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El Funeral Del Inmortal

Él, un simple plebeyo, observaba el agujero en la tierra. Aquella prisión eterna. Sintió mucha pena por el desgraciado pero se la sacudió al instante con un movimiento de la cabeza. Él los había provocado, a cada uno.
En las fronteras del castillo, donde el rey y la reina descansaban ignorantes del fin de las maquinaciones, se encontraba junto a uno de los miembros de la guardia real, Vaans, el único que había mostrado interés en detener las injusticias.
—Que soy inocente—incluso ahogándose en su propia sangre, producto del cuello desgarrado, al brujo se le podía entender a la perfección.
Ni él ni Vaans decidieron contestarle, dejándole gritar en el silencio de la noche. Cada uno se apoyaba su peso sobre una pala, exhaustos.
Aquella noche no terminaban las injusticias en el mundo, pero iba haber un demonio menos en él. Era suficiente para el plebeyo.
Toda la sangre manchada en el suelo, todas las lágrimas derramadas, todas las riquezas despojadas, todas las virginidades arrebatadas. Todo a causa de aquél brujo cuyo veneno en las palabras dulces hacia su rey hacían sangrar las familias de los indefensos.
—Están cometiendo un error. Dejadme ir y todo será olvidado. Les ofrezco mi palabra y la del rey.
Amarrado, golpeado, apuñalado, cortado e indefenso. El brujo era reacio a aceptar el castigo de la muerte. Vaans teorizó, a modo de llenar aquél hueco en su mente, que la causa era que aquello no era suficiente castigo.
Él lo aceptó sin importancia, después de aquél día no volvería a pensar en las fechorías del brujo.
El guardia real le hizo una seña con la cabeza y ambos agarraron los pies y cabeza del malvado con la suficiente fuerza de no dejar que sus sacudidas lo hagan caer.
Con un ruido sordo, el brujo cayó como una bolsa de papas.
—Me la pagarán. El verdugo les cortará las cabeza a ambos y serán el recipiente de mis desechos—Las palabras dulces habían terminados, aquel era su verdadero rostro.
Ambos comenzaron a palear, regresando la tierra a su origen.
Los gritos del brujo dejaron de oírse.
El plebeyo suspiró. El sudor le caía por las axilas y la frente a pesar del frío de la noche. Vaans, le apoyó la mano en el hombro, muy agradecido por su ayuda. Por permitirle callar las voces del remordimiento en su mente, testigo de los atroces crímenes cometidos con impunidad.
Ambos tomaron caminos separados con la incertidumbre de un futuro encuentro entre ambos. De lo que sí estaban seguros es que aquél acto de justicia jamás sería narrado.
Cuando los rumores de la desaparición comenzaron, cada uno estaba en su vida cotidiana, fingiendo que el inmortal no seguía seis metros debajo, retorciéndose con la tierra en sus pulmones.
Wolfy21 de septiembre de 2015

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