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En un Lecho de Barro

Cerca del Mar Rojo, en un punto perdido en el Egipto próspero de los faraones, seiscientos mil esclavos avanzaban en el éxodo más importante del que se tenía constancia. En su huida, el ejército de Ramsés les perseguía. Durante el recorrido, el desierto había dejado paso a una extensa llanura y a ésta le había sucedido un extenso barrizal. Sin posibilidad de rodearlo a tiempo, todas y cada una de esas seiscientas mil personas se sumergieron en el lodo con la esperanza de llegar a la otra orilla.

Con el paso de los metros la marcha se fue haciendo más lenta, y el grupo, que en un primer momento había avanzado junto, poco después de que el sonido de las primeras trompetas se colara entre el chapoteo, no tardó en alargarse y disgregarse.

Pronto, los más jóvenes, los más fuertes, aquellos que no tenían pertenencias a las que agarrarse, aquellos cuyos fardos eran más pequeños y ligeros, subieron el ritmo. Cuando el ejército egipcio asomó en la orilla, poco a poco, los maridos e hijos, que hasta entonces habían permanecido cerca de los suyos, también alargaron el paso, mirando atrás, de reojo, con la esperanza de que los más ancianos, los tullidos, los niños y las embarazadas pudiesen seguirles.

Los que se quedaron atrás no tardaron mucho tiempo en comprender cual sería su destino. El ejército de Ramsés estaba cerca y ellos exhaustos. Si en condiciones normales muchos de los allí presentes, a pesar de la ayuda de sus compañeros, hubiesen perecido, solos y con un ejército liderado por un faraón sediento de venganza justo a sus espaldas, eran conscientes de que no les quedaba ninguna posibilidad.

Entre el grupo de remilgados había un hombre mayor junto a un niño, su nieto. El anciano abrazó al chiquillo mientras luchaba por seguir respirando. Pese a estar exhausto, reunió sus últimas fuerzas para apretar con firmeza contra su pecho la cabeza del niño y susurrarle: “Tranquilo, todo va a salir bien”.

Sin embargo, el chiquillo no se tranquilizó. Lo que hasta ese momento habían sido poco más que sollozos, pronto se volvieron llanto. Y con el llanto empezaron a resbalar las primeras lágrimas por las mejillas del anciano.

El barro ya les llegaba a las rodillas. Sus túnicas, viejas y andrajosas, húmedas y sucias, ahora suponían un lastre excesivo. Y la masa espesa y oscura ofrecía una resistencia que ya no podían vencer. El viejo levantó la cabeza y miró al frente, hacia un futuro que era consciente que nunca alcanzaría. Pero no lloraba por él. Lloraba ante la certeza de que su nieto tampoco disfrutaría de un nuevo amanecer.

A escasos metros, cientos de sus compatriotas compartirían su destino. Mientras unos apuraban sus últimas fuerzas con el único fin de morir un poco más cerca de la otra orilla, otros simplemente se resignaban y se limitaban a rezar a ese Dios que parecía haberles abandonado.

Poco importaba ya, que, a sus espaldas, la avanzadilla del ejército egipcio empezase a retroceder ante la imposibilidad de que sus carros pudiesen abrirse paso entre la mugre. Nadie volvería a por ellos. Morirían de frío, de sed o, simplemente, fruto del cansancio.

A pesar de la cercanía de la muerte, al observar la retirada de los carros de combate, el anciano no pudo reprimir una última sonrisa. Al menos, su Dios había procurado por la salvación de los más fuertes.

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Xavi8627 de octubre de 2009

1 Comentarios

  • Abyssos

    Se que detras de esta tragedia se encuentra el mensaje este de no aferrarse a los vienes materiales y demas... que son los que hacen mas pesada la carga, pero... ¿que acaso ese Dios que el anciano menciona al final, da lecciones a sus elegidos, a traves de la horrible muerte de sus propios hermanos? ¿Tan sadico es...?

    Buena narracion, te felicito.

    Un saludo.

    28/10/09 04:10

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