal, tiene el rostro recortado de los que se alimentan de otros seres, pero todo es posible, tal vez es cosa que imagino, quizás es sólo un animal relicto, perdido en estos parajes, una herencia insospechada de tiempos remotos, un sobreviviente de épocas antiguas. Mientras pienso esto, sé que la penumbra se apodera de todo y que ahora el cazador podría no ser yo, sino el cazado, mas me aferro a la posibilidad racional de que yo pueda sobrevivir a la noche y tenga la oportunidad de ver otro amanecer.

Ya lo he perdido de vista y no tengo la menor idea de hacia dónde se puede haber marchado, o si está acechándome en medio de los matorrales, en el monte espeso que sé que está allí, delante de mí. Sospecho su presencia poderosa que me observa, que busca el momento ideal para saltar, dar el zarpazo, morder mi garganta y quitarme la vida. A estas alturas ya lo imagino como un depredador; la penumbra alimenta mis temores y el miedo sustituye al pensamiento lógico, ya no tengo la menor intención de negar la posibilidad del final, de la cacería con los roles invertidos. ¿Debí aprovechar la oportunidad de matarlo cuando estuvo a tiro de mi arma? ¿Era realmente necesario valerse del momento y acabar con aquella fantástica forma de vida no reconocida, irrespetar su existencia hasta el colmo de privarla de su aliento bajo la luz del sol, antes de que él me quitara el mío, como presiento que ocurrirá? En ese entonces mi fascinación superaba todo deseo de depredar, de sentir el placer primitivo de cazar por cazar, de sentir el poder de privar de la vida a otro ser. Pero mientras meditaba estas cosas, sentí que algo detrás de mí estaba respirando, que algo o alguien, lleno de una vitalidad salvaje y poderosa estaba atisbándome, sintiéndome, tanteándome en medio de la inseguridad que implicaba la oscuridad.

Creo que por más que se presuma de la superioridad del raciocinio humano y se tenga la arrogancia del dominio que supuestamente nos ha sido asignado sobre todas las criaturas de este mundo, en una situación como ésta llegas a sentir que todas las premisas y argumentos, estrategias y posibilidades no son nada cuando esa manifestación de la poderosa Naturaleza, aun aquella desplegada de forma tan desconocida, domina las circunstancias y te sientes tan desvalido, tan primitivamente desarmado, desnudo y elemental, en la misma categoría que un ciervo, una rata, una gacela, cualquier animal cuya aparente destino es el de ser presa de otra criatura. Entonces, sientes el miedo, ese sentimiento orgánicamente vital, debilitante e indeseado.

Mientras pienso en estas cosas, tratando de distraer mis temores buscando argumentos más lógicos que me sugieran una solución para esta repentina indefensión que siento, escucho el leve sonido de una ramita que se rompe, de pisadas apenas audibles sobre la hojarasca y percibo simultáneamente, y por primera vez, su olor, un hedor por primera vez captado. Nada indefenso o inofensivo puede oler así. Preferiría que el final fuese rápido. Morir con miedo es casi una redundancia irrespetuosa, un castigo doble inmerecido.
Wim01 de octubre de 2010

9 Comentarios

  • Dariomiller

    interesante manera tienes de escribir, envuelves aire y misterio...... ¿y final trágico?

    mis respetos para ti, manejas el suspenso muy bien

    01/10/10 03:10

  • Indigo

    Tú escrito lo he leído con sumo interés, dominas la descripción del ambiente, el entorno natural con sus criaturas, sin dejar de lado al hombre como personaje embuído como uno más, con toda su carga de emociones. Narras de manera magistral. Saludos.-

    01/10/10 03:10

  • Wim

    Gracias, Darío, por el comentario. Muy amable de tu parte.

    01/10/10 10:10

  • Wim

    Muy amable de tu parte, amigo Índigo. Aprecio el interés por mi escritura. Muchas gracias.

    01/10/10 10:10

  • Indigo

    Eres de la Patria Grande, eso que describes es exacto si lo trasladamos a Venezuela ¿De donde eres?

    01/10/10 10:10

  • Wim

    Amigo, estoy en Caracas, Venezuela.

    01/10/10 11:10

  • Indigo

    Sabias que lo eras, me olía a tierra de mi tierra, pero porsia pregunté, yo también soy de Caracas, aunque actualmente en Aragua, amigo gracias por escribir tan bello y respetar al poderoso tigre que te paralizó,
    Una sugerencia, cambia la escopeta por una cámara y me traes fotos de esos tigres, en Aragua casi ni se ven, alguna vez ví sus enormes huellas, tal vez me acechaba, eso sentí pero me respetó, me dejó ir.
    Saludos cordiales.

    02/10/10 12:10

  • Anatema

    Me atrevo, solo con el fin de mejorar un excelente trabajo. Trata de que los párrafos no sean tan extensos. Si en algún momento sientes que un comentario tuyo me puede ayudar a enriquecer mis escritos, comenta en confianza.

    23/10/11 02:10

  • Miguelito

    Win, este cuento es una maravilla. Créeme si te digo que es difícil encontrar en este tipo de páginas (que me perdonen los demás, incluido yo), una calidad tal.
    Debería quedarme con muchas cosas, no con el final aunque no desmerece nada en absoluto, sino con la transición que haces del ser humano cazador al ser humano presa.
    Me alegro mucho de haber topado por casualidad con tus escritos.
    un saludo y mi admiración.

    04/02/12 10:02

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