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La Pena

No era su nieta.
La suya se la arrebató el marido de su hija después que ésta la dio a luz y murió dejándola enferma de cuerpo y alma. Los vio partir con los ojos secos y la boca callada.
Y ahora estaba esta otra mujer, tan inocente como la primera, confiada en unas manos de las que desconocía su pasado.
Justo antes de que los primeros golpes se escucharan en la puerta, la anciana se quejaba del toque asesino del frío sobre sus huesos, ataque que no podía rechazar ni con la mejor de sus infusiones. Y entonces los vio parados en el umbral de su humilde rancho, empapados, necesitados. Quiso negarse y cerrar la puerta y entonces se fijó en la parturienta. “No es tu hija”, se dijo. Pero parecía tener la misma edad de aquella que se le fue. Y después de dudarlo un momento, abrió la puerta hasta el fondo y los dejó pasar. “Sólo para pasar el hielo de la jornada”, se dijo. Pero cuando el viento aún no acababa y la lluvia atacaba con fuerza las maderas del techo, la muchacha entró en labor.
Apenas traspuesto el umbral, el hombre había examinado, de reojo para no ofender, las paredes con sus arcaicos anaqueles abarrotados de frascos y pipas gastadas llenas de polvo y se había dado cuenta.
- Usted es una “meica”.
Ella sólo había mirado el fuego en el brasero bajo la tetera oxidada.
- Entonces... puede ayudar a mi Rosa.
- No. No puedo.
La radio sonaba en un rincón enturbiada por el siseo molesto de la tormenta. “Esto dice Yavé: en Ramá se han oído unos quejidos y un largo lamento: es Raquel que llora a sus hijos y no quiere que la consuelen, pues ya no están”.
-Estoy muy vieja.
Se había acercado al camastro, que por esa noche pertenecía a la muchacha, y le había entregado un jarro de latón con té caliente al hombre que miraba desolado a su Rosa. La joven contenía el lamento como si le avergonzara tanta complicación en casa ajena. Se agarraba a los bordes del camastro con tanta fuerza que a ratos las manos se le tornaban tan blancas como las sábanas. Pero en cuanto la anciana hizo el intento de volver al calor del brasero, la muchacha alcanzó su brazo y la retuvo a su lado. Antes de que pudiera desligarse, la joven se había hecho de su mano y la miraba a los ojos tanto como le era posible desde su posición en el camastro.
- Por favor…
La mano en la suya. Casi una niña. Casi su hija.
La voz del Pastor susurraba en el dial mientras la “meica” pugnaba por salir de entre el polvo de los recuerdos y hacer a un lado a la anciana quejumbrosa temerosa del frío: “Tus hijos llegan de lejos y tus hijas son traídas en brazos”. Y por un momento, ante su mirada, fue la imagen de su hija pálida ante la muerte inmisericorde que hasta la piel morena le arrebató. La muchacha esperaba su respuesta, sus ojos de súplica fijos en ella. Había correspondido a esa mirada un instante y luego había huido hacia el cuartucho que le servía de cocina y lavadero fuera del rancho.
Por un instante estuvo de regreso en aquella época de cuando nadie dudaba de su sapiencia y la despensa estaba llena. De cuando su cabello estaba ordenado y limpio y su hija bailoteaba alrededor mientras ella intentaba instruirla en el arte de sanar.
Y entonces, lloró.

Temprano en la mañana llenó la palangana con agua fresca del pozo y antes de que Rosa y su marido despertaran, se dio el tiempo de cepillarse el cabello y cambiarse la ropa sudada y manchada por la labor de la noche. Una blusa blanca, una falda larga, un chaleco de lana cruda. Afuera, la lluvia había cesado al fin. De las ramas del techo aún caían pequeños goterones pausados. El aire estaba limpio. Envolvió a la recién nacida en el chal blanco que alguna vez tejiera para aquella otra y se asomó con ella a la puerta del rancho dejando entrar la luz blanca del cielo nuboso hacia el interior.
“Porque yo había quedado sola y éstos ¿de dónde han salido?”
La niña gimoteó en sus brazos, dispuesta a iniciar el llanto en cualquier momento. Ella se sonrió y la meció con suavidad.
No era su nieta.
Era el perdón.

FIN

Jeremías 31, 15.
Isaías 60, 4.
Isaías 49, 21.
Winchestermcdowell01 de julio de 2010

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